domingo, 20 de julio de 2014

Armando Rubio Huidobro







Debería hacerse un homenaje a Armando Rubio. Probablemente sólo un grupo de amigos íntimos y todavía menos probablemente, un más pequeño grupo de admiradores de su obra poética, sus apuntes en prosa, sus cuentos y diarios escritos en hojas de cuaderno y mecanografiados en máquinas de escribir, que a estas alturas les deben parecer a muchos piezas de museo, excepto a los que alguna vez, no hace muchos años, las usaron para hacer trabajos en el liceo o la universidad.

Armando Rubio es un poeta ochentista. Muy de su época, muy contemporáneo de la dictadura militar, casi pegado al régimen, como todos los que tuvimos la desgracia de crecer en la década del setenta. Tiene un tono opaco o tratando de hacerle justicia, se podría decir más bien de una tristeza brillante de empleado público cesante o de alumno adolescente de liceo fiscal, de chaqueta azul pizarra, sin solapas, pantalón gris con raya al medio y zapatos negros. 

Un pájaro raro entre tanto antipoeta de los ochenta –como señala Jaime Quezada-, tiene a la distancia un aura de tragedia desconocida, que le da el aspecto de un poeta recién llegado de provincia, aunque él mismo fuera santiaguino de pies a cabeza y amara a la ciudad quizás más que nadie. 

Pero es que en esa época, fines de los setenta y comienzos de los ochenta, Santiago era como un pueblo de provincia, aunque lo parezca sólo a la distancia y producto del desarraigo de los últimos veinte o veinticinco años, en que se transformó casi en una sucursal de Disneyworld o Miami. Entre la ciudad pobre y la ciudad bananera, Rubio sobrevive y sobrevivirá por siempre como un cronista del Santiago que estaba por morir o que estaba muriendo bajo la suela de los militares, igual que muchos hermanos y hermanas, amigos y novias, compañeros de liceo o de la facultad recientemente clausurada.

No hay que olvidar nunca que la facultad de ciencias sociales, en la que estudió Rubio un tiempo, fue cerrada por la dictadura por esos años o que el Instituto Pedagógico, en el que estaba la facultad de periodismo en la que estudiaba al momento de su muerte, fue separado de la Universidad de Chile por la Ley General de Universidades en 1981, ley que todavía no ha sido derogada y que impide la participación de los funcionarios no académicos y los estudiantes en la elección de autoridades unipersonales y participar de los organismos colegiados de Gobierno Universitario.

En fin, Rubio trasunta esa atmósfera triste y decadente. La identidad propia como depositaria y víctima -a veces inconsciente, a  veces rebelde- de la represión y el desarraigo de los años del boom y el apagón cultural. La autoimagen del desempleado o del transeúnte en tiempos del toque de queda; la decadencia y el oscurantismo de la moral de regimiento contrastando con el falso oropel de la empresa privada.

Todo ello hace que su poesía sea hoy en día necesaria; porque no debemos olvidar de dónde venimos. El poeta, el verdadero poeta, como dice su hijo, el también poeta Rafael Rubio, siempre habla de la contingencia, pues no hay temas más universales que los de la contingencia: No olvidar que el Chile globalizado y “moderno” de hoy, se formó en esos años terribles en que Rubio vivió, escribió, conversó con amigos un café en Los Cisnes, recitó en peñas y festivales, en la SECH, en la ACU y en las facultades controladas por rectores delegados y decanos militares.

La poesía íntima, gentil, citadina y sin complicaciones retóricas ni formales de Rubio, es casi una poesía contra la estetización. Una que habla de hombre a hombre, que no tiene pretensiones de universalidad ni trascendencia transhistórica; la poesía de un ciudadano del Santiago de los años ochenta, más exactamente del pedagógico de los años ochenta, hablando de sí mismo y del tiempo en que le tocó vivir.

