Los comedores de papas. Vincent Van Gogh |
En
los últimos veinte años, pese a la recuperación de la democracia y las
libertades políticas conquistadas a partir de entonces, el sentido del trabajo
no fue objeto de un debate.
El
neoliberalismo lo convirtió en un “hecho” que, como muchos, se da “naturalmente”.
Todos los mecanismos de limitación de los espacios deliberativos de la sociedad
y del sistema político tuvieron ese resultado. Y como cualquier hecho que se experimenta
“naturalmente”, no se cuestiona ni se problematiza. Se le vive en forma “natural”.
Entonces,
al naturalizarse el trabajo como un mero productor de “cosas” y en tanto fuente
de la subsistencia material de una sociedad incluso, también se naturalizan las
relaciones que se establecen entre quienes son dueños de estas cosas o se las
apropian y quienes las producen.
Los empresarios mantienen una posición de dominio casi inexpugnable que proviene
de su propiedad sobre éstas, mediada de las más diversas y sofisticadas maneras -mediaciones que se dan en el sistema educacional, los medios de comunicación, el sistema político y que luego se reproducen en hábitos y costumbres-.
Por ello, esta
posición hegemónica de una clase es vivida como algo “natural”.
El
trabajador, en efecto, ocupa una posición subordinada en tanto su sobrevivencia
material, está determinada por la voluntad de quienes poseen la propiedad de
las cosas, los objetos producidos y los medios para hacerlo: contratar o
despedir, asignar funciones o trasladar al trabajador, flexibilizar la jornada,
fijar salarios en forma, prácticamente, unilateral, etc.
Todo
ello, con el argumento de que es una necesidad del crecimiento económico, pues
cualquier cambio que se introduzca en estas materias, pondría en riesgo sus
ganancias y por tanto, el atractivo para la inversión. Por ende, para la
creación de empresas y finalmente, de empleos. Se sigue de ello que los
intereses de los primeros son, por lo tanto, los de toda la sociedad.
En eso
consiste la tan mentada “hegemonía cultural”. Consiste en la naturalización de los intereses, consecuentemente los valores, las costumbres, y la concepción del mundo de una clase, como si estas fueran las del toda la sociedad o como si fueran "naturales".
Para
esta cultura hegemónica, el mundo es una reunión de hechos y de
cosas; la “creación” se convierte por consiguiente en una realidad exterior o ajena al ser
humano, no un resultado de su actividad práctica.
Los bienes producidos por el hombre, tienen una existencia autónoma y por lo tanto, en lugar
de ser un acto creativo y de realización de la autonomía del hombre trabajador, son una potencia externa que se vuelve en su contra, una cosa tras la cual correr como si no fuera obra de su propia actividad práctica.
Estas
cosas se constituyen en mercancías como forma de legitimación y
criterio de “valor” para la globalización. Legitiman en efecto la relaciones sociales y culturales como un intercambio de cosas entre quienes las poseen y quienes no las poseen y valoradas en cuanto tales sólo en la medida que se les asigna un precio.
Por
ello la actividad de hombres y mujeres tiene como finalidad, en la cultura dominante de los últimos veinte años, la posesión de estas cosas. El consumismo en este sentido no es
una anormalidad sino uno de los rasgos esenciales de la cultura dominante y de nuestra vida social.
Ciertamente
pueden serlo de una manera extraordinariamente sofisticada: la emulación al
mejor empleado del mes; la acumulación de puntos en las tarjetas de crédito que
le permiten al trabajador seguir endeudándose por los siglos de los siglos o
incluso viajar; acceder a bienes que simbolizan status “social” y “cultural” y
que reproducen el concepto de que el mundo, incluido todo lo creado por el
hombre, no es más que un conjunto de “hechos” y “cosas” que emanan
misteriosamente de estos.
Estado de la situación
cultural actual
Incluso
derechos como la salud, la educación y la previsión social, se han convertido
en mercancías –bienes de consumo-, cuyo acceso depende también de una
pura actividad que no tiene otro sentido que el de poseerlas.
Por
ello, las organizaciones sindicales y del movimiento estudiantil, parecieran
haberse limitado desde los años noventa a lo reivindicativo económico y sólo
ocasionalmente, haber sido portavoces de proyectos de cambio global. Ello en
tanto, la única posibilidad de los trabajadores y de sus familias de dar cumplimiento
a sus necesidades de educación, salud, vivienda, a una vejez digna,
depende de su posibilidad de acceder a
la posesión de estas cosas.
De
hecho tuvieron que pasar unos veinte años para que las posiciones que cuestionaban
dicha mercantilización de la vida social y que aparecían como minoritarias y anticuadas en los años
noventa del siglo pasado, ganaran influencia y presencia en la
sociedad.
Las
demandas por gratuidad y fin al lucro de la educación a partir del 2011; por
cambios al código laboral y al sistema de pensiones que instaló la nueva
conducción de la CUT en el marco de las últimas elecciones presidenciales, dos
paros nacionales de por medio; son expresiones de este cambio en el eje de la
discusión cultural en el país.
En
efecto, la hegemonía del empresariado y de su manifestación académica e ideológica,
el liberalismo, está en cuestión. La UDI ha sido particularmente sensible a
este fenómeno. Las editoriales del diario El Mercurio, de un tono profundamente
doctrinario, y las expresiones fundamentalistas de los partidos de derecha para
criticar el programa del gobierno de la Nueva Mayoría, aun no siendo más que un
programa de reformas parciales para un período de cuatro años, dan cuenta de
este retroceso y la preocupación instalada en las filas derechistas y del
empresariado.
