domingo, 28 de diciembre de 2014

Programa de gobierno, cultura y cambio político

Marc Chagall. Don Quijote



El programa de gobierno de la Nueva Mayoría es un programa de reformas políticas y sociales. No es un programa de cambios estructurales ni pretende remover las bases del modelo neoliberal desde sus cimientos, como sostuvo muy imprecisamente el senador Jaime Quintana en sus inicios. 

Ello, a menos que para el presidente del PPD, limitar los efectos inequitativos y marginadores del mercado en la distribución de bienes y servicios; establecer contrapesos que hagan más simétrica la relación entre consumidores y empresas; que éstas tributen efectivamente por sus utilidades y aporten proporcionalmente a su tamaño y ganancias al desarrollo del país y la sociedad, sea “remover los cimientos del modelo neoliberal".

Ello en realidad no es más que asegurar derechos reconocidos y garantizados en cualquier democracia occidental, excepto por cierto en la chilena, resultado de la transición pactada de los años noventa del siglo pasado, la que se realizó bajo sus cuatro gobiernos  y que algunos dieron por concluida cuando la derecha ganó las elecciones presidenciales en enero del 2010, hablando de "alternancia en el poder".

Probablemente, para quienes militan en partidos de la coalición de gobierno, que fueron parte de la Concertación y respaldaron u omitieron, sea desde el movimiento sindical y social, los partidos o el Parlamento, el que esos gobiernos no impulsaran con decisión medidas como éstas, hace que el que la actual administración lo haga, parezca tan audaz.

La derecha y los empresarios, también han aportado lo suyo a la construcción de este espectro, supuestamente, “estatista” y que pretende retrotraer al país a épocas anteriores a  la bonanza y desarrollo que representaron los años de la euforia liberal y de la globalización que auguraba Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín, hace ya veinticinco años y a la que se sumaron muy rápidamente algunos sectores de izquierda y progresistas.

A partir de entonces, el desarrollo fue asociado al desarrollo de la empresa privada, que mediante esos misteriosos y desconocidos mecanismos del mercado, se convierte en fuente de prosperidad para las naciones, incluido Chile por cierto. Más empresas, más empleos, más consumo, más crecimiento, más ganancia, más inversión, más empresas y así sucesivamente en una era interminable de prosperidad y felicidad que sería el fin de la historia.

El que este modelo positivista de sociedad y desarrollo -que es un modelo de clase- haya sido puesto en duda por los porfiados hechos -esto es, por las contradicciones sociales y de clase que hacen evidentes las fluctuaciones cíclicas de la economía capitalista y la ola de protesta social que provocan-, es a lo que realmente le teme el empresariado, la derecha y la reacción católica, no que el programa pretenda removerlas desde sus cimientos.

El programa de gobierno de la presidenta Bachelet no hace más que señalarlas y hacerse cargo de ellas en un período acotado de tiempo.

Lo que antes era normal, ya no lo es. Eso es todo. Hasta marzo de este año, la privatización, el principio de subsidiariedad del Estado y la libre competencia como factores exclusivos del desarrollo económico y social. 

Y si bien no se podría decir que el programa de gobierno se plantee  su revocación inmediata, sí propone reformas que generan un debate acerca de la historicidad de estos principios, esto es pone en duda su naturalidad, su objetividad y por consiguiente, su actualidad.

Enfrentarse a ello es lo que provoca ansiedad y reacciones destempladas por parte del gran empresariado y también, hay que admitirlo, de quienes no siendo gran empresa, se han visto beneficiados por el traspaso de fondos públicos al sector privado por medio de subsidios y fondos concursables, gracias a una intrincada red de relaciones entre éste y el Estado que se construyó en los años noventa del siglo pasado.

La naturalización de la supuesta normalidad liberal de ese período, de la política de los consensos y el binominalismo, es lo que produce ese espejismo de reforma estructural que en algunos provoca euforia y en otros temor . 

Esta misma naturalización de los principios de la economía política neoliberal, es la que explica la primacía de lo técnico, la despolitización de la sociedad y finalmente su desmovilización, la que se produce en beneficio de sus supuestos representantes profesionales –ministros, parlamentarios, periodistas, que incluso muchas veces asumen la denuncia de la corrupción y vacilaciones de la “clase política” de la que ellos mismos son parte, como marca registrada.

Lo nuevo del programa de la Nueva Mayoría  es que reconoce y comienza a hacerse cargo de los derechos civiles y políticos; económicos, sociales y culturales  de hombres y mujeres; jóvenes y niños, de chilenos, chilenas, mapuches y pueblos originarios.

El debate sobre la reforma laboral y la reforma educacional, han sido una manifestación de aquello y ha puesto al desnudo lo retrógrado y egoísta del gran empresariado y la derecha chilenos. Los retorcidos argumentos con los que pretenden defender la codicia, el abuso y hasta el latrocinio, muy pocos los consideran todavía seriamente.

