martes, 11 de agosto de 2015

¿Son necesarios los partidos y para qué?




Los partidos políticos en Chile, históricamente, cumplieron un papel muy valorado por la sociedad. Su descrédito actual es un fenómeno más o menos reciente.  ¿De dónde proviene? Ciertamente de condiciones estructurales que son muy profundas como la privatización de las relaciones sociales, la disminución de las funciones y tamaño del Estado, las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, el deterioro de la calidad de la educación, la herencia de la dictadura militar expresada todavía en miedo y desconfianza, transmitida a lo largo de la transición pactada.

Pero a todas estas condiciones estructurales u “objetivas”, habría que agregar las que provienen de sus propias prácticas y métodos o lo que comúnmente suele incluirse en el tópico de las condiciones “subjetivas”. Este debate acerca del partido político es muy antiguo en la izquierda. No hay ninguna novedad en la crítica de los partidos políticos y la reivindicación de la autonomía tan en boga en la actualidad.

Si lo parece es porque producto de aquellas condiciones estructurales, los vicios y deformaciones organizativas como el verticalismo y la burocracia, se hacen más visibles y las críticas que a través de su historia se han hecho mutuamente las diversas concepciones del partido o la organización política, más radicales.

Fundamentalmente dos: en primer lugar, la de que los partidos  utilizan al movimiento social como masa de maniobra, para alcanzar ciertos objetivos que tienen que ver con su propia reproducción (lo que lleva al concepto de “la clase política”) y no con la sociedad real (a lo que alude un impreciso concepto de “la sociedad civil”).

En segundo lugar, la de que los partidos políticos funcionan como compartimentos estancos y con lógicas y procedimientos propios que no tienen ninguna legitimidad social o que provienen únicamente de sí mismos, como una suerte de norma “objetiva”. Es decir, que son burocracias autónomas y antidemocráticas.

Éstas cruzan transversalmente y se aplican a las dos concepciones clásicas de “partido de masas” y “partido de cuadros”. Un debate viejísimo y que solamente tiene cierta actualidad porque en él se podrían rastrear los antecedentes para entender el estado actual de los partidos, su relación con la sociedad o el movimiento social y las razones de su exigua legitimidad actual.


Partidos políticos, movimiento de masas y reformismo

A lo largo de todo el siglo XX, los partidos políticos protagonizaron la lucha por el control del Estado, por medio de la conquista del Poder Ejecutivo y la construcción de mayorías en el Parlamento. En ambos casos, la conquista de amplias masas del electorado, resultaba fundamental.

Miguel Enríquez, en una entrevista que concediera a Marta Harnecker en la revista Chile Hoy el año 1971, comparaba el poder con un salchichón del que ambas partes representaban sólo una porción –pero no la totalidad del poder del Estado- y en eso basaba su crítica a la concepción estratégica de la Unidad Popular, en tanto estrategia que no resolvía “el problema del poder”, problema principal de toda estrategia revolucionaria.

Esta concepción dejaba a un lado, sin embargo, que el poder -como es reconocido en la actualidad por todo el mundo, excepto tal vez por el trotskismo más dogmático- se halla distribuido también por toda la sociedad, que es una lección que tempranamente asimilaron los partidos de la “izquierda  tradicional” y el movimiento obrero.

En efecto, la lucha por las “reformas” que impulsaron los partidos de izquierda y el movimiento sindical chileno, también eran parte de la lucha por el poder.

Reformas que tienen que ver con mejorar las condiciones de vida material de los trabajadores y sus familias; de participación, de negociación y de poder de los sindicatos y las organizaciones sociales; de ampliación de derechos políticos, como el sufragio universal, los registros electorales y la cédula única, todas reformas que, entre otras cosas, hicieron posible el triunfo de la UP y el despliegue del movimiento de masas más impresionante de toda nuestra historia.

De manera que la conquista de amplias masas del electorado, no solamente eran un objetivo para la conquista de alguna porción –admitiendo incluso que fuera parcial- del Estado. En efecto, esa condición nunca fue exclusivamente formal sino que comportaba un contenido preciso, que era la ampliación de los derechos del pueblo chileno,  condición necesaria para la conquista del poder por esas mismas masas, supuestamente, “utilizadas” por la “clase política” como masa de maniobra de “estrategias reformistas”.

Esto no quiere decir, sin embargo, que la relación que establecieron partidos políticos y movimiento social fuera fácil. Los mismos procesos de formación de los partidos y sus sucesivas divisiones y fraccionamiento dan cuenta de ello. Los cambios y evolución de su línea política también. Habría que ser muy simplista para concebir esta relación como una historia relativamente homogénea, rectilínea y predecible.

Esta misma evolución tiene que ver con la formación de  fracciones de clases y movimientos sociales que encarnan nuevas contradicciones, contradicciones que no habían sido previstas o que no fueron asimiladas por los partidos y sus respectivas estrategias. Por ejemplo, el lugar que el movimiento de pobladores y campesinos ocupa en la formación de la “revolución en libertad” de la DC, lugar que el MIR intenta recuperar para una estrategia más radical de cambio social.

