miércoles, 24 de junio de 2015

Voluntad, autonomía y política cultural

Alberto Giacometti. Diego, 1953





Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de unas formas de relacionarse los seres humanos entre sí y cómo en estas relaciones van estableciendo ciertos principios que les sirven para orientar su propia vida, que es una vida social.


Por consiguiente, estamos hablando además, de una “moral”. Ello, en el sentido de una concepción del mundo y unos valores que le dan consistencia a un grupo social porque le ayudan a entenderlo, a relacionarse con él y entre sus miembros, a modelarlo y en este proceso, modelarse a sí mismo como grupo.


Los valores que inspiran a una sociedad, por lo tanto, no son el resultado estadístico de la reunión de los valores individuales.


No se trata, en efecto, de principios abstractos que se pueden vivir supuestamente en la soledad de una conciencia divorciada de lo social. Ni los valores –sean éticos, estéticos, o políticos - ni la cultura son el promedio de las conciencias individuales pues éstas se van formando juntas y en la relación que establecen entre sí.


Para la concepción dominante en la actualidad, sin embargo, la cultura es una suerte de núcleo irreductible, inmodificable, que consiste en un repertorio de valores ya dados a hombres y mujeres, anteriores a su propia acción y sobre los cuales sólo es posible escoger entre “esto o aquello”.


Es la razón para que las encuestas y los estudios de opinión se convirtieran en jueces irrefutables de la sociedad y actúen como potencias determinantes de la política y la cultura.


La popularización de una versión vulgarizada del pensamiento de Antonio Gramsci, tuvo hondas repercusiones en el pensamiento de la izquierda, desde los años ochenta en adelante y ello en la legitimación de esta concepción de la cultura.


En efecto, para esa concepción vulgar la cultura y la moral -que en el pensamiento de Gramsci son el resultado final de toda acción política y de la lucha de clases- son una suerte de esencia trascendente que orienta las acciones de un grupo social. La lucha política por lo tanto, la lucha entre dos sistemas de valores opuestos y no la disputa por el poder.


Cuando para Gramsci son la cultura y la moral la expresión de diversas formas de concebir el mundo y las relaciones entre los seres humanos a partir de su diversa posición frente al poder y la sociedad –esto es, frente a otros grupos y clases sociales - y no un posicionamiento de los seres humanos frente a la sociedad a partir, originariamente, de aquellos valores que conformarían la cultura.


Para la concepción popularizada de Gramsci en el último tiempo -hegemónica en el campo de la izquierda hasta hoy- la lucha política consiste, pues, en una disputa entre conservadores y liberales, entre demócratas y autoritarios, entre racionalistas laicos y fundamentalistas religiosos, entre progresistas y reaccionarios.


De esa manera, la política se fue convirtiendo desde fines de los ochenta del siglo XX en una esfera cada vez más separada de la sociedad real y en el hiperuranio del poder, en el que incluso tratándose de enormes movilizaciones de masas, éstas no lo hacen en torno al poder político sino en función de esas ideas, supuestamente autónomas, trascendentes y objetivas.


La política, entonces, llegó a no tener nada que ver con lo real y a no materializarse por consiguiente, en ninguna reforma cultural, que era la promesa de la transición y a dejar las cosas casi intactas en relación a como las dejó la dictadura.


La política dominante de la transición de hecho –incluyendo a un segmento importante de la izquierda-, postuló que menos Estado iba a traer aparejado el despliegue de la iniciativa de más sociedad civil, más autonomía, más libertades individuales y colectivas. Pero a lo que hemos llegado es más control, exclusiones y desigualdad. Más dependencia de los consumidores al control de las empresas; menos poder de negociación de los sindicatos; más concentración de la riqueza y de los medios de comunicación; incluso menos posibilidades para elegir.


O sea todo lo contrario de lo prometido entonces. En resumidas cuentas, menos sociedad civil.


Y lo que ha traído aparejado esta pérdida de libertad y autonomía del individuo, pese a la promesa liberal -la “agenda liberal” como la llamaban algunos durante los gobiernos de la concertación- es un deterioro de la voluntad, de la iniciativa individual, y por cierto, también la colectiva, en el capitalismo actual.


Por paradójico que parezca, es supuestamente la libre iniciativa individual el fundamento de la vida social para la cultura dominante; y sin embargo, lo que menos hay es libertad individual y acción intencionada. Esta se limita a la libre elección de las posibilidades que aquella ofrece.


Esta capacidad de elección está limitada además -según reconocen los mismos liberales- por el acceso a la información y las posibilidades disponibles en el mercado (que en el neoliberalismo puede ser de cualquier cosa). Pero ello, a su vez, está limitado por la desigualdad inherente del sistema, que es una característica esencial de tipo de subjetividad diversa de la concepción antropológica dominante en la actualidad, supuesto fundamento de la competencia y por lo tanto de la creatividad y la iniciativa.