Por lo tanto el cambio político que conlleva el programa de la Nueva Mayoría es que pone en movimiento o debiera hacerlo, la transformación de las relaciones entre lo público y lo privado; y entre el Estado y la Sociedad Civil. El que desnaturaliza la primacía de la empresa privada y por consiguiente, la exclusividad de que gozaron en el pasado los intereses de la clase empresarial en la definición de las políticas públicas. 

No es al conjunto de medidas contenidas en el programa de Gobierno a lo que le temen los empresarios y los sectores conservadores de la sociedad, medidas por lo demás que solamente se hacen cargo de los mínimos que incluso son compartidos por los países miembros de la OCDE. 

Decir, sin embargo, que por el solo hecho de plantearse un cambio cultural como el que suponen las medidas contenidas en él, se esté removiendo los cimientos del modelo neoliberal, es una exageración que podría terminar por desmovilizar a la sociedad y detener nuevamente cambios postergados por mas de veinte años. 



martes, 9 de diciembre de 2014

La crisis de la derecha

La crisis de la derecha y las perspectivas del nuevo cuadro político

Jacques Louis David. la muerte de Marat


Uno de los rasgos más llamativos del nuevo cuadro político, es la bancarrota de la derecha. En poco menos de un año de gobierno de la Nueva Mayoría, la Alianza ha sido incapaz de ejercer una oposición efectiva. No presenta nuevas propuestas y está atrincherada en la defensa del sistema y los privilegios de clase que garantiza; sus partidos están descomponiéndose sostenidamente, dando lugar a deserciones de militantes, formación de nuevos referentes; no tiene líderes y en general, cada reunión para recomponer su unidad, termina en una nueva pelea, antecedida por la de quienes no han sido invitados o se autoexcluyen.

El espectáculo es patético, aunque no es más que la confirmación de las tendencias que ya el 2012 se manifestaban. Un escenario inmejorable para las fuerzas que están por las reformas estructurales y la democratización del país. Sin embargo, hay factores que las frenan o que, a lo menos, las obstaculizan y hacen que su avance sea más lento y dificultoso que lo deseable.

En primer lugar, la pertinaz oposición de las organizaciones gremiales del gran empresariado. Probablemente, no hay nada inesperado o novedoso en este rasgo de la situación política. Resulta llamativo, sin embargo, que los empresarios actúen sin necesidad de intermediarios en el sistema político. Es efectivamente uno de los resultados de la crisis de la derecha. Pero también del lugar que ganaron en los veinte años anteriores, en que se convirtieron en “el factor principal del desarrollo económico” y consecuentemente, sus intereses en los intereses de toda la sociedad.

La percepción que el gran empresariado tiene del momento histórico y político, en este sentido, es la de estar en riesgo. La última ENADE es una demostración de ello y por esa razón, ponen toda su autonomía, decisión y el poder que todavía ostentan, en función de resistir cualquier intento de reforma.

El gran empresariado opina respecto de la reforma tributaria en el transcurso de su tramitación o lo hace hoy en día, respecto de las reformas laborales, o la asociación de ISAPRES o el gremio de las AFP’s respecto de la seguridad social, con aires de gran sabiduría y autoridad intelectual y moral.
Cuando la CUT lo hizo para manifestarse a favor de la reforma tributaria el 1° de mayo u hoy en día, respecto de las reformas laborales, no hace más que manifestar el anhelo de los trabajadores y trabajadoras de relaciones entre capital y trabajo más simétricas y repartición más equitativa de los frutos del crecimiento económico.

Ello es interpretado, sin embargo, como una actitud servil o una renuncia a su autonomía como representante de los trabajadores, con independencia de que se trate de demandas sostenidas por la Central desde hace décadas. Que el contenido de las reformas enviadas al Parlamento no las satisfagan por completo,  no obsta a que sean del interés de los trabajadores y que sean entre otras cosas, la expresión de su propia capacidad para incidir mayormente en ellas.

Los medios de comunicación de masas, actúan precisamente en ese sentido y azuzan el malestar social para oponerlo al gobierno que está empeñado en realizar reformas que le devuelvan a los chilenos y chilenas derechos conculcados por el neoliberalismo en sus treinta años de predominio en nuestro país, para que este mismo malestar no se oriente hacia el modelo sino hacia quienes propugnan las reformas. Se podría decir que el rol de los medios en este sentido es el que clásicamente han cumplido los provocadores en el movimiento social.

El fenómeno de la CONFEPA, padres y madres que en lugar de marchar por la gratuidad de la educación, lo hacen para seguir pagando y que se manifiestan con una intolerancia que raya en el fascismo, a favor de la discriminación en el sistema escolar -lo que en los últimos veinticinco años, se ha naturalizado como una práctica no solamente normal sino hasta deseable- es expresión de esto mismo.

