martes, 21 de abril de 2015

Los intelectuales y la política en el Nuevo Ciclo

John Bratby. El inodoro









En Chile las noticias sobre corrupción, sobornos, campañas financiadas en forma fraudulenta, tráfico de influencias y uso de información privilegiada, indignan a la opinión pública y sacuden, y lo seguirán haciendo, al sistema político. Ha sido objeto de debates, comisiones, editoriales y encuestas.

Lo que quedó en evidencia, primero por el denominado caso Penta, luego por SQM, y también por el caso CAVAL, son las promiscuas relaciones entre la empresa privada y la política. Se trata de una trama en que los negocios no solamente aparecen como un acompañante indeseado sino como un complemento necesario y hasta como una suerte de padrino. 

No se trata, sin embargo, de un problema moral; es un problema político y las actitudes y las maneras de enfrentarla, que al respecto asuman todos los interesados –partidos, organizaciones sociales, instituciones, medios de comunicación y ciudadanos de a pie- serán también políticas, aun cuando se engalanen de argumentos morales y seudofilosóficos y pretendan neutralidad o intenten mantenerla, bajo el hipócrita supuesto de que en eso consiste la objetividad y que en esa supuesta objetividad radica la tolerancia y el principio de la diversidad política y cultural.

El Mercurio, por ejemplo, rasga vestiduras por la probidad y plantea que esto afecta transversalmente al sistema político, de derecha a izquierda. Si son todos responsables, nadie lo es. Una bonita manera de exculpar no solamente a los directamente involucrados -en este caso, candidatos parlamentarios que financiaron sus campañas mediante recursos obtenidos a través de fraudes tributarios- sino a los que financiaron en forma fraudulenta esas campañas y los intereses que tenían para hacerlo.

Obviamente, al respecto ni El Mercurio ni la UDI se pronuncian porque para ellos no es ese el problema en tanto defienden las mismas posiciones e intereses. La derecha y los medios controlados por los grandes consorcios informativos y transnacionales de las comunicaciones, solamente defienden la supuesta “objetividad” que ha prevalecido en los últimos treinta años y que ha permitido a un pequeño número de empresas y grupos de interés conservador hegemonizar la sociedad. No la honestidad, la probidad y la rectitud en el ejercicio de la política con la que hacen gárgaras.

Pero la siutiquería y el arribismo cultural lo asume como si esa objetividad fuera del interés de toda la sociedad y como si los valores sobre los que descansa y que se hallan puestos en cuestión lo fueran también. Por lo tanto, reclaman liderazgo y consensos para salir de esta crisis que, supuestamente, nos afecta a todos como país.

Lo único que nos afecta como país, es que un grupo de empresas nacionales y transnacionales controle nuestras vidas y que para ello cuenten con partidos políticos y parlamentarios financiados para defender sus intereses haciéndolos pasar como los de toda la Nación y como si sus prácticas corruptas fueran un problema de todos. Ello avalado, facilitado y protegido por una institucionalidad política hecha precisamente con el propósito de que esto sea posible. 

Los que tienen el problema son los que han incurrido en prácticas fraudulentas e ilegales aunque las consecuencias las pagamos todos. En ese caso, sólo en ese caso, se podría afirmar que estamos ante un "problema país”. 

Son los valores de una clase, las prácticas mediante las cuales obtienen el favor político -“la vista gorda” y “la manga ancha”- los que han sido elevados a la categoría de objetividad, de valores de toda la sociedad y su bancarrota, los que se presentan como un "problema país". 

Entonces, con una ingenuidad que raya en el conservadurismo, hay quienes se afanan en la denuncia de estas prácticas reñidas con la moral como un problema “del sistema” o de "la clase política". Pero ¿quiénes son los responsables? ¿Cuáles sus motivaciones? ¿Cuáles las consecuencias políticas de estas prácticas? Tampoco hay respuestas o en el mejor de los casos, son tan genéricas que no afectan a nadie. Una posición que, probablemente con muy buenas intenciones, termina por pavimentar el camino a la impunidad más grosera, para que nada cambie y esto se repita en el futuro mientras vivamos en una sociedad de clase como la actual. 

Por los mismos días que se conocían nuevos antecedentes en esta trama, morían Günter Grass y Eduardo Galeano. Dos intelectuales que no se dedicaron a pontificar acerca de la moral y las buenas intenciones, sino que se comprometieron políticamente con su tiempo. 