Es decir, las asimetrías de información de las que se quejan los liberales como causantes de la desigualdad, la exclusión y las asimetrías de poder y por lo tanto, la causa de la pérdida de libertad y autonomía individual, proviene de la misma concepción antropológica del liberalismo y de la naturaleza del mercado que actúa como su estructura determinante en última instancia.


Es esta situación la que provoca una suerte de inacción o falta de iniciativa que el posmodernismo postulaba en el conocido tópico de la “desaparición de los sujetos”, en el capitalismo de fines del siglo XX. En primer lugar la clase obrera, que ha sido declarada muerta y enterrada varias veces desde entonces, pese a que por ejemplo en Europa, en los últimos cinco años ha habido más huelgas que en los sesenta y cinco o setenta años transcurridos después de la segunda guerra.


Y por otra parte en el discurso que postula la autonomía, en relación a proyectos de cambio global o como planteaba el posmodernismo en los años ochenta del siglo pasado, y que es una de las fuentes de la renovación, la crítica de los “metarrelatos”, que ha sido la motivación para la construcción de teorías de diverso signo que postulan la primacía de lo local; de la autonomía de las luchas y los conflictos sectoriales y la crítica de la “clase política”.


Ésta, es una concepción que aún originándose en un área cultural europeizante, de raíz socialdemócrata –igual que las concepciones más populares y distorsionadas de Gramsci- han servido también para la construcción de un discurso radical en historia y ciencias sociales, que ha legitimado académicamente el distanciamiento de las luchas sociales de las disputas por el poder; y sembrado el apoliticismo y el sectarismo en el movimiento social.


Ahora bien, esto se expresa también en el maximalismo que renuncia a la lucha por las reformas bajo el supuesto de que éstas son inútiles porque los cambios estructurales o de fondo nunca se realizan o se posponen para un futuro indeterminado, cuando es precisamente lo contrario.


Ésta, que es una posición muy antigua y conocida en el campo de la izquierda desde inicios del siglo XX, presenta la particularidad de estar muy extendida a nivel social y no solamente entre los militantes de partidos y colectivos de izquierda. Se puede apreciar especialmente en sectores de clase media (como los estudiantes y los profesores) muy despolitizados y termina manifestándose en un repliegue no en lo social, sino en la vida privada –que está completamente permeada por el consumismo y la cultura dominante.


En resumidas cuentas, la pérdida de autonomía y libertad, que se limitan a la elección entre las posibilidades que brinda la cultura dominante como estructura ya dada y no como el resultado de la práctica humana, que ha originado el capitalismo neoliberal en los últimos treinta años en nuestro país, no solamente ha redundado en una inacción y deterioro de la voluntad a nivel individual, sino que además, ha actuado como mecanismo de freno a todo proyecto colectivo de reforma social y también cultural. Y ello, lo que resulta más grave, entre los mismos colectivos sociales y políticos, como sindicatos, organizaciones estudiantiles y hasta partidos de izquierda.


Ello se puede apreciar en el apoliticismo, un confuso maximalismo y el discurso autonomista.


Este no es el resultado inesperado o aleatorio de acontecimientos impredecibles. Ha sido así por una acción intencionada, el resultado de luchas en que las clases dominantes del país impusieron un sistema que no es sólo económico o político. Es fundamentalmente un modelo cultural impuesto desde el Estado y que puso al mercado como paradigma. Se trata entonces de un problema político que requiere una solución política y respecto del cual, aparte el propio Estado, las organizaciones sociales  y los partidos, especialmente los partidos de izquierda, tienen una gran responsabilidad.



domingo, 14 de junio de 2015

¿Por qué es necesaria una política cultural?



Renato Guttuso. La Vucciria

Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo.
Carlos Marx

En el año 1995, el entonces Ministro de Educación del Presidente Eduardo Frei Ruiz Tagle,  Sergio Molina Silva, terminaba su presentación ante el Senado de la República sobre la reforma educacional, diciendo que “el conjunto de políticas que presentamos al Senado representan una política cultural”.

En el discurso de todos los ministros que le siguieron se enfatizaba la preparación frente a los desafíos de una economía  global y la sociedad del conocimiento y la información.

Es más o  menos lo que planteaban insistentemente los discursos de inauguración de año escolar de todos los ministros de educación desde entonces.

A veinte años, podría sostenerse que si las reformas contenidas en el programa del gobierno actual no han avanzado más y más rápido; y por el contrario, que han sido  dificultosas y originado controversias  y debates profundamente ideologizados, es por la resistencia cultural que han generado no solamente entre los empresarios y sectores liberales y conservadores, de derecha y representantes de lo que se ha denominado de modo un poco simplista “la vieja guardia de la concertación”.