La crisis de la derecha, pese a los esfuerzos de la UDI en este sentido, ha creado un espacio para que los partidarios y beneficiarios del modelo, busquen nuevas formas de representación e intenten sacar provecho de esta situación de naturalización del individualismo, el lucro y la discriminación.

No va a ser el espacio natural de la derecha tradicional que se cae a pedazos. Podría presumirse que tampoco va a ser el de formación de un populismo de tipo autoritario, como el que propugna Ossandón. Es un fenómeno completamente nuevo, en el que tienden a converger sectores sociales y políticos formados en los años noventa y que se erigen a sí mismos como herederos legítimos de la transición.

La crisis de los partidos que la derecha ha formado en los últimos treinta años plantea el desafío para los partidarios del modelo, de constituir una nueva representación, que se oponga con eficacia a las reformas que la sociedad reclama y que con marchas y contramarchas, se disputan  en el sistema político.

Que esta convergencia sea más rápida o más lenta depende de varios factores y que sea además, una opción de poder efectiva en unas próximas elecciones presidenciales también.




domingo, 23 de noviembre de 2014

Acerca del anticomunismo

Francisco Goya. Los fusilamientos del 3 de mayo



El anticomunismo como ideología y como actitud política


Desde la instalación del gobierno de la Presidenta Bachelet e incluso antes, se viene desarrollando un fuerte debate acerca del rol de los comunistas en la sociedad y la política, que recientemente incluso se ha manifestado en fuertes ataques verbales en contra de importantes dirigentes sindicales que militan en sus filas; intentos por implicar al PC en la crisis de la Universidad Arcis, habiendo una comisión investigadora de la Cámara de Diputados que no ha encontrado nada que respalde esas acusaciones; y hasta la golpiza a su Secretario General, Juan Andrés Lagos.

En este caso ya no estamos hablando de un debate sino abiertamente de un anticomunismo de connotaciones fascistas.  

Es un fenómeno muy antiguo, tan antiguo como la existencia de los comunistas. De hecho, el Manifiesto del Partido Comunista de Carlos Marx, de 1848, parte con la frase “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo…” Marx habla del comunismo como de un espectro frente al que la sociedad establecida de entonces, tiene una “actitud” temerosa aunque sea obra de su propia creación. Estamos en presencia entonces de un caso típico de lo que suele denominarse “ideología”.

Hay todo un capítulo del Manifiesto que se dedica a desmitificar los argumentos con que se lo pretende descreditar y por los que se le teme y se le rechaza. Probablemente la primera y más brillante crítica al anticomunismo como ideología.

También en Chile, desde la fundación del POS en 1912, la prensa burguesa habla de los comunistas y de su nefasta influencia entre los obreros. Después de su ingreso a la Internacional Comunista en 1922, de su dependencia de la Unión Soviética, el “oro de Moscú”, etc.

El Partido Comunista de Chile, en sus más de cien años de historia ha promovido alianzas amplias de los sectores progresistas, la lucha y movilización de las masas trabajadoras por la defensa y ampliación de la democracia y los derechos civiles y políticos de chilenos y chilenas, como una cuestión de principios y como parte de su estrategia política.

Son ideas, sin embargo, que algunos pretendieron haber descubierto en el gran comunista italiano Antonio Gramsci, recién en la década de los ochenta del siglo pasado, pasando por alto aparentemente que ya eran parte de las tradiciones y las tácticas que había impulsado la izquierda y el Partido Comunista de Chile en el siglo XX.

Fue parte del Frente Popular que llevó a la presidencia a Pedro Aguirre Cerda, participó del gobierno de Gabriel González Videla hasta la promulgación de la Ley Maldita; promovió la organización de los pobladores, las primeras tomas de terreno, impulsó la renovación de la música y la gráfica popular; la ley de nacionalización del cobre incluso estando en la clandestinidad.

El Partido Comunista impulsó también la independencia y unidad de la izquierda desde la primera candidatura presidencial de Salvador Allende en 1952, concluyendo en la formación de la Unidad popular. Finalmente, la PRP en la década del ochenta fue fundamental en la derrota de la dictadura de Pinochet y la recuperación de la democracia.

Generalmente, son hechos históricos reconocidos por todo el mundo, incluso por los más acérrimos críticos del PC. Pero por lo general, suele hablarse bien del PC en tiempo pasado – también como si fuera un fantasma, prueba del carácter ideológico del anticomunismo- pero nunca para referirse al aporte que está haciendo o ha hecho en tiempos recientes.

Como por ejemplo, en el caso de la reforma al sistema electoral binominal, bandera del PC desde los años noventa, cuando para algunos no era tema porque le daba gobernabilidad a la transición y para otros era sólo una excusa de los comunistas “para ingresar al sistema”.