No fueron conciencias críticas de la Nación ni creadores de la "forma bella" porque no estaban por sobre la sociedad. Eran hombres de carne y hueso, hombres reales que en tanto tales, adoptaron posiciones políticas frente a la coyuntura y actuaron conforme a ellas y a su compromiso político, no motivados por la supuesta pureza ética del intelectual, o la neutralidad del “tolerante”. 

Fue, precisamente, lo que les valió persecución, censura y exilio o en el caso de Grass distorsión, soledad y reprensiones, por parte de los mismos que rasgan vestiduras sin comprometerse con su tiempo o haciendo la vista gorda frente a las violaciones a los DDHH en medio oriente o a las minorías étnicas en Europa.

Los intelectuales obviamente que van a ser inmunes a la crítica mientras estén parapetados tras la bella forma, tras la pseudoobjetividad del neutral, del “esto o aquello”. No son esos los artistas, los comunicadores, los escritores, ni los intelectuales que necesitamos. 


Los tiempos están cambiando; el país está cambiando y acontecimientos como los casos CAVAL, PENTA, SQM y los que todavía pueden venir en el futuro, son sólo una demostración de la decadencia de la sociedad neoliberal de los últimos treinta años, sus últimos estertores . Frente a ello es que los artistas y los intelectuales están llamados a tomar posición so pena de permanecer en la intrascendencia y la inutilidad. 

jueves, 9 de abril de 2015

La política en el Nuevo Ciclo


Ben Shan. Desempleados


El problema principal para una política de izquierda en lo que ha dado en llamarse “el nuevo ciclo” es cómo involucrar a las masas en ella. Si algo la caracterizó en el período anterior, fue precisamente lo contrario. Ello no sólo se expresaba en altos niveles de abstencionismo y baja inscripción juvenil en los registros electorales, sino también en la baja tasa de sindicalización; el alejamiento de los partidos políticos del movimiento social; el carácter esporádico y desarticulado de las movilizaciones de masas. En fin por un desinterés generalizado y permanente por los asuntos públicos.

Todo el entramado institucional, partiendo por el sistema electoral binominal y la ley de partidos políticos, actuó y lo sigue haciendo, en este sentido de alejar a las masas de la actividad política.

Pero también las normas de la dictadura que no han sido derogadas y que se refieren a la regulación de las relaciones sociales, principalmente el Código del Trabajo. En el caso del movimiento estudiantil, la norma que prohibía la participación de los estudiantes en la elección de autoridades unipersonales y en los organismos colegiados de gobierno universitario o la que regula el funcionamiento de las organizaciones vecinales y territoriales y los gobiernos comunales.

Este alejamiento de la ciudadanía de la actividad política, redunda en una falta de control social sobre los actos de autoridades y representantes en el sistema político y el que, consecuentemente, ésta quede a merced de quienes tienen poderosos intereses para hacerlo y los recursos necesarios como para ello.

El resultado  está a la vista hoy por hoy: comportamientos arbitrarios, tráfico de influencias y uso de información privilegiada en la realización de lucrativos negocios; pago de coimas por parte de las grandes empresas a parlamentarios y autoridades de gobierno. En resumidas cuentas, el control del dinero y los poderes económicos sobre la actividad política, esto es la captura por parte del gran empresariado de la actividad pública por autonomasia, esto es la política y los asuntos del Estado.

Es esta probablemente la situación a la que se refería León Trotsky en su monumental Historia de la Revolución Rusa, cuando parte afirmando que salvo en una situación revolucionaria, esto es, en una situación en que el orden jurídico, político, social y económico de un Estado se hace insoportable para las masas, éstas no participan en política.

Sólo entonces, según Trotsky, dichas masas la toman en sus manos. En los períodos de desarrollo normal, en cambio, la política -dice- la hacen “sus representantes profesionales”: monarcas, parlamentarios, ministros, periodistas. “Han de sobrevenir condiciones completamente excepcionales –dice Trotsky- , independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección”. Frase épica, cargada de optimismo revolucionario pero que plantea un problema.

Evidentemente, es una crítica de Trotsky a la forma en que se desarrolla la política en Estados autoritarios y burocráticos y a ciertas formas de la democracia representativa. Se trata de una concepción de la política en que ésta consiste en una actividad que está sobre la sociedad.