Los partidos de cuadros y los vicios burocráticos

La evolución de las luchas del pueblo y la izquierda chilenos, dio lugar también a la construcción en el siglo XX de partidos como el MIR o como el MAPU, muy distintos a los tradicionales PC y PS. Partidos en que confluyen diversas vertientes teóricas, doctrinarias y políticas de los años sesenta: el guevarismo y la revolución cubana, el Concilio Vaticano II y el cristianismo de izquierda y el estructuralismo marxista.

Entre otras cosas, enarbolan una crítica al carácter instrumental que habrían establecido los partidos de la izquierda tradicional con el movimiento social.

La responsabilidad del cuadro, en efecto, no es movilizar a las masas en función de ciertos objetivos reivindicativos o de conquista de alguna cuota de poder del Estado tras la conducción del partido. Es una concepción que se inspira, más  bien, en la apreciación de la inminencia del triunfo de la revolución y del cambio social, entendido como acontecimiento, no como proceso.

Por esa razón, el militante –el cuadro- es concebido como un profesional de la revolución, en lo posible de una altísima preparación teórica y política e incluso técnica, tanto como para hacerse cargo de la construcción de un nuevo Estado y una nueva sociedad.

Esto se expresaría en un tipo de partido muy compartimentado en relación al movimiento social y que establece dicha relación a través de instancias intermedias y no a través de su inserción real. Se trata, en efecto, de una concepción en que el partido adopta formas movimientistas, federativas –del tipo de las anarquistas- y que, producto de su altísima compartimentación en relación con lo social, establece formas híbridas descritas generalmente con el rótulo de “político-social”.

De ahí que este tipo de organización tienda a la especialización por tareas sectoriales, por ejemplo, o técnicas. Los frentes de masas tienden a separarse unos de otros y en muchos casos a desarrollar una concepción autónoma de la táctica en relación con la totalidad de la organización. Lo que a los ojos del leninismo más ortodoxo parece oportunista, para esta concepción resulta algo completamente natural.

En este tipo de organización, la individualidad ocupa un lugar protagónico. En efecto, el militante es el protagonista principal de la política y la suma de las individualidades –cuya expresión más caricaturesca fueron los escritos de Regis Debray en los sesenta- la responsable de realizar los cambios, apoyados por un fuerte movimiento de masas.

Entonces, el caudillismo es uno de los rasgos principales de esta forma de organización política.

Por esta razón, la formación de grupos alrededor de cuadros y dirigentes que terminan institucionalizados como “tendencias” no es un defecto de este tipo de organización sino uno de sus rasgos inherentes. Por supuesto, estas tendencias tienen razones doctrinarias y políticas y no es puro personalismo su motivación principal. Sin embargo, su formación no sería posible sin ese componente que hace de lo colectivo la suma de las individualidades, aún cuando estas compartan determinadas concepciones teóricas y políticas.

La doctrina entonces, no ocupa el lugar de elemento articulador de una identidad, una concepción estratégica y programática sino la de una herramienta de análisis. Así, va incorporando conceptos y categorías de acuerdo a sus necesidades y la aparición de nuevos fenómenos.

De esa manera, el dilentantismo es una característica lógica de este tipo de organización en la que la fraseología insustancial y el uso de palabras rebuscadas, reemplaza la intención política y la visión de la totalidad.  

El problema en la actualidad

Los errores y deformaciones burocráticas y antidemocráticas de los partidos políticos, y de los partidos de izquierda en primer lugar, son incuestionables.

Pero no es la crítica abstracta y general la que hará evolucionar la relación del movimiento social con los partidos hacia formas más “horizontales”  como se dice en la actualidad, sino su inserción e interrelación, el debate permanente entre las organizaciones de masas, los partidos y sus dirigentes; su apertura a la asimilación de los cambios sociales, antes que la corrección de procedimientos o la incorporación de novedades teóricas, algo tan burocrático como lo que se critica bajo el estandarte de la autonomía.

Se deben relevar en la actualidad la importancia de la lucha por las reformas parciales como medio de construcción de movimiento social y de diálogo entre partidos y sociedad. Al mismo tiempo, se las debe poner en relación con el cambio global o con la totalidad del poder.

Esta condición, en todo caso, exige la disposición de una “subjetividad”, una voluntad organizada y decidida que es el partido político. Puede adoptar diferentes formas; pero siempre como una subjetividad, esto es, una voluntad que se plantea horizontes de cambio global que están más allá de lo inmediatamente dado.

Precisamente, es en esta apelación a la totalidad en la que radica la posibilidad de diálogo entre partidos y movimiento social. La instrumentalización del movimiento social por parte de los partidos políticos, es el resultado de la compartimentación de las luchas sociales y el que éstas no sean comprendidas como parte de una estrategia global de cambio social.

Se deben abrir, pues, los partidos a la más amplia participación, la participación de miles y millones de personas. La especialización por tipos de tareas o por frentes, o la conformación del partido como organización de profesionales especializados en tareas técnicas (que pueden ser el medioambiente, la educación, el urbanismo o lo sindical, etc.) sólo profundiza la desafección de las masas de la política.


Nada de esto, sin embargo, va a ser el resultado de un seminario académico, un congreso ni de un descubrimiento súbito, como no lo fue tampoco en el siglo XX; sino de la experiencia del movimiento de masas y los partidos, tal como lo fue entonces.