Es difícil hacer una generalización del significado del anticomunismo basado en su aspecto más empírico que consiste en el de ser una “actitud política”, aunque en rigor no se pueda decir mucho más de él.   Lo único que se puede decir al respecto es que es un estado de conciencia política muy primario, muy elemental. No propone nada y se funda como actitud política en el rechazo y ese rechazo que es irracional puede adoptar diferentes aspectos “ideológicos”.

En ese sentido puede también dar pie para toda clase de consecuencias políticas. En efecto, le facilita las cosas al irracionalismo y la agresividad del fascismo. Lo hace porque degrada la conciencia política al teñirla de subjetividad y una pseudoestética de connotaciones liberales y republicanas que de pasada legitiman las posiciones reaccionarias.

También porque deslegitima la acción de los partidos –no sólo del Partido Comunista- y finalmente obstaculiza la unidad de las fuerzas interesadas en las reformas al sistema educacional, previsional, al código laboral, a las pensiones, el mejoramiento de la salud pública y el cambio constitucional.

Es precisamente en este tipo de ataques anticomunistas en los que se asoma el resultado del neoliberalismo en los últimos treinta años. Hoy son los comunistas, mañana quizás el resto de las fuerzas de la izquierda y todos quienes se manifiesten por los cambios y la democratización del país.

Son veinticinco años que nos separan del término de la dictadura. Ojalá nuestra somnífera transición no haya sido suficiente para olvidar lo que entonces ocurría. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Actualidad y malentendidos respecto a Walter Benjamin

Paul Gauguin. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?


Walter Benjamin fue un crítico literario, filósofo, escritor, que pensó en las condiciones de surgimiento del fascismo en la Europa del período que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo a través de las señas que deja la alta cultura y la tradición en la vida cotidiana y la cultura popular -en lo que se podría denominar “expresiones de la cultura dominante”-.

Es probablemente uno de los autores más citados y parafraseados para argumentar toda clase de desvaríos políticos y teóricos en el campo de la izquierda; o en lo que se podría denominar, el área cultural de la izquierda. Abuelo del posmodernismo, teórico revisionista y heterodoxo, antecedente de la renovación, marxista de la derrota, son algunos de los adjetivos que se pueden encontrar al leer notas sobre su pensamiento y escritos.

Pero Benjamin  fue un hombre que pensó en la sociedad y la cultura de su época y aun cuando sus ideas pudieran ayudarnos a entender nuestro mundo actual e incluso trascender esa condición circunstancial, no hay que olvidar que fue un pensador judío de la Alemania de entreguerras  tratando de entender lo que entonces sucedía, que era muy grave.

Es de esa actitud teórica, que es una actitud política, que surge su pensamiento. Un pensamiento radical y comprometido, no la crítica de salón, no el supuesto esteticismo que muchos adoptan cómodamente, como su único legado teórico.

Es a partir de sus circunstancias que se hace más necesario entenderlo en la actualidad. En efecto, leerlo y estudiarlo en su circunstancia no es limitarlo o como podría suponer algún amante de la retórica profunda, convertirlo en un simple cronista de su época ni a su obra en un documento de archivo.

Es precisamente en la operación teórica que consistió en depurar todo lo contingente del pensamiento de Benjamin, en lo que reside su vulgarización. No se trata de que no sea una perspectiva teórica posible. Efectivamente, la obra crítica de Benjamin está llena de reflexiones acerca del lenguaje, la imagen y las formas, que en sí mismas tienen un valor teórico y conceptual que trasciende su época.

Pero hacerlo, sería una manera de adoptar una posición frente a la actualidad como si ésta fuera un tiempo vacío, usando a Benjamin como excusa y como si él mismo hubiese sido un fisgón. En efecto, no es posible entenderlo ni interpretarlo sin acudir necesariamente a su propia concepción de lo histórico como un tiempo pleno en que conviven simultáneamente el pasado y el futuro.

Olvidarlo en su caso, es eso: vulgarizarlo y usarlo como pretexto para sostener posiciones teóricas que son precisamente lo contrario de lo que él mismo hizo como hombre y como pensador.

Semejante depuración es lo que le convierte en un mero exégeta de la cultura, como si ésta fuese para él ya sólo eso; una especie de substancia en que lo histórico, lo político, lo contingente, fueran un mero accidente y el lenguaje una esencia que los trasciende. Ello es lo que hace posible que los estudios culturales y de género, la crítica literaria y la filosofía posmodernista, lo reivindiquen como una suerte de ancestro.

No. Benjamin es hombre de su época y es precisamente por eso que trasciende, pues a partir de esa condición histórica asume la crítica como el ejercicio de señalar los intersticios, las fracturas, las frases incompletas, los actos fallidos de la sociedad y la historia como el lugar en el que asoman la locura política, los sofisticados mecanismos de manipulación cultural y la dominación de clase.

