Jean Antoine Watteau. Comediantes italianos |
La iniciativa de
crear cincuenta liceos de excelencia en el país es, de todas las iniciativas
propuestas por el Ministro de Educación y presentadas en la cuenta del
presidente Sebastián Piñera al Congreso
Pleno el 21 de mayo, la que más reacciones ha provocado. Es como si todo el
paquete restante de iniciativas –entre ellas, fortalecer el sistema de
financiamiento vía subvención –aumento y focalización de los montos, rendición
de cuentas y mejoramiento de la información para usuarios del sistema de por
medio-, la nueva institucionalidad del sistema educacional –Ley de Sistema
Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación con todo lo que ella
implica en lo que respecta a la profundización del rol subsidiario del Estado-,
la extensión de la jornada escolar en barrios peligrosos –expresado en
delincuencia y tráfico de drogas, lo que a través de un uso sofisticado de la
información por parte de los medios, parece afectar sólo a los barrios pobres
de las grandes ciudades-, no tuvieran relevancia. A lo más, la discusión es cómo
implementarlas; si el tiempo y los recursos disponibles son suficientes y de
dónde obtenerlos. Es como si todo lo
anterior fuese obvio.
Pero, a pesar del
revuelo causado por los liceos de excelencia, ¿es tan irrelevante discutir
acerca del financiamiento de la educación? ¿Es indiferente la administración
del sistema, incluso admitiendo que la creación de liceos de excelencia fuera
una buena idea? ¿Son las escuelas lugares de control o comunidades de
aprendizaje e intercambio cultural? Eso, dejando de lado si en los liceos de
excelencia va a haber media jornada, jornada extendida o extra larga. Porque,
seguramente, alguno de los liceos de excelencia estará en una de esas comunas
donde viven jóvenes eufemísticamente
catalogados de “vulnerables”. Y probablemente uno de los problemas más
discutibles ¿Cuál es la utilidad de las pruebas estandarizadas para la
elaboración de políticas educacionales?, pues todos los argumentos para la
creación de liceos de excelencia provienen de los resultados de la PSU.
Es similar a
cuando el ministro Lavín, entonces exitoso alcalde de Las Condes, promovía un
nuevo concepto en las ciencias políticas: “el cosismo”. Hacer sin importar
cómo. Es un método que en otros tiempos no tan lejanos de nuestra historia, se
expresaba en aplicación de políticas independientemente de su alto costo
social, las opiniones disidentes o las pérdidas que implicaron para el erario
público. El cosismo trata en general de
medidas y políticas públicas –entre comillas- que no podrían ser resultado del
debate democrático, de la auténtica reflexión sobre lo social, sobre el
carácter y rol del Estado y la convivencia democrática –a lo más de un rito
vacío como una consulta que de ciudadana tiene sólo el nombre-. El cosismo de
los cincuenta liceos de excelencia y la
candidez con que se enfrenta este debate por parte de dirigentes políticos y a
la que es conminada a responder la comunidad académica y de los investigadores
educacionales, hablan quizás de un deterioro más profundo de nuestra cultura
que el expresado en los resultados del SIMCE. Estos, incluso, podrían ser su manifestación
más brutal.
Admitamos que la
creación de los liceos de excelencia es, precisamente, una medida que apunta en
la dirección de todos los problemas antes señalados. Efectivamente, como no se
puede hacer una reforma para mejorar la situación de la educación de todos los
niños, intentemos una solución focalizada. Razones técnicas, financieras y
administrativas hay muchas para afirmarlo. A comienzos de los años noventa,
para los planificadores y responsables políticos del sistema escolar eran
evidentes: la municipalización de la educación arrebató al Estado de su
principal instrumento para aplicar políticas, las escuelas y liceos públicos,
aunque en lo formal –y jurídicamente hablando- siguieran siendo estatales. El
financiamiento de la educación estaba en los niveles más bajos de nuestra
historia. Finalmente, se regía por un marco regulatorio que por años fue
catalogado de “amarre”. Una razón política que sonaba juiciosa para no acometer
una reforma integral de la educación y que sólo fue enfrentada con coraje por
los estudiantes secundarios el 2006.
Esta técnica de
los pequeños ajustes, de los planes focalizados, de las medidas realistas, no
sólo no ha tenido los resultados esperados, sino que ha profundizado los dos
grandes defectos que se propuso enfrentar: la inequidad y baja calidad de la
educación. Es sorprendente la incapacidad de las autoridades del Estado y de la
denominada “clase política”, para enfrentar este fracaso. Y más sorprendente
todavía, que se enfrasque en una discusión tan bizantina como la conveniencia o
inconveniencia de crear cincuenta liceos de excelencia, como si ésta medida fuera
de una tremenda relevancia. Aparentemente, la necesidad se convirtió en virtud
para algunos y para otros, lisa y llanamente, es el principal logro de la
transición democrática.
Lo esperable en
un sistema educacional, es que la “calidad” de la educación que reciben jóvenes
y niños sea relativamente homogénea. Las diferencias en su desempeño debieran
ser expresión de diferencias individuales. Y las que provienen de factores de
clase, culturales o de género ser atenuadas por la distribución más o menos
equitativa de saberes, competencias y habilidades en el sistema, respetando al
mismo tiempo la diversidad de las sociedades en que vivimos.
Con los liceos
de excelencia puede suceder algo similar a lo que sucedió con nuestra
sempiterna reforma educacional –tan sempiterna como la transición-. La “necesidad”
transformada en virtud, producto de la opacidad del sistema político y su
triste expresión en nuestra cultura dominante, incluido nuestro sistema escolar.
Sin enfrentar antes el problema del cambio al sistema de financiamiento de la
educación, a su administración, el fortalecimiento de las capacidades de
gestión técnico-pedagógicas del ministerio de educación, su implementación como
parte de un plan integral –y no de una aplicación fragmentaria de políticas y
planes al modo de un puzzle como lo llamaba la ex ministra Jiménez-, termine
por profundizar la segmentación e inequidad de nuestro sistema y en lugar de
actuar como un aliciente para el conjunto del sistema, termine por generar
frustración y finalmente resigne a la comunidad educativa. Ejemplos de sobra
tienen los profesores en sus liceos.
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