Dante y Virgilio. Eugene Delacroix |
Cultura y cambio social en el Chile actual
“Si mi cultura existe
es porque es la formación humana de un programa sobrepujado por un sistema
arterial de ideas, que se hicieron en las entrañas de quien escribe no porque
tenga poco o mucho que decir, sino porque el expresar es la ley de su estilo y
él es su imagen ensangrentada (…) somos todo tiempo-espacio y toda la historia,
conquistándose (…) el hombre es hombre únicamente porque la sociedad existe y
existe como representación que representa, como contradicción que contradice y
engendra superaciones heroicas (…) Y además, su imagen, su estilo, su imagen,
es decir, la pelea del hombre con el hombre adentro del hombre, porque el
estilo, que es la imagen del hombre, es el peligro, el objeto, el abismo del destino
del hombre, ‘la negación de la negación’ y con él, la batalla del hombre, por
el destino del hombre (…)”
Pablo de Rokha
La
inquietud que agita a nuestra sociedad actualmente, es la de un modelo
neoliberal agónico, incapaz ya de dar respuestas a las contradicciones que
genera en todas las esferas de la vida nacional y niega las necesidades de
desarrollo del país y los derechos de sus ciudadanos. Esta contradicción se
manifiesta de múltiples maneras, en diversos ámbitos e intensidades:
productivo, laboral, social, ambiental, territorial, educacional, jurídico e
institucional.
La
resolución de esta contradicción no va a ser fácil ni va a consistir fatalmente
en la democratización del país ni ha significado hasta ahora, como supuso
Alberto Mayol el 2011, el derrumbe del modelo. Presentar, sin embargo, los
obstáculos que enfrentan las fuerzas democratizadoras de la sociedad como una
evidencia de su imposibilidad, es la expresión de un velado y profundo
conservadurismo.
Las
fuerzas políticas y culturales que lo sostienen -el empresariado, los partidos
de derecha, la intelectualidad conservadora, la reacción católica, burócratas
del intricado sistema de traspaso de fondos públicos a la empresa privada - han
actuado, en cambio, con coherencia y sin ambages por la defensa de los
intereses que resguarda y sobre los que se sostiene.
Efectivamente,
han usado todos los recursos posibles y con los cuales cuentan para oponerle
resistencia: redes de influencia, poder político, dinero, estudios de opinión,
medios de comunicación y hasta la incipiente articulación de movimientos de
masas anclados en la llamada “clase
media aspiracional” conformada al calor de las modernizaciones neoliberales de
los años noventa.
El
problema es que a la consistencia de su acción, no se le ha opuesto hasta ahora
una fuerza equivalente, excepto por episodios y respecto de contradicciones
específicas.
Los
empresarios y los grupos conservadores tienen mucho que perder en esta
coyuntura histórica y su reacción frente a las reformas emprendidas por el
actual gobierno, ha sido como si se estuvieran enfrentando a cambios
estructurales, cuestión evidentemente falsa o a lo menos inexacta.
Lo que
sucede es que el programa de reformas de la Nueva Mayoría, de realizarse,
generaría mejores, mucho mejores, condiciones para comenzar a ejecutarlos
efectivamente. La reacción pareciera haberlo entendido a la perfección y por
ello mismo, no estar dispuesta a ceder un milímetro.
Es un
programa reformista, que concitó el respaldo del 62% de los electores en la última
elección presidencial y parlamentaria. Sin embargo, esa misma fuerza electoral,
en principio, no se ha expresado como un movimiento de masas llegada la hora de
implementarlo y defenderlo.
Es la
tensión latente del nuevo ciclo entre las necesidades de reforma política y
social, -tareas contenidas en el
programa de la Nueva Mayoría- y el sentido común formado en veinte o treinta
años de liberalismo, desde la dictadura militar pasando por los primeros
gobiernos democráticos que le siguieron conformados por la extinta Concertación
de Partidos por la Democracia.