Ello porque no entiende la época, “su época”, como una contingencia casual, un mero accidente, tal como la nuestra tampoco lo es de la pura facticidad.

Por el contrario, su concepción de la cultura es la de una construcción de clase, en la que permanecen como vestigio todos los horrores de la dominación a lo largo de toda la historia  pasada y en la que se proyectan en la actualidad y lo seguirán haciendo eventualmente en el futuro, de no mediar una decidida acción teórica y crítica –que es en última instancia una decisión política, precisamente la que adopta Benjamin frente al fascismo.

Ello pues, en su concepción la vida humana tiene sentido en la medida que asume la experiencia críticamente y no como un mero acontecer. La locura del fascismo consiste precisamente en la negación de la experiencia y su limitación a lo más abstracto o lo que es lo mismo, a su empobrecimiento.

Por ello  Benjamin tampoco es una especie de compañero de camino para quienes creen estar en el plano menos sublime de la política. Su obra no es crítica académica, no es “crítica cultural” como si los estudios culturales, a los que se endosa su paternidad, fueran un disciplina autónoma o un género literario.

En momentos como el actual, en que el modelo neoliberal ha conducido al planeta a su mayor catástrofe ambiental; a la hambruna de millones de seres humanos; las guerras, las pandemias; en que es incapaz incluso de  satisfacer las necesidades de reproducción del capital, asumir la experiencia críticamente; la crítica como actitud política y no como ocupación académica; y la política como crítica cultural es más necesario que nunca.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Tensiones del nuevo ciclo

Dante y Virgilio. Eugene Delacroix


Cultura y cambio social en el Chile actual

“Si  mi cultura existe es porque es la formación humana de un programa sobrepujado por un sistema arterial de ideas, que se hicieron en las entrañas de quien escribe no porque tenga poco o mucho que decir, sino porque el expresar es la ley de su estilo y él es su imagen ensangrentada (…) somos todo tiempo-espacio y toda la historia, conquistándose (…) el hombre es hombre únicamente porque la sociedad existe y existe como representación que representa, como contradicción que contradice y engendra superaciones heroicas (…) Y además, su imagen, su estilo, su imagen, es decir, la pelea del hombre con el hombre adentro del hombre, porque el estilo, que es la imagen del hombre, es el peligro, el objeto, el abismo del destino del hombre, ‘la negación de la negación’ y con él, la batalla del hombre, por el destino del hombre (…)”
Pablo de Rokha

La inquietud que agita a nuestra sociedad actualmente, es la de un modelo neoliberal agónico, incapaz ya de dar respuestas a las contradicciones que genera en todas las esferas de la vida nacional y niega las necesidades de desarrollo del país y los derechos de sus ciudadanos. Esta contradicción se manifiesta de múltiples maneras, en diversos ámbitos e intensidades: productivo, laboral, social, ambiental, territorial, educacional, jurídico e institucional.

La resolución de esta contradicción no va a ser fácil ni va a consistir fatalmente en la democratización del país ni ha significado hasta ahora, como supuso Alberto Mayol el 2011, el derrumbe del modelo. Presentar, sin embargo, los obstáculos que enfrentan las fuerzas democratizadoras de la sociedad como una evidencia de su imposibilidad, es la expresión de un velado y profundo conservadurismo.

Las fuerzas políticas y culturales que lo sostienen -el empresariado, los partidos de derecha, la intelectualidad conservadora, la reacción católica, burócratas del intricado sistema de traspaso de fondos públicos a la empresa privada - han actuado, en cambio, con coherencia y sin ambages por la defensa de los intereses que resguarda y sobre los que se sostiene.

Efectivamente, han usado todos los recursos posibles y con los cuales cuentan para oponerle resistencia: redes de influencia, poder político, dinero, estudios de opinión, medios de comunicación y hasta la incipiente articulación de movimientos de masas anclados  en la llamada “clase media aspiracional” conformada al calor de las modernizaciones neoliberales de los años noventa.

El problema es que a la consistencia de su acción, no se le ha opuesto hasta ahora una fuerza equivalente, excepto por episodios y respecto de contradicciones específicas.

Los empresarios y los grupos conservadores tienen mucho que perder en esta coyuntura histórica y su reacción frente a las reformas emprendidas por el actual gobierno, ha sido como si se estuvieran enfrentando a cambios estructurales, cuestión evidentemente falsa o a lo menos inexacta.

Lo que sucede es que el programa de reformas de la Nueva Mayoría, de realizarse, generaría mejores, mucho mejores, condiciones para comenzar a ejecutarlos efectivamente. La reacción pareciera haberlo entendido a la perfección y por ello mismo, no estar dispuesta a ceder un milímetro.

Es un programa reformista, que concitó el respaldo del 62% de los electores en la última elección presidencial y parlamentaria. Sin embargo, esa misma fuerza electoral, en principio, no se ha expresado como un movimiento de masas llegada la hora de implementarlo y defenderlo.