Los que entonces éramos muy niños y leíamos la revista La Bicicleta que compraban nuestros hermanos mayores y donde por primera vez lo leímos, le debemos un homenaje, que quizá no pase de ceremonia familiar, íntima. Pero necesaria.

martes, 15 de julio de 2014

El segundo tiempo



El segundo tiempo o el riesgo de la profecía autocumplida

Ben Shahn. La pasión de Sacco y Vanzetti



Una vez cumplido el plazo de cien días autoimpuesto para llevar a cabo las primeras cincuenta medidas de su programa, comienza la etapa de despliegue de una nueva manera de ejercer el gobierno. Los primeros cien días estuvieron marcados por el impulso inicial de su agenda. 

Se instalan, además, los temas laborales, entre ellos, el multirut, algunos puntos del código del trabajo y al sistema previsional concluyendo con el acuerdo por el salario mínimo entre la CUT y el gobierno. Del mismo modo, la discusión acerca de la reforma al sistema electoral binominal, empieza a ocupar un lugar cada vez más destacado y hasta la UDI, el cancerbero de la institucionalidad pinochetista, se ve en la obligación de entrar al ruedo. 

Incipientes movilizaciones lo caracterizaron también. En éstas se confunden expresiones de protesta contra el modelo, motivadas por los efectos que ha tenido en cuanto a desigualdad, deterioro de los servicios, exclusión, autoritarismo, mercantilización de la vida social, con reivindicaciones específicas. Todo ello, favorecido por unas expectativas de cambios efectivos y apertura política, producto de la derrota de la derecha en las elecciones, el programa del gobierno electo y la legitimidad del movimiento social y la lucha de masas como parte del ejercicio de la democracia.  

Todo esto hace que la situación nacional sea muy diferente a los últimos diez años del siglo pasado y los primeros diez del presente. Obviamente, esta nueva situación, aún sin ser la caída definitiva del modelo –como augurara optimistamente un conocido sociólogo el 2011- impone nuevas tareas al sistema político y a la sociedad civil. 

Como era de suponer, esto motiva la reacción de la derecha y los empresarios, los que usan toda su potente red de medios de comunicación, para desacreditar las reformas impulsadas por el nuevo gobierno y la coalición que lo apoya. 

A partir de ahora, a la fuerza y empuje del gobierno en estos primeros cien días, los sectores conservadores le oponen una reacción más inteligente que es una mezcla de intransigencia en la defensa de principios del modelo y búsqueda de acuerdos en torno a cuestiones muy precisas del programa. 

Buscar los intersticios, las  coyunturas y actuar sobre ellas, machacando majaderamente hasta conseguir una inflexión. En este sentido, la reedición de la política de los consensos, como muchos han temido que suceda en el futuro, depende de varios  factores. 

En primer lugar, la unidad de la Nueva Mayoría. El eje de dicha unidad, como lo han repetido  muchos dirigentes de los partidos oficialistas, es el programa comprometido con la ciudadanía. No más que eso. Ni menos tampoco. Pero evidentemente, el programa es la expresión de las capacidades del movimiento social y de los partidos políticos que lo conforman para darles una orientación.

Es precisamente en las fracturas de la coalición y aunque de otro modo, también de esta con la sociedad civil, que la derecha y el empresariado actúan buscando llevar agua a su molino. Una fórmula antiquísima de hacer política y respecto de la cual no hay más antídoto que la unidad. 

Observar cómo se resuelva esta situación es adoptar una posición política bastante cómoda y por supuesto muy conservadora, que de pasada le da una aire de superioridad moral a quien observa para poder decir luego, “…echo de menos que la Nueva Mayoría no adopte una posición más rupturista y de cambio más radical…”Cuando no para acusarla luego de traicionar al movimiento social. 

Por esta razón, un entendimiento de todos los sectores de izquierda y que fueron opositores a Piñera, tanto dentro como fuera de la Nueva Mayoría, es urgente y necesario. No se trata solamente de reeditar, como ha sido sugerido últimamente, el arco de fuerzas políticas que derrotaron a Pinochet en el plebiscito. Han pasado ya casi treinta años desde entonces y la realidad nacional ha cambiado lo suficiente como para que el sistema de partidos y las coaliciones que le dan forma, expresen estos cambios. 

