Generalmente, se habla de una cultura comunista, de una cultura mirista, una cultura socialista, refiriéndose a una suerte de espacio "comunitario", "social", "estético", sobre el que se constituyen identidades y formaciones políticas incluso, que suelen ser sumamente estables y duraderas.
Por
una cuestión doctrinaria e histórica también, en el caso de los comunistas la
opción de constituir un partido político es parte de esa "cultura".
Hay también un componente de la "cultura" comunista que tiene que ver
con la centralidad que ocupa la clase obrera y el movimiento sindical en su
concepción estratégica y programática. El partido y la clase, el instrumento y
el movimiento social, en este caso, están en una relación dialéctica, esto es,
son una unidad en la diferencia o una identidad de la no identidad: por ello
tienen una relativa autonomía.
Pues
la lucha de clases no es un fenómeno natural, una esencia, una pura
objetividad, sino una relación social. Es la confrontación de dos voluntades.
Eso es lo que hace que para la denominada "cultura comunista" el
partido y la organización de aquella voluntad, de una subjetividad para la
lucha política por la liberación, sea tan importante.
Todo
esto en el caso de una cultura de izquierda que proviene de diversas fuentes de
pensamiento como el trotskismo, el anarquismo y la socialdemocracia, sea
muy diferente y en no pocas ocasiones, exactamente lo contrario.
Para
dicha “cultura política” la problemática del partido no fue ni ha sido nunca
tan importante, como sí lo es para el leninismo y la cultura comunista. Para
ella, el partido en el mejor de los casos es la traducción de las luchas
sociales en el idioma del poder. No tiene nada que decir, excepto tal vez lo
mismo que los sindicatos, pero con otras palabras. Por eso siempre tuvo en
determinadas coyunturas históricas, esa posición economicista tan
contradictoria con su radicalismo verbal.
Siempre
desde ese punto de vista, la acción política tampoco tiene un carácter tan
preciso y determinado. Porque de la evolución de las luchas sociales, van a
surgir reformas que sumadas algún día van a ser la democracia, el socialismo o
algo parecido; y la función de la lucha política y del partido es coordinar el
conjunto de esas luchas que los movimientos sociales libran todos los días en
diversos frentes. En ningún caso aspirar a conducirlas o proponerle objetivos
que no provengan de ellas mismas. Por esta razón, su función en última
instancia sería también representarlas en el Estado y la política, tal como se
expresan en la Sociedad Civil.
Sin
embargo, como resulta obvio, la expresión de los movimientos sociales en la
sociedad política y las instituciones no siempre se corresponde, lo que produce
una suerte de apariencia de desequilibrio o desajuste. Ello, suponiendo que la
función que éstas cumplen, por su naturaleza o por las circunstancias,
fuera representarlos y realizar por ellos, en la esfera estatal y de la
sociedad política, las reformas que supuestamente en forma autónoma están
realizando o por las cuales luchan. Es lo que expresa la conocida frase “la
traición de la clase política”.
En
sus versiones más extremas y dogmáticas, por lo tanto, no solamente no hay
concepción de partido, sino que tampoco se concibe al movimiento social como
Sujeto Histórico. Es una especie de realismo ingenuo o naturalismo que tiene
incluso su versión historiográfica en la obra de Gabriel Salazar.
Lo
político debiera ser una extensión de lo social. Tanto la renovación socialista
como el autonomismo, apoyándose en una interpretación muy simplista del
pensamiento de Gramsci, han sostenido esta idea de que la lucha por el
poder es una especie de avanzada de lo social sobre lo político, obviando por
completo el lugar de la subjetividad y de la voluntad en la historia y la lucha
de clases.
Probablemente,
esa es la causa de que esta cultura política adopte más bien formas
movimientistas de organización, las que en muchas ocasiones combinan lo
político y lo social. También formas federativas y opuestas o
supuestamente, contrarias o críticas del concepto leninista de “centralismo
democrático”.
El momento actual y las tareas de la izquierda
Ahora
bien, el país en los últimos dos años ha cambiado más de lo que lo que lo hizo
en los veinte anteriores. No hay que ser historiador, para percibir que el
neoliberalismo en todo el mundo se está hundiendo. En el país hemos sido
testigos, a partir del 2011, de las más grandes movilizaciones de los últimos
veinticinco años y si bien no podríamos decir todavía cuál fue el efecto que
produjeron, lo cierto es que transformaron al país y lo van a transformar
todavía más.
Muy
probablemente, va a haber cambios en la composición de las alianzas políticas,
pues las actuales van a ser incapaces -de hecho ya lo son- de darle alguna
dirección a todo este proceso. Va a haber reformas al Estado, empezando
por el sistema electoral binominal, piedra angular de la política de los
consensos y la transición pactada. Se van a suceder en el mediano plazo
períodos de efervescencia social seguidos de otros de gran estabilidad en forma
más o menos espasmódica, que es de hecho lo que hemos presenciado el 2006 y “la
revolución pingüina”, y las huelgas del subcontrato, primero en la empresa
forestal y después en el cobre.
El
problema actual, para todo el espectro político, que no son sólo los partidos y
movimientos formalmente constituidos sino para las diversas “culturas” o
“sensibilidades” es consolidarse como sujetos, representar una estrategia
y un programa capaz de expresar este momento histórico y político. Se trata de
proponer y desplegar una concepción del país, del Estado y la sociedad: ser
sujetos políticos.
El
vacío de dirección que genera el agotamiento de la política de los consensos,
abre un espacio para el cuestionamiento del neoliberalismo y la democratización
de la sociedad. En este marco, la principal tarea de la izquierda es la
construcción de la unidad del pueblo. Dicha unidad se va a ir abriendo paso, y
de hecho así ha sido, independientemente de la voluntad explícita de los
diversos actores políticos, de sus intenciones declaradas o incluso de su
autenticidad.
Pero es necesario reconocer como izquierda, que la más amplia unidad del pueblo debe ir acompañada de la búsqueda y reconocimiento de las diversas culturas políticas que conviven y que han existido siempre en su seno. Es precisamente este factor el que va a determinar, probablemente, la velocidad y profundidad de los cambios del período que se abre después del gobierno de Piñera, que fue a su vez el debut y la despedida de la derecha en el gobierno y el desastroso desenlace de la transición pactada.
Pero es necesario reconocer como izquierda, que la más amplia unidad del pueblo debe ir acompañada de la búsqueda y reconocimiento de las diversas culturas políticas que conviven y que han existido siempre en su seno. Es precisamente este factor el que va a determinar, probablemente, la velocidad y profundidad de los cambios del período que se abre después del gobierno de Piñera, que fue a su vez el debut y la despedida de la derecha en el gobierno y el desastroso desenlace de la transición pactada.
Es
el encuentro en el movimiento social, en sus luchas, como de hecho ha sido
desde el 2011, el que determine también la necesidad de la unidad de la
izquierda, independientemente de las intenciones de los actores políticos o las
desconfianzas y escepticismo de otros.
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