Ha sido así también por lo contradictorias que han resultado para segmentos de una población “de clase media” despolitizada y consumista, formados desde entonces y para la que, según plantea Andrés Velasco en su polémica columna del diario El Mercurio, todo aquello que pretende reformar el actual Gobierno, es lo que “le resulta familiar”.

El Gobierno de Piñera, no pasó de ser un espasmo extraordinariamente contradictorio: por una parte, una continuidad de esa política cultural, intentos de profundizarla y consolidarla en ciertas materias, como las relaciones laborales y realizar algunas privatizaciones pendientes, interrumpidos por episodios de resistencia a los movimientos sociales que intentaban -al mismo tiempo que  rechazaban esta política de consolidación del modelo-,  recuperar lo perdido, aun sin horizontes de cambio global al frente.

La contradicción que agita entonces a nuestra sociedad es cultural. Radicalmente cultural; y se origina en un proceso reformista que entra en contradicción inevitable y permanente con la cultura dominante conformada durante el proceso denominado de “transición a la democracia” y de la que todavía obtienen sus ímpetus las fuerzas que se oponen a que haya cambios, por tibios que sean.  

En esta atávica concepción, la política cultural sin ser una política explicitada en un cuerpo de obligaciones del Estado y de Derechos Sociales relativos al acceso, producción e intercambio de bienes culturales de la sociedad y los individuos, configura una política privatizadora por la vía de la omisión.

Ciertamente que esta omisión de la política pública, para el liberalismo campante de los últimos veinte años, no fue ni lo es ahora un problema, porque parte del supuesto de que las elecciones culturales son un asunto estrictamente individual y no el resultado de una acción colectiva ni menos de una política del Estado.

A lo más, son el resultado de intercambios entre individuos, intercambios escasamente regulados por el Estado y que en su acepción subsidiaria se limita a la provisión de recursos para que los bienes culturales sean proveídos, en última instancia, por agentes privados.

Entre ellos, la educación –escolar, técnica y universitaria-; la información y el entretenimiento. Es decir, cientos, miles de intercambios entre privados, que en la concepción atomista del pensamiento neoliberal son la esencia de la vida social y el fundamento de la cultura.

Finalmente, el resultado de la concepción liberal de la política cultural, es el retiro del Estado y la privatización; no es un defecto de la política del Estado el que no la tenga. Por el contrario, es su esencia, definida por el concepto de subsidiariedad. El resultado de esta política es su entrega a la “mano invisible” del mercado.

Para un programa de reforma, por consiguiente, o mejor dicho, para que cualquier proceso de reforma sea realizable y tenga perspectivas de éxito relativamente razonables, es necesario que se plantee una política cultural.

Política  cultural planificada, ejecutada y evaluada por el Estado en estrecho contacto y colaboración y sometida al escrutinio permanente de la Sociedad Civil: ciudadanos y ciudadanas, instituciones, partidos políticos, organizaciones y movimientos sociales.

Esto es, debe ser una política en que se despliegue la más amplia consulta y participación social y política.

Dicha política además debe ser concebida en los marcos de la reforma educacional. Específicamente en el debate sobre lo que con mucha imprecisión ha dado en denominarse en los últimos años, "la calidad de la educación".

No se trata solamente de discusión acerca de la cretinista concepción de la calidad de la educación como cumplimiento de los estándares medibles a través de las pruebas estandarizadas. Ni tampoco de los métodos más apropiados para cumplir este propósito, los que van desde el adiestramiento puro y duro hasta las concepciones pseudoconstructivistas que han pretendido hacer  estas mediciones y el consecuente control al que han sido sometidas las comunidades educativas, más tolerables.

Se trata de la discusión acerca del significado de la escuela en nuestra sociedad y el tipo de hombre que se pretende formar en ella. Lamentablemente, los principios de la reforma –esto es, la educación como Derecho Social, la inclusión y el fortalecimiento de la educación pública-, todavía se escuchan apenas como un eco en nuestras escuelas y liceos.

Pesan más los resultados del SIMCE en la definición de sus políticas y se pueden encontrar todavía en sus PEI alusiones a la sociedad del conocimiento y la formación de competencias.

Otro eje de un movimiento de reforma cultural, es la construcción de una institucionalidad pública en materia cultural, de la que la creación del ministerio del área es sólo un primer paso. No puede ser solamente la creación de una oficina más de la administración pública de las muchas que gestionan, y asignan fondos del Estado que son entregados todos los años a privados  con el compromiso de realizar por él acciones específicas de las que después se debe rendir cuentas.

Se trata de construir una institucionalidad del Estado que coordine, que planifique, que evalúe la política pública articulado con los demás ministerios, intendencias y gobernaciones. Una política sistémica, que en sí misma, debe ser parte de la reforma cultural que nuestra democracia necesita.