La situación de los
trabajadores del arte
El
que no haya un debate sobre el sentido, la dimensión creativa del trabajo, su
utilidad social, una reflexión sobre los objetos producidos, afecta también la
actividad artística desde el momento mismo en que no hay espacios
institucionales que permitan este debate; medios de difusión y exhibición, como
no sean los del mercado.
Pero
al mercado no asisten “ideas”; o “formas” en el sentido que tradicionalmente la
estética ha asignado a este concepto. Para el mercado existen cosas, objetos
denominados en este caso “obras de arte”; objetos exteriores y ajenos a sus
propios creadores, separados y/o diferentes del debate sobre su “sentido”,
“utilidad”, etc.
Las
obras se transforman en “cosas” y por tanto, en objetos que se pueden medir y
evaluar; por tanto en mercancías, en una fuente de sobrevivencia material para
quienes las producen y no en una reflexión sobre ellas, los procedimientos para
crearlas, los contenidos que las animan; su eficacia como lenguaje ni en una
toma de posición frente a sí mismas y frente a la sociedad.
De
esa manera, los profesionales del arte, ya no son los productores de una
cultura alternativa, cuestionamiento de los valores de la sociedad de consumo y
la masificación de las imágenes como formas de dominación y de control social.
El mismo fenómeno afectó a la gente de las letras, de la filosofía y las
humanidades en general.
En
resumidas cuentas, los artistas y los intelectuales, no han sido inmunes a la
situación de enajenación del hombre bajo el predominio del neoliberalismo.
Enajenación que se ve agravada en su caso, además, porque quienes profesionalmente cumplieron una función de creación, crítica
y pensamiento alternativo, han visto su
trabajo, su “creación” –como la de todos los trabajadores- convertido en una
cosa, una mercancía transable y por lo tanto,
incorporados al sistema como un engranaje más.
El lugar de la lucha
cultural en el nuevo ciclo
El
inicio de lo que muchos han llamado “el nuevo ciclo histórico y político” está
hecho de tensiones que se podrían describir –parafraseando a Machado- entre
un país que muere y un país que bosteza.
La
batalla en el campo de la cultura, va a ser seguramente una de las más difíciles.
Son veinte o treinta años de predominio del liberalismo más extremo y
dogmático.
La
naturalización de sus principios, no es solamente de principios teóricos
transformados en sentido común, sino hábitos, lenguaje, valores y concepciones
de clase.
Esto
quiere decir que la transformación de la cultura de las clases dominantes de la
sociedad en la cultura hegemónica, es el principal obstáculo para el
emprendimiento de las reformas que nos hagan transitar a la verdadera
democracia, a la superación de la cultura y la moral de la exclusión y la
inequidad, a una cultura de la democracia y la justicia social.
La responsabilidad de los trabajadores de la cultura y las artes; de las humanidades y las letras es fundamental. Se trata de constituir un amplio movimiento por la reforma cultural, del que estos fueron en el pasado y lo son en la actualidad o debieran serlo, protagonistas . Sin embargo, el refinado totalitarismo del modelo neoliberal, arrebató a los trabajadores de la cultura, de las artes y las humanidades la precaria autonomía de que gozaron en el pasado para reflexionar y elaborar un pensamiento crítico que actuaba como motivación para la expansión de la democracia y los derechos económico sociales y culturales de chilenos y chilenas.
De hecho, durante la dictadura militar, precisamente su expulsión de los espacios oficiales, la necesidad de elaborar estrategias para presentar contenidos de oposición y crítica al modelo eludiendo la censura que imopnía la dictadura, constituir circuitos de circulación e intercambio entre artistas y con el público, tuvieron como efecto exactamente la confirmación de esa autonomía; ello como resultado de la búsqueda de artistas e intelectuales pero también como una imposición del modelo y hasta como una necesidad.
La recuperación de aquella autonomía, la reivindicación del pensamiento y la creación demanda del Estado y la sociedad, la construcción de una institucionalidad que lo haga posible, pues el mercado, pese a la suposición inicial de los liberales de fines de siglo XX -como Brunner y Tironi - no fomenta la elaboración y progreso del conocimiento, la diversidad de pensamiento ni la creatividad.
En primer lugar, de parte de los propios trabajadores de las artes, las humanidades y la cultura.
De hecho, durante la dictadura militar, precisamente su expulsión de los espacios oficiales, la necesidad de elaborar estrategias para presentar contenidos de oposición y crítica al modelo eludiendo la censura que imopnía la dictadura, constituir circuitos de circulación e intercambio entre artistas y con el público, tuvieron como efecto exactamente la confirmación de esa autonomía; ello como resultado de la búsqueda de artistas e intelectuales pero también como una imposición del modelo y hasta como una necesidad.
La recuperación de aquella autonomía, la reivindicación del pensamiento y la creación demanda del Estado y la sociedad, la construcción de una institucionalidad que lo haga posible, pues el mercado, pese a la suposición inicial de los liberales de fines de siglo XX -como Brunner y Tironi - no fomenta la elaboración y progreso del conocimiento, la diversidad de pensamiento ni la creatividad.
En primer lugar, de parte de los propios trabajadores de las artes, las humanidades y la cultura.
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