En tercer lugar, un despliegue mayor en el movimiento social y una relación de este con el gobierno, de nuevo tipo. En este sentido, llegó la hora probablemente, de que los partidos y colectivos políticos actúen sin tantos complejos trabajando por el desarrollo de las organizaciones sociales, respetando su autonomía –que por lo demás, no se resuelve en sus estatutos ni en las declaraciones de principios de las organizaciones políticas-, sin renunciar a su derecho y su responsabilidad de proponer horizontes de cambio global.

Un movimiento social que lucha por sus reivindicaciones, que exige el cumplimiento de las promesas de campaña y que también se moviliza para respaldar la acción del gobierno, es también un movimiento de nuevo tipo del que debe hacerse cargo el progresismo. 

Las reformas políticas, asimismo, se hacen cada vez más urgentes porque la institucionalidad pinochetista se encarga de ahogar y contener la democracia perjudicando de pasada a todo el espectro político. En efecto, por una parte limita la competencia, el surgimiento de nuevos partidos; amputa brutalmente su representatividad e induce artificialmente, instrumentalmente, el entendimiento entre sectores muy diferentes. 

En resumidas cuentas, la reedición de la política de los consensos no depende única y exclusivamente de las intenciones y capacidad de los sectores conservadores que en los veinte o veinticinco años anteriores, hegemonizaron el sistema político. Hay nuevas realidades que dificultan que esto suceda; cambios en la composición  de las coaliciones; un movimiento social más activo; nuevos liderazgos a nivel político que han surgido de éste; un recambio generacional; etc.

Pero eso no quiere decir que no pueda suceder. Como todo en la historia y la política, eso depende de la acción; de la práctica de todos y todas quienes están comprometidos con la democracia,  la justicia social, sea desde el movimiento social o las organizaciones políticas.