Es la tensión latente del nuevo ciclo entre las necesidades de reforma política y social,  -tareas contenidas en el programa de la Nueva Mayoría- y el sentido común formado en veinte o treinta años de liberalismo, desde la dictadura militar pasando por los primeros gobiernos democráticos que le siguieron conformados por la extinta Concertación de Partidos por la Democracia.

Esto es, la contradicción entre el cambio cultural que implica la limitación del mercado y la recuperación de lo público en el modo de vida, los hábitos y las costumbres de hombres y mujeres, jóvenes y especialmente de los niños, con los valores, las formas de relación social y de entender al otro que se basan en la privatización de los servicios, el individualismo desenfrenado y la competencia a todo evento.

Es finalmente la misma contradicción que determinó, además, su disolución luego de las elecciones presidenciales del 2010.

Se trata por lo tanto de un programa de reforma política que es también una reforma cultural, precisamente porque en última instancia implica otra manera de concebir la relación social; a los ciudadanos y ciudadanas como Sujetos de Derecho y no como consumidores. Sin enfrentar esta condición, es decir, sin asumir que el programa implica un cambio subjetivo y cultural, es altamente probable que no logre avanzar lo suficiente como para comenzar la transición efectiva hacia una sociedad que supere el neoliberalismo y la constitución pinochetista.

Asumir la realización del programa sólo como una cuestión de tomar ciertas medidas en el plano político, económico o social incluso -como si fuera sólo cuestión de redactar decretos, proponer leyes o resolver acerca de la mejor manera de administrar los recursos- puede hacer que termine por no ser más que una especie de  declaración de buenas intenciones.

Por el contrario, el programa de gobierno debiera ser una estrategia política, una hoja de ruta, la línea de construcción de una fuerza política y social que trata de superar el neoliberalismo y al mismo tiempo, propone nuevos horizontes de desarrollo y progreso al país.

La batalla cultural y por la hegemonía de las conciencias, ha sido enfrentada por las fuerzas de la reacción de manera decidida.

En efecto, el rol de las grandes cadenas de medios comunicación, escritos y audiovisuales, han actuado no ya como adormecedores de las conciencias, rol que ocuparon en los años de la euforia liberal y de la globalización en los años noventa del siglo pasado, sino como verdaderos panfletos, profesiones de fe liberal que hacen aparecer todos los esfuerzos de reforma económica, política o social como intentos voluntaristas de modificar el orden natural de las cosas.

Sin embargo, todo tiene su historia; el actual ordenamiento económico, social, jurídico y político del país, no es un hecho natural. Se formó primero bajo la dictadura militar y luego, en los años noventa del siglo pasado, durante los gobiernos de la Concertación, bajo la Constitución de Pinochet, los principios de subsidiariedad del Estado y libre competencia; la impunidad de los violadores de los Derechos Humanos y como se ha hecho público últimamente, en connubio con las grandes empresas.

El Programa de gobierno de la Nueva Mayoría tiene, también, su historia. Reivindicarla, recrearla en un ejercicio permanente de reinterpretación es urgente y necesario. Que los partidos que la conforman asuman el debate y entren en contradicción cuando se trata de implementarlo, es no sólo esperable sino necesario.

Si no fuera por esa condición, probablemente el país seguiría detenido en esa somnolencia aburrida, en esa “alegría triste y falsa” de la globalización neoliberal de los años noventa.

Un programa de reforma cultural debe asumir entonces el desafío de poner en debate la historia reciente y  la no tan reciente del país. Porque el programa tiene su historia, que son las luchas del movimiento social y de los sectores interesados en la democracia y el progreso de nuestra sociedad.

Es lo que, por ejemplo, hizo el embajador Eduardo Contreras, generando una campaña desproporcionada por parte de la derecha y sus medios, propia de fariseos y plagada de caricaturas. Es lo que por muchos años hicieron Gladys Marín y Volodia Teitelboim señalando permanentemente los efectos del modelo y denunciando la exclusión generada, entre otras cosas,  por el sistema electoral binominal y la política de los consensos.


Para que una reforma política sea efectiva debe por lo tanto consistir también en una nueva forma de ver el país y la sociedad y de actuar conforme a esa manera de concebirlos. No habrá cambio social efectivo sin un cambio cultural, así como la historia reciente de nuestra interminable transición demuestra que un cambio en los estilos, la pura estética y el tono, no son un cambio cultural ni social.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Caso encuesta CEP

Cultura de la mayoría o cultura de la democracia

Jacques Louis David. El juramento de los horacios

El resultado de la esperada encuesta CEP en su última versión, desató un vendaval de recriminaciones mutuas entre académicos, cientistas sociales y dirigentes políticos. Este hecho por sí solo habla del deterioro de las relaciones al interior de nuestra elite o como erróneamente la llaman algunos, “la clase política”. 

