lunes, 16 de junio de 2014

Tensiones del nuevo ciclo




Los cien primeros días
René Magritte. El tiempo traspasado


Los primeros cien días de Gobierno de la Nueva Mayoría, encabezados por la presidenta Michelle Bachelet, no dejan lugar a dudas: se está cumpliendo el programa, comprometido con la ciudadanía en las últimas elecciones presidenciales y por el cual votó un sesenta y dos por ciento de los electores. Nada muy diferente a lo que haría cualquier coalición triunfadora y un gobierno electo.

¿Qué es lo que provoca, entonces, la sorpresa? Que las medidas del nuevo gobierno, en lugar de favorecer a los mismos que se vieron beneficiados por el alto crecimiento económico y las políticas públicas que prevalecieron en los veinticinco años anteriores, introduzca algunas correcciones que a lo menos mitigarían las escandalosas prebendas que ostentaron en el pasado.

En segundo lugar, que las políticas públicas ya no son el resultado de la opinión de los expertos, de la academia y la tecnocracia; sino de las necesidades efectivas del país y las demandas de la ciudadanía.

Pese a la suposición inicial de algunos, en este sentido, las reformas contenidas en el programa de la Nueva Mayoría, se plantean cambios efectivos. Por todo lo dicho hasta aquí, parece una afirmación innecesaria. Pero para destacadas personalidades académicas, y también para algunos dirigentes sociales, como el programa no se plantea los cambios de fondo –o como se dice vulgarmente, estructurales-, en realidad no se plantea ninguno efectivamente. 

Es un razonamiento muy simple que elude, la discusión política efectiva, que consiste en adoptar una posición a favor o en contra de las tareas políticas del momento actual a la espera de que se realicen las reformas definitivas.

También que, en estos cien primeros días, se ha movilizado una sociedad civil más vigilante y que exige el cumplimiento de las promesas de campaña. No hay nada de anormal tampoco en este fenómeno o no debiera parecérselo a nadie, excepto por lo conservadora de nuestra transición, en que la política fue monopolizada por dos coaliciones de partidos y resuelta en una institucionalidad claramente ilegítima y según algunos destacados constitucionalistas, hasta ilegal. 

Por lo demás, a cada nuevo paso que se da, queda claro que el modelo está tan pero tan bien entrabado, que cada reforma plantea un nuevo desafío. Porque una lleva a otra, para que sea efectivamente completa; porque es necesario realizar una previa que la posibilite o incluso porque en la misma medida que se realizan, se va haciendo evidente que los cambios son realizables.  Las propias exigencias de la ciudadanía, en el marco de una creciente apertura política y unas esperanzas de cambios efectivos, las hacen cada vez más necesarias. 

Entonces, los nostálgicos de la política de los consensos, en estos cien días, han creado la imagen de un gobierno ideologizado y odioso, presa de un prejuicio para con la empresa privada; o ignorante y chapucero a la hora de elaborar políticas y que envía al Parlamento malos proyectos de ley; luego, un gobierno y una coalición sectarios que no están dispuestos a negociar con nadie ni a escuchar ninguna opinión para “mejorar” esos “pésimos” proyectos. 

Luego, anuncian las penas del infierno para el país, por haber osado elegir un tan mal gobierno. Las expresiones de algunos personeros de los partidos de su coalición, de una radicalidad verbal que desentona con las prioridades y énfasis de su programa, no ayudan mucho en este sentido. Quienes se oponen a la realización de las reformas comprometidas en el programa de gobierno, en cambio, sólo hacen su trabajo usando toda clase de argumentos que van desde los ideológicos a los políticos y los académicos y los técnicos. 

Se va haciendo cada vez más evidente, además, que el control de los medios de comunicación de masas por parte  de los sectores opositores al programa de la Nueva Mayoría, es uno de sus mejores recursos. Es cosa de ver los titulares; o escuchar las noticias todas las mañanas. Cuánto tiempo no deben gastar ministros, presidentes de partido y parlamentarios oficialistas, en desmentir estos titulares como si los propios medios y sus editorialistas fueran sus adversarios; o los argumentos de la oposición, en lugar de explicar el contenido efectivo de sus políticas.

Las fluctuaciones en las encuestas de opinión dan cuenta de este fenómeno. Probablemente el único del que pueden dar cuenta con objetividad. 

Además, ese pretendido periodismo “objetivo” o “neutral” que se erigió en el atalaya sobre el que algunos comunicadores cimentaron su fama e influencia, comienza a quedarse cada vez con menos espacio. Ello, porque en estas circunstancias, esa pretendida neutralidad es insostenible. Pero en lugar de inclinarse a favor de los cambios que se están realizando, se hace cada vez más conservador. Lo más curioso, es que los maximalistas de la academia tuvieron en el pasado, y la siguen teniendo, amplia tribuna en estos medios. 

Ciertamente se debe avanzar mucho todavía en materia de diálogo y consulta al pueblo y sus organizaciones en la elaboración de política social. Llegará el día, más temprano que tarde, en que también se lo haga para las reformas políticas  y especialmente en lo que dice relación con el cambio constitucional. 

Es precisamente en el diálogo y la consulta permanente al pueblo, donde mejor pueda el gobierno y su coalición combatir la  ignorancia y la desinformación, probablemente su peor adversario en estos momentos. De  todas maneras, eso no obsta a que se emprenda la tarea de elaborar una política de comunicaciones y cultura; es aquí donde está el núcleo de las tensiones del nuevo ciclo.

En efecto, la sorpresa que han provocado estos cien primeros días, en que se ha usado toda clase de metáforas –como la del “frenesí legislativo”, ”la retroexcavadora”, “estatización de la educación”, etc.- es indicativa de un cambio cultural, al que la  UDI  y  también Carlos Larraín, ex presidente de RN, han sido particularmente sensibles.

Se trata de una reacción de clase completamente predecible.