Esto es,
la contradicción entre el cambio cultural que implica la limitación del mercado
y la recuperación de lo público en el modo de vida, los hábitos y las
costumbres de hombres y mujeres, jóvenes y especialmente de los niños, con los
valores, las formas de relación social y de entender al otro que se basan en la
privatización de los servicios, el individualismo desenfrenado y la competencia
a todo evento.
Es
finalmente la misma contradicción que determinó, además, su disolución luego de
las elecciones presidenciales del 2010.
Se trata
por lo tanto de un programa de reforma política que es también una reforma
cultural, precisamente porque en última instancia implica otra manera de
concebir la relación social; a los ciudadanos y ciudadanas como Sujetos de
Derecho y no como consumidores. Sin enfrentar esta condición, es decir, sin
asumir que el programa implica un cambio subjetivo y cultural, es altamente
probable que no logre avanzar lo suficiente como para comenzar la transición
efectiva hacia una sociedad que supere el neoliberalismo y la constitución
pinochetista.
Asumir
la realización del programa sólo como una cuestión de tomar ciertas medidas en
el plano político, económico o social incluso -como si fuera sólo cuestión de
redactar decretos, proponer leyes o resolver acerca de la mejor manera de
administrar los recursos- puede hacer que termine por no ser más que una
especie de declaración de buenas
intenciones.
Por el
contrario, el programa de gobierno debiera ser una estrategia política, una
hoja de ruta, la línea de construcción de una fuerza política y social que
trata de superar el neoliberalismo y al mismo tiempo, propone nuevos horizontes
de desarrollo y progreso al país.
La
batalla cultural y por la hegemonía de las conciencias, ha sido enfrentada por
las fuerzas de la reacción de manera decidida.
En
efecto, el rol de las grandes cadenas de medios comunicación, escritos y
audiovisuales, han actuado no ya como adormecedores de las conciencias, rol que
ocuparon en los años de la euforia liberal y de la globalización en los años
noventa del siglo pasado, sino como verdaderos panfletos, profesiones de fe
liberal que hacen aparecer todos los esfuerzos de reforma económica, política o
social como intentos voluntaristas de modificar el orden natural de las cosas.
Sin
embargo, todo tiene su historia; el actual ordenamiento económico, social,
jurídico y político del país, no es un hecho natural. Se formó primero bajo la
dictadura militar y luego, en los años noventa del siglo pasado, durante los
gobiernos de la Concertación, bajo la Constitución de Pinochet, los principios
de subsidiariedad del Estado y libre competencia; la impunidad de los
violadores de los Derechos Humanos y como se ha hecho público últimamente, en
connubio con las grandes empresas.
El
Programa de gobierno de la Nueva Mayoría tiene, también, su historia.
Reivindicarla, recrearla en un ejercicio permanente de reinterpretación es
urgente y necesario. Que los partidos que la conforman asuman el debate y
entren en contradicción cuando se trata de implementarlo, es no sólo esperable
sino necesario.
Si no
fuera por esa condición, probablemente el país seguiría detenido en esa
somnolencia aburrida, en esa “alegría triste y falsa” de la globalización
neoliberal de los años noventa.
Un
programa de reforma cultural debe asumir entonces el desafío de poner en debate
la historia reciente y la no tan
reciente del país. Porque el programa tiene su historia, que son las luchas del
movimiento social y de los sectores interesados en la democracia y el progreso
de nuestra sociedad.
Es lo
que, por ejemplo, hizo el embajador Eduardo Contreras, generando una campaña
desproporcionada por parte de la derecha y sus medios, propia de fariseos y
plagada de caricaturas. Es lo que por muchos años hicieron Gladys Marín y
Volodia Teitelboim señalando permanentemente los efectos del modelo y
denunciando la exclusión generada, entre otras cosas, por el sistema electoral binominal y la
política de los consensos.
Para que
una reforma política sea efectiva debe por lo tanto consistir también en una
nueva forma de ver el país y la sociedad y de actuar conforme a esa manera de
concebirlos. No habrá cambio social efectivo sin un cambio cultural, así como
la historia reciente de nuestra interminable transición demuestra que un cambio
en los estilos, la pura estética y el tono, no son un cambio cultural ni
social.
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