sábado, 15 de febrero de 2014

Ideas fracasadas de la derecha



Jean Antoine Watteau. Comediantes italianos






La iniciativa de crear cincuenta liceos de excelencia en el país es, de todas las iniciativas propuestas por el Ministro de Educación y presentadas en la cuenta del presidente Sebastián Piñera  al Congreso Pleno el 21 de mayo, la que más reacciones ha provocado. Es como si todo el paquete restante de iniciativas –entre ellas, fortalecer el sistema de financiamiento vía subvención –aumento y focalización de los montos, rendición de cuentas y mejoramiento de la información para usuarios del sistema de por medio-, la nueva institucionalidad del sistema educacional –Ley de Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación con todo lo que ella implica en lo que respecta a la profundización del rol subsidiario del Estado-, la extensión de la jornada escolar en barrios peligrosos –expresado en delincuencia y tráfico de drogas, lo que a través de un uso sofisticado de la información por parte de los medios, parece afectar sólo a los barrios pobres de las grandes ciudades-, no tuvieran relevancia. A lo más, la discusión es cómo implementarlas; si el tiempo y los recursos disponibles son suficientes y de dónde obtenerlos. Es como si todo lo  anterior fuese obvio.
Pero, a pesar del revuelo causado por los liceos de excelencia, ¿es tan irrelevante discutir acerca del financiamiento de la educación? ¿Es indiferente la administración del sistema, incluso admitiendo que la creación de liceos de excelencia fuera una buena idea? ¿Son las escuelas lugares de control o comunidades de aprendizaje e intercambio cultural? Eso, dejando de lado si en los liceos de excelencia va a haber media jornada, jornada extendida o extra larga. Porque, seguramente, alguno de los liceos de excelencia estará en una de esas comunas donde viven jóvenes  eufemísticamente catalogados de “vulnerables”. Y probablemente uno de los problemas más discutibles ¿Cuál es la utilidad de las pruebas estandarizadas para la elaboración de políticas educacionales?, pues todos los argumentos para la creación de liceos de excelencia provienen de los resultados de la PSU.
Es similar a cuando el ministro Lavín, entonces exitoso alcalde de Las Condes, promovía un nuevo concepto en las ciencias políticas: “el cosismo”. Hacer sin importar cómo. Es un método que en otros tiempos no tan lejanos de nuestra historia, se expresaba en aplicación de políticas independientemente de su alto costo social, las opiniones disidentes o las pérdidas que implicaron para el erario público.  El cosismo trata en general de medidas y políticas públicas –entre comillas- que no podrían ser resultado del debate democrático, de la auténtica reflexión sobre lo social, sobre el carácter y rol del Estado y la convivencia democrática –a lo más de un rito vacío como una consulta que de ciudadana tiene sólo el nombre-. El cosismo de los cincuenta  liceos de excelencia y la candidez con que se enfrenta este debate por parte de dirigentes políticos y a la que es conminada a responder la comunidad académica y de los investigadores educacionales, hablan quizás de un deterioro más profundo de nuestra cultura que el expresado en los resultados del SIMCE. Estos, incluso, podrían ser su manifestación más brutal.
Admitamos que la creación de los liceos de excelencia es, precisamente, una medida que apunta en la dirección de todos los problemas antes señalados. Efectivamente, como no se puede hacer una reforma para mejorar la situación de la educación de todos los niños, intentemos una solución focalizada. Razones técnicas, financieras y administrativas hay muchas para afirmarlo. A comienzos de los años noventa, para los planificadores y responsables políticos del sistema escolar eran evidentes: la municipalización de la educación arrebató al Estado de su principal instrumento para aplicar políticas, las escuelas y liceos públicos, aunque en lo formal –y jurídicamente hablando- siguieran siendo estatales. El financiamiento de la educación estaba en los niveles más bajos de nuestra historia. Finalmente, se regía por un marco regulatorio que por años fue catalogado de “amarre”. Una razón política que sonaba juiciosa para no acometer una reforma integral de la educación y que sólo fue enfrentada con coraje por los estudiantes secundarios el 2006.
Esta técnica de los pequeños ajustes, de los planes focalizados, de las medidas realistas, no sólo no ha tenido los resultados esperados, sino que ha profundizado los dos grandes defectos que se propuso enfrentar: la inequidad y baja calidad de la educación. Es sorprendente la incapacidad de las autoridades del Estado y de la denominada “clase política”, para enfrentar este fracaso. Y más sorprendente todavía, que se enfrasque en una discusión tan bizantina como la conveniencia o inconveniencia de crear cincuenta liceos de excelencia, como si ésta medida fuera de una tremenda relevancia. Aparentemente, la necesidad se convirtió en virtud para algunos y para otros, lisa y llanamente, es el principal logro de la transición democrática.
Lo esperable en un sistema educacional, es que la “calidad” de la educación que reciben jóvenes y niños sea relativamente homogénea. Las diferencias en su desempeño debieran ser expresión de diferencias individuales. Y las que provienen de factores de clase, culturales o de género ser atenuadas por la distribución más o menos equitativa de saberes, competencias y habilidades en el sistema, respetando al mismo tiempo la diversidad de las sociedades en que vivimos.
Con los liceos de excelencia puede suceder algo similar a lo que sucedió con nuestra sempiterna reforma educacional –tan sempiterna como la transición-. La “necesidad” transformada en virtud, producto de la opacidad del sistema político y su triste expresión en nuestra cultura dominante, incluido nuestro sistema escolar. Sin enfrentar antes el problema del cambio al sistema de financiamiento de la educación, a su administración, el fortalecimiento de las capacidades de gestión técnico-pedagógicas del ministerio de educación, su implementación como parte de un plan integral –y no de una aplicación fragmentaria de políticas y planes al modo de un puzzle como lo llamaba la ex ministra Jiménez-, termine por profundizar la segmentación e inequidad de nuestro sistema y en lugar de actuar como un aliciente para el conjunto del sistema, termine por generar frustración y finalmente resigne a la comunidad educativa. Ejemplos de sobra tienen los profesores en sus liceos.

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