viernes, 4 de julio de 2014

Que hay tras la defensa de la clase media



La defensa del sentido común o el dilema de la clase media

Georg Grosz. Los pilares de la sociedad







La clase media es hoy por hoy, el sector de la población más defendido y según algunos, también el más golpeado por los cambios que se ha propuesto el nuevo gobierno y especialmente, por su política educacional.
Desde el término de la dictadura, lo plantean incansablemente los liberales de todas las especies y denominaciones, la pobreza bajó de poco más de un cuarenta por ciento de la población a menos de un veinte, ello medido por su posibilidad de acceder a los bienes y servicios propios de una sociedad moderna. Toda una proeza que supuestamente habría dejado a nuestro país entre los más modernos de América Latina y a las puertas del desarrollo.
En principio, se trataría pues de un grupo social formado en los años noventa; definido fundamentalmente gracias al acceso de amplios, cada vez más amplios, segmentos de la población a la posesión de dichos bienes y servicios. Culturalmente es esta “posibilidad de poseer”, lo que caracteriza a la llamada “clase media”. 
Sin embargo, el paso de la posibilidad de poseer a la posesión efectiva, es el resultado de una serie de acciones entre las que se van desarrollando comportamientos habituales y valores que conforman un “sentido común” que le permite interactuar y relacionarse con su entorno material, social y cultural. Por consiguiente, este sentido común “de clase media”, como los de cualquier otro segmento social, ha sido lentamente modelado por las interacciones de este grupo con su entorno; es decir por su relación con lo real, incluyéndose a sí mismo.
La sistematización que de éstas han hecho las ciencias sociales y es presentada luego por los medios de comunicación de masas, es lo que se denomina corrientemente “la clase media” y lo que la legitima y la convierte en objeto del discurso público. Finalmente la imagen que tiene de sí misma es precisamente su resultado final.
Pero para que semejante fenómeno fuera posible, fue necesaria una profunda transformación de la sociedad como totalidad; no solamente de la subjetividad y el sentido común.  Y aunque, efectivamente, la “clase media” surgió y se desarrolló en los años noventa, los cimientos –como se dice vulgarmente- “estructurales” de su constitución como tal, son muy anteriores.
La privatización de los servicios y la venta de empresas del Estado durante los años ochenta y noventa, así como la introducción de los métodos de administración de la empresa privada en el sector público durante los años de euforia neoliberal. Todos ellos, factores que se  hallan a la base de unas nuevas relaciones sociales basadas en la interacción de los individuos en el mercado o dicho de otro modo de estos como individualidades abstractas.
Para poder llevar a cabo todo esto, fue necesaria antes la demolición del movimiento sindical por medio de la persecución, el exterminio físico de dirigentes obreros y militantes de partidos de izquierda.
El código del trabajo de Piñera y Pinochet, además de transformar las relaciones laborales favoreciendo a los empleadores, intentó destruir cualquier vestigio de de identificación con otros; de solidaridad de clase. En efecto, por una parte legitima políticamente y le da certeza jurídica a la superexplotación de la mano de obra, por medio de la  negación  del derecho a huelga y la negociación colectiva pero para ello era necesario desarticular los vínculos entre pares,fomentando la atomización y debilitamiento de los sindicatos.
Esta, fue una segunda etapa de esta transformación de los trabajadores en individualidades sin vínculos con otros y de esa manera en meros consumidores, que es por todo lo dicho hasta aquí, lo que define a la clase media.
Especial relevancia tuvo también, la desarticulación del Sistema Nacional de Educación, obra republicana de todo un siglo, por medio de la municipalización de la educación escolar y su financiamiento por medio del voucher o Unidad de Subvención Educacional, gracias a lo que floreció la industria de la educación particular subvencionada. Sólo gracias a estas dos reformas de la dictadura, desde mediados de los años ochenta, el sistema escolar pasó a ser un mercado de servicios en el que subsiste, a duras penas, un segmento de educación pública –como se decía corrientemente en los noventa y como todavía hoy repiten muchos- “para los pobres”.
Gracias a este principio de la política educativa, según el cual la educación pública es la educación de los pobres, ésta se transformó en un servicio focalizado y no una política de Estado, que es como la conciben, la planifican, la implementan y la evalúan todos los países democráticos, por muy liberales sus sean sus gobernantes.
Desde este punto de vista, es lógico que la reforma educacional ocupe un lugar tan importante en el programa  de la Nueva Mayoría y el gobierno de la presidenta Bachelet. Resulta obvio también que la derecha y los empresarios de la educación, por lo tanto, reaccionen con tanta radicalidad en contra de dicha  reforma.
Es simplemente que el conjunto de políticas planteadas por la coalición gobernante ponen en cuestión una parte de los fundamentos sobre los que se constituyen comportamientos que conforman los valores de una sociedad donde priman los intereses privados –o individuales- por sobre los públicos –o los de toda la sociedad-.  
Entonces, ¿es realmente a la clase media a quien golpean las reformas?
Tras toda la retórica de los dirigentes políticos que dicen estar preocupados de la clase media, lo que hay es la defensa a todo evento del sistema neoliberal que no es otra cosa que el entramado que le da sustento a intereses de clase y los convierte finalmente en la cultura dominante.
No se trata entonces de la mera defensa del modelo neoliberal y la privatización de la educación lo que se oculta tras la defensa retórica de la clase media. Es el sentido común dominante que no es otra cosa que la ideología que sustenta un ordenamiento de clase. El sentido común o lo que podría llamarse el sentido común de la clase media de la que todos dicen estar preocupados, no es otra cosa que la ideología dominante o la concepción de mundo de las  clases dominantes de la sociedad.
Un estilo de vida que se ha ido conformando como resultado de la destrucción del movimiento social y sindical; la reducción de la ciudadanía a una comunidad de consumidores; donde el individualismo y la competitividad han sido elevados a la categoría de principio fundamental de la cultura.
Entonces, no estamos sólo ante la defensa de unos principios de política social o de la política pública, como les gusta decir a los liberales. La batalla o la supuesta batalla por la defensa de la clase media es además una confrontación política en que la derecha, aprovechando eso sí el enorme capital que es su posición de dominio en el campo del sentido común, se apresta a constituir un movimiento de masas que de sustento material y social a su política de defensa de los intereses de las clases dominantes o hegemónicas de la sociedad y le permita plantearse la posibilidad de disputar la conducción del gobierno el 2017.

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