Es una descripción, sin embargo, que deja en la nebulosa los mecanismos mediante los cuales el pueblo pasaría a tomar los asuntos políticos en sus manos. Entre la transformación estructural de la sociedad y los períodos de desarrollo normal, aparentemente, no habría nada, excepto la actividad política, de la cual las masas, el pueblo, la ciudadanía o como se le llame, seguirá siendo un mero espectador.

Para que la izquierda sea una real alternativa de masas, sin embargo, lo que se necesita es hacer una política de masas, en el sentido de que sea una política realizada por miles, por millones de personas, de trabajadores y trabajadoras, de jóvenes, de pobladores, etc. Esto es, que se pongan en movimiento, en función de ciertos objetivos democratizadores y con un sentido de cambio social, que es precisamente lo que intenta explicar el factor subjetivo y la apelación a la voluntad, la preocupación primordial de Lenin y más tarde de Gramsci.

Si como decíamos líneas antes, la característica principal de la política en el período de la “transición a la democracia”, fue el divorcio entre la sociedad civil y el Estado, la política entonces fue un asunto de especialistas. Primó una “política de cuadros” –de una alta especialización técnica además-, que las masas sólo debían refrendar en las urnas cada tanto, por lo demás bajo una institucionalidad política que consagraba este divorcio como una situación normal y hasta deseable.

En ciertas circunstancias, se pudieron generar hechos políticos e incluso, haber disputado el poder o un pedazo al menos. Pero eso no significa por sí mismo un cambio social. Tal vez un cambio político, que es lo que pasó después del plebiscito de 1988. Pero no hay un cambio social efectivo porque la política no la hacen las masas o como se dice actualmente, el movimiento social, sino cuadros técnicos y políticos, que además no necesariamente son militantes de los vilipendiados partidos sino que podrían ser también activistas de las ONG’s por ejemplo, de fundaciones y centros de estudio que hicieron de las asesorías a organizaciones sindicales, ambientalistas, de género, salud social, educación popular, etc. una manera de hacer política “de masas”.

En el extremo opuesto, está lo local. En este concepto de lo local, no solamente se encuentra incluido lo territorial, sino también lo sectorial, lo gremial y lo corporativo y en sus versiones posmodernas los temas emergentes como se les denominó en el período anterior, el de los años de la globalización neoliberal, como las identidades culturales y de género, el medioambiente, etc.  Eso tampoco logró ni lo va a hacer ahora -salvo ocasionalmente- involucrar a las masas en la política, y ha servido sólo para terminar por no tener nada que ver con  lo real, siendo como decían los filósofos idealistas "un alma pura".

La izquierda todavía se mueve entre esos extremos. Las elecciones municipales van a ser un momento trascendental respecto de estas definiciones. Tras la aprobación de la reforma del sistema electoral binominal la elección de concejales, la única con sistema proporcional, va ser un buen predictor del peso real de cada partido y por lo tanto, de cuántos escaños en el Parlamento debiera ocupar. En ella se van a conjugar entonces las cuestiones “locales” con  las visiones globales de sociedad que representan.

Los proyectos de sociedad son las que a partir de entonces debieran empezar a ponerse a la orden del día. El punto es que pensar que ese es un asunto de los especialistas, de los cuadros políticos en este caso, nos va a dejar en el mismo punto o podría hacerlo, que una vez terminados los períodos de la Concertación. Dejar, en cambio, que las luchas sociales evolucionen solas desde lo local porque los cuadros políticos, los funcionarios de partido, los burócratas del Estado y el aparato público y las ONG’s  lo que hacen es "ahogar la iniciativa de las masas", es como para quedarse esperando mientras el gran empresariado sigue hegemonizando la sociedad, buscando un relevo de tipo populista o autoritario, manipulando conciencias a través de las cadenas informativas y los medios de comunicación de masas.

Mientras tanto, la implementación del programa de gobierno debiera ser el elemento movilizador no sólo de los partidos políticos de la Nueva Mayoría, sino de todos los  sectores interesados en el cambio social, sean militantes o no de partidos políticos, funcionarios del Estado o dirigentes sociales. El poder del dinero y su hegemonía en el sistema político no se combate rasgando vestiduras por la  probidad y señalando a los corruptos o como la derecha ha querido hacernos creer, pensando que es el defecto de una presunta clase política -constructo ideológico mediante el cual todos son responsables y por lo tanto nadie lo es. Se hace comprometiéndose políticamente a favor de las transformaciones y construyendo una fuerza política y social suficientemente amplia como para hacerlas triunfar.