En efecto, la otrora incuestionable encuesta CEP, parámetro obligado de los tomadores de decisiones de políticas y planificadores en diversos ámbitos de la vida social –educacional, ambiental, laboral, etc.-, quedó a lo menos herida en su aura de cientificidad y objetividad.


Lejos quedaron los tiempos en que el elegante y culto Arturo Fontaine Talavera hizo del CEP  el lugar de reunión de la elite empresarial y de los protagonistas de la democracia de los consensos, donde se cocinaron grandes acuerdos para mantener las bases del modelo neoliberal intactas, proveyéndolo al mismo tiempo de una mayor legitimidad a través de la ampliación del arco de posiciones políticas que lo sustentaron a fines del siglo XX. Son por lo demás, las que han hecho su reaparición y para lo cual han contado con titulares, portadas de revistas, lanzamiento de libros con biografías  y seminarios.


No es solamente que la encuesta del poderoso e influyente centro de estudios del liberalismo criollo haya sido puesta en cuestión o como algunos han supuesto, la dirección que de él ha hecho Harald Beyer, comparándolo con el abierto y tolerante Fontaine. Lo realmente cuestionado es el principio cultural por el que en los últimos veinticinco años, en lo que se denominó de modo bastante inexacto “transición a la democracia”, se erigió a la mayoría como sustituto de la soberanía popular.


En lugar de encarnar ideas de emancipación o cambio, ampliación de los derechos económicos, sociales y culturales de la ciudadanía, como incluso lo hiciera el liberalismo en la época de su pasado revolucionario, el principio de la mayoría que encarnan las encuestas y defienden los mercaderes de la opinión pública, manifiesta conformidad y su objetivo final, consciente o inconscientemente, es oponer una resistencia eficiente y tolerable a todo aquello que no lo haga. 


Es uno de los cambios culturales más importantes que se operaran durante los primeros gobiernos democráticos que sucedieron a la dictadura militar, ante el cual sucumbieron la socialdemocracia y el socialcristianismo en los noventa del siglo pasado con desastrosas consecuencias para estos sectores políticos.


Es en razón de ese cambio por el que, además, se consolida una empresa de la opinión pública, que con la presunta misión de medirla, en realidad lo que hizo y pretende seguir haciendo, es reemplazarla o decirle lo que tiene que opinar. Como la soberanía, para nuestros liberales, es en realidad la mayoría, la verdad es un promedio que se puede obtener mediante técnicas estadísticas que se transforman en un juez de la vida cultural de la sociedad. Obviamente, uno que se manifiesta frente a todas las esferas de la vida social. En efecto, hay encuestas para todo y de todos los tipos, hasta en los programas de radio y televisión.


Este nuevo poder habilitante de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo justo de nuestra sociedad que son las encuestas de opinión, siempre se inclina a favor de las fuerzas de la conservación y no del cambio.


De esa manera, lo que en principio, debiera ser el resultado de una deliberación racional de la sociedad, termina siendo el tartamudeo de las encuestadoras y los estudios de opinión. Los fundamentos racionales de los anhelos y aspiraciones de la sociedad cobran un sentido completamente irracional que ya nadie entiende. El cuestionario de la última encuesta CEP es un buen ejemplo; preguntas completamente inducidas, de una extensión incomprensible para cualquier ciudadano común, de las que se deducen finalmente unas conclusiones enteramente arbitarias, que son presentadas luego, como una “verdad”. 


Esta conversión de las fuerzas sociales y sus aspiraciones en potencias irracionales manipuladas mediante métodos científicos de medición de la opinión pública, puede derivar, como de hecho ha sucedido en el pasado, en una vuelta atrás hacia el autoritarismo y la represión. Afortunadamente, lo acontecido con la encuesta CEP indica que no es tan fácil.


De todos modos es necesario, además de las dificultades de la elite que ha hegemonizado el sistema político en los últimos veinte años para legitimar un instrumento tan importante como lo fue en el pasado la encuesta CEP, un acuerdo entre las fuerzas que están por la reforma  cultural, por una cultura de la democracia que se sustente en la soberanía popular y no en la mayoría, las estadísticas y las encuestas. 


De no ser así, el aparente triunfo de la democracia que es la consideración de la opinión pública a la hora de tomar decisiones políticas en todos los ámbitos de la sociedad, va a terminar por corroer los fundamentos racionales de la democracia e inclinándola a favor de las fuerzas reaccionarias.


miércoles, 6 de agosto de 2014

La nueva situación política

Tiempo de definiciones para la sociedad



Marinus Van Reimerswaele. El comerciante y su mujer


Una vez concluido lo que dio en llamarse el primer tiempo de la administración de la presidenta Bachelet, hubo un cambio notorio en la situación política del país. En efecto, han reaparecido en todos los medios, los protagonistas de la denominada “democracia de los acuerdos”.

