sábado, 15 de febrero de 2014

La difícil unidad del pueblo





Generalmente, se habla de una cultura comunista, de una cultura mirista, una cultura socialista,  refiriéndose a una suerte de espacio "comunitario", "social", "estético", sobre el que se constituyen identidades y formaciones políticas incluso, que suelen ser sumamente estables y duraderas.
Por una cuestión doctrinaria e histórica también, en el caso de los comunistas la opción de constituir un partido político es parte de esa "cultura". Hay también un componente de la "cultura" comunista que tiene que ver con la centralidad que ocupa la clase obrera y el movimiento sindical en su concepción estratégica y programática. El partido y la clase, el instrumento y el movimiento social, en este caso, están en una relación dialéctica, esto es, son una unidad en la diferencia o una identidad de la no identidad: por ello tienen una relativa autonomía.
Pues la lucha de clases no es un fenómeno natural, una esencia, una pura objetividad, sino una relación social. Es la confrontación de dos voluntades. Eso es lo que hace que para la denominada "cultura comunista" el partido y la organización de aquella voluntad, de una subjetividad para la lucha política por la liberación, sea tan importante.
Todo esto en el caso de una cultura de izquierda que proviene de diversas fuentes de pensamiento como el trotskismo, el anarquismo y la socialdemocracia, sea  muy diferente y en no pocas ocasiones, exactamente lo contrario.
Para dicha “cultura política” la problemática del partido no fue ni ha sido nunca tan importante, como sí lo es para el leninismo y la cultura comunista. Para ella, el partido en el mejor de los casos es la traducción de las luchas sociales en el idioma del poder. No tiene nada que decir, excepto tal vez lo mismo que los sindicatos, pero con otras palabras. Por eso siempre tuvo en determinadas coyunturas históricas, esa posición economicista tan contradictoria con su radicalismo verbal.
Siempre desde ese punto de vista, la acción política tampoco tiene un carácter tan preciso y determinado. Porque de la evolución de las luchas sociales, van a surgir reformas que sumadas algún día van a ser la democracia, el socialismo o algo parecido; y la función de la lucha política y del partido es coordinar el conjunto de esas luchas que los movimientos sociales libran todos los días en diversos frentes. En ningún caso aspirar a conducirlas o proponerle objetivos que no provengan de ellas  mismas. Por esta razón, su función en última instancia sería también representarlas en el Estado y la política, tal como se expresan en la Sociedad Civil.
Sin embargo, como resulta obvio, la expresión de los movimientos sociales en la sociedad política y las instituciones no siempre se corresponde, lo que produce una suerte de apariencia de desequilibrio o desajuste. Ello, suponiendo que la función que éstas cumplen, por su naturaleza o por las circunstancias, fuera  representarlos y realizar por ellos, en la esfera estatal y de la sociedad política, las reformas que supuestamente en forma autónoma están realizando o por las cuales luchan. Es lo que expresa la conocida frase “la traición de la clase política”.
En sus versiones más extremas y dogmáticas, por lo tanto, no solamente no hay concepción de partido, sino que tampoco se concibe al movimiento social como Sujeto Histórico. Es una especie de realismo ingenuo o naturalismo que tiene incluso su versión historiográfica en la obra de Gabriel Salazar.
Lo político debiera ser una extensión de lo social. Tanto la renovación socialista como el autonomismo, apoyándose en una interpretación muy simplista del pensamiento de Gramsci, han sostenido  esta idea de que la lucha por el poder es una especie de avanzada de lo social sobre lo político, obviando por completo el lugar de la subjetividad y de la voluntad en la historia y la lucha de clases.
Probablemente, esa es la causa de que esta cultura política adopte más bien formas movimientistas de organización, las que en muchas ocasiones combinan lo político y lo social.  También formas federativas y opuestas o supuestamente, contrarias o críticas del concepto leninista de “centralismo democrático”.
El momento actual y las tareas de la izquierda
Ahora bien, el país en los últimos dos años ha cambiado más de lo que lo que lo hizo en los veinte anteriores. No hay que ser historiador, para percibir que el neoliberalismo en todo el mundo se está hundiendo. En el país hemos sido testigos, a partir del 2011, de las más grandes movilizaciones de los últimos veinticinco años y si bien no podríamos decir todavía cuál fue el efecto que produjeron, lo cierto es que transformaron al país y lo van a transformar todavía más.
Muy probablemente, va a haber cambios en la composición de las alianzas políticas, pues las actuales van a ser incapaces -de hecho ya lo son- de darle alguna dirección a todo este proceso.  Va a haber reformas al Estado, empezando por el sistema electoral binominal, piedra angular de la política de los consensos y la transición pactada. Se van a suceder en el mediano plazo períodos de efervescencia social seguidos de otros de gran estabilidad en forma más o menos espasmódica, que es de hecho lo que hemos presenciado el 2006 y “la revolución pingüina”, y las huelgas del subcontrato, primero en la empresa forestal y después en el cobre.
El problema actual, para todo el espectro político, que no son sólo los partidos y movimientos formalmente constituidos sino para las diversas “culturas” o “sensibilidades”  es consolidarse como sujetos, representar una estrategia y un programa capaz de expresar este momento histórico y político. Se trata de proponer y desplegar una concepción del país, del Estado y la sociedad: ser sujetos políticos.
El vacío de dirección que genera el agotamiento de la política de los consensos, abre un espacio para el cuestionamiento del neoliberalismo y la democratización de la sociedad. En este marco, la principal tarea de la izquierda es la construcción de la unidad del pueblo. Dicha unidad se va a ir abriendo paso, y de hecho así ha sido, independientemente de la voluntad explícita de los diversos actores políticos, de sus intenciones declaradas o incluso de su autenticidad.
Pero es necesario reconocer como izquierda, que la más amplia unidad del pueblo debe ir acompañada de la búsqueda y reconocimiento de las diversas culturas políticas que conviven y que han existido siempre en su seno. Es precisamente este factor el que va a determinar, probablemente, la velocidad y profundidad de los cambios del período que se abre después del gobierno de Piñera, que fue a su vez el debut y la despedida de la derecha en el gobierno y el desastroso desenlace de la transición pactada. 
Es el encuentro en el movimiento social, en sus luchas, como de hecho ha sido desde el 2011, el que determine también la necesidad de la unidad de la izquierda, independientemente de las intenciones de los actores políticos o las desconfianzas y escepticismo de otros.

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