Francis Bacon. Figura con carne, 1954 |
Es habitual que la UDI sorprenda
diariamente con alguna paparruchada. La última, protagonizada por el diputado
Gustavo Hasbún, al presentar un proyecto de ley que castiga con presidio a
quienes realicen homenajes al Presidente Salvador Allende y el Gobierno de la
Unidad Popular.
Ello ha provocado una reacción
hilarante en las redes sociales; también las críticas de diversos sectores y
dirigentes políticos. Pero, el asunto en cuestión, aun siendo ciertamente
estulto, ¿es solamente un chiste o el exabrupto tonto de un grupo de
parlamentarios de ultraderecha?
Se dan de hecho en medio de sus desesperados intentos de oponer una resistencia medianamente eficiente a las reformas
contenidas en el programa de la Nueva Mayoría.
A este respecto, la derecha ha
recurrido a dos estrategias.
La primera, propugnada desde las
páginas editoriales de El Mercurio, la búsqueda de acuerdos con los sectores
más vacilantes de la Nueva Mayoría en lo que tiene que ver con la
implementación de su programa, para torcerles el sentido y limitar todo lo
posible sus efectos, como una manera de atenuar los perjuicios que provocarían
en el empresariado y sectores conservadores.
La segunda, recurrir al Tribunal
Constitucional cuando no ha logrado los votos en el Parlamento y/o cuando la
búsqueda de acuerdos no ha dado resultados o no los esperados por sus
propugnadores.
Sin embargo, el último recurso
proviene de la incapacidad de nuestra sociedad de cuestionar los principios del
sistema de dominación implantado a comienzos de los años noventa, conocido como
democracia de los acuerdos y la empresa privada y el libre mercado, como el
origen de las escandalosas inequidades, exclusión y abusos que el programa de
gobierno se ha propuesto enfrentar.
Son veinticinco años en que estos
principios se erigieron prácticamente en leyes naturales de nuestra convivencia
social.
Las críticas, incluidas las de
cierto radicalismo verbal muy extendido en el movimiento social y en la
academia, apuntan a manifestaciones objetivas del sistema, pero no ponen en
cuestión sus fundamentos.
Es el espejismo que obnubila a
nuestra sociedad, la de ver las manifestaciones, como los fundamentos, con la
diferencia de que, en este caso, estos fundamentos son concebidos como una
suerte de “cosa en sí” inalcanzable respecto de la cual algún día se deberá
hacer algo.
La derecha en cambio, tiene en los
chistes de Hasbún, Urrutia y compañía, como antes en Carlos Larraín y hoy en
día en el senador Ossandón, guardianes de última instancia y una resistencia
muy eficiente que protege los fundamentos del sistema precisamente como una
“cosa en sí” respecto de la cual no se debe pensar y sólo se pueden manifestar exhabruptos, chistes, manifestaciones de fanatismo iracundo.
Sus exabruptos son expresiones de
la apelación a esta incapacidad de reflexionar y debatir de nuestra sociedad y
de disparar contra las manifestaciones y no contra los fundamentos.
Es el recurso a la irracionalidad,
al espontaneísmo, a los comportamientos más pedestres como son la ira y el
temor, recurso que, en momentos de crisis política y social como la que se está
incubando hace tiempo en nuestra sociedad, le facilitan las cosas a las
soluciones populistas y reaccionarias.
Esa es la política cultural de la
derecha. Aparentemente nada muy sofisticado pero muy eficiente y que cuenta
además con una poderosa maquinaria comunicacional.
Esta política cultural, este
embate del irracionalismo, mezcla de neoliberalismo decadente, conservadurismo
campechano, retórica pseudocientífica y añoranzas del tiempo de las vacas
gordas de la globalización, debe ser enfrentado con decisión por las fuerzas de
izquierda y progresistas, so pena de abrirle el paso a la reacción.