Obviamente los acuerdos no son, para ellos, los que se alcanzan al interior de la coalición con la que se ganó las elecciones presidenciales; la que hizo posible elegir diputados y senadores, nombramientos en la administración pública y el aparato del Estado. Ni tampoco con las organizaciones y el movimiento social.

En efecto, como lo sugieren todos los protagonistas de la transición y la política de los consensos, son acuerdos con quienes están fuera de la coalición y se han manifestado brutalmente en contra de lo que la mayoría de los electores respaldó. Resulta francamente absurdo que quienes obtuvieron a duras penas un tercio de los votos en los últimos  comicios, emplacen a rediseñar los proyectos de reforma desde cero.

Más absurdo es, en todo caso, que considerando esa correlación de fuerzas, haya quienes supongan y postulen que son necesarias alianzas fuera de la Nueva Mayoría para darles legitimidad.

Lo lógico sería, en cambio, preguntarse cuál es el sentido de la coalición hoy por hoy y oponerle una propia respuesta. De acuerdo a lo declarado por los dirigentes de todos los partidos de la Nueva Mayoría, incluido Gutenberg Martínez quien incluso le puso fecha de término, sería la misma que el 11 de marzo de este año: la implementación del programa comprometido con la ciudadanía.  

Ese es el desafío actual de la Nueva Mayoría, tras lo cual debiesen cerrar fila todos quienes militan en los partidos que la conforman, los dirigentes y movimientos sociales interesados en las reformas tributaria, educacional, laboral, constitucional, al sistema de pensiones, dejando al mismo tiempo a los empresarios y la derecha en su posición de minoría política, social, moral y cultural.

Ello no obsta, por supuesto, a que apelando a su autonomía y en función de sus propias reivindicaciones, el movimiento social aspire a incorporar elementos a las reformas que las enriquezcan en contenido y respaldo , situación que los partidos políticos debiesen atender, expresar y procesar en el Estado y las instituciones en un diálogo franco y de respeto mutuo.

No para otra cosa fue la lucha contra la dictadura hace ya veinte o treinta años y por la cual todavía hoy se aspira a tener una democracia plena.

No es extraño, en este sentido, que las encuestas señalen persistentemente que, pese a los altos niveles de aprobación y respaldo al gobierno y la Presidenta de la República, estos mismos hayan caído en el caso de algunas de las medidas contenidas en su programa.

Eso pues las encuestas son apenas un sucedáneo de las aspiraciones y demandas más profundas de una sociedad. Son, más bien, la expresión de fuerzas que están disputando permanentemente  su simpatía y la subjetividad de hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños. Por lo tanto, es como si a través de un promedio obtenido mediante técnicas estadísticas, se expresara la capacidad de un sector determinado para influir en la opinión pública, lo que podría denominarse “el sentido común”.

Lamentablemente, a las inconsistencias y falta de convicción con las reformas de algunos sectores que no son de derecha e incluso en algunos casos, son parte de la Nueva Mayoría, se debe sumar la de quienes compartiendo que se deben realizar, han planteado tantas dudas y reparos frente a éstas, que finalmente han sido hechas aparecer por la oposición y los empresarios, como políticas sin respaldo y por lo tanto, como una posición tan débil que basta con insistir  majaderamente en su “torpeza” y falsificar su contenido, para tumbarlas a través de un par de encuestas.

Es precisamente ese espacio de ambigüedad el que ha facilitado en el último mes solamente, la recomposición o al menos los intentos, del bloque de los consensos y que hegemonizó la transición con tan buenos dividendos para los empresarios, los violadores de los Derechos Humanos que hasta la actualidad se mantienen impunes, los comerciantes de la imagen, la publicidad y la entretención masiva.

Ambigüedad que cruza todo el espectro político y de la que algunos han hecho su trinchera: comunicadores sociales y periodistas que han hecho de ella una supuesta objetividad que los erige en jueces de la política y la sociedad; intelectuales y personalidades académicas descomprometidas que se ocultan tras la aparente pureza  de sus ciencias; dirigentes sociales que transitan entre el maximalismo y la reivindicación más trivial guarecidos tras una presunta “autonomía”; y aspirantes a líder político que la usan como táctica para mantenerse siempre vigentes en las turbulentas aguas de la situación política.

El segundo tiempo de la actual administración, por lo tanto, debiera ser un período en el que se consoliden las posiciones y se confirmen las voluntades de todos los actores, políticos y sociales.

No se trata, por cierto, de ser grandilocuentes ni de radicalizar posturas; se trata simplemente de impulsar los cambios que viene demandando la sociedad desde hace tiempo -y no precisamente a través de las encuestas sino desde la calle y las urnas- y consolidar las reformas contenidas en el programa de Gobierno.