miércoles, 5 de noviembre de 2014

Tensiones del nuevo ciclo

Dante y Virgilio. Eugene Delacroix


Cultura y cambio social en el Chile actual

“Si  mi cultura existe es porque es la formación humana de un programa sobrepujado por un sistema arterial de ideas, que se hicieron en las entrañas de quien escribe no porque tenga poco o mucho que decir, sino porque el expresar es la ley de su estilo y él es su imagen ensangrentada (…) somos todo tiempo-espacio y toda la historia, conquistándose (…) el hombre es hombre únicamente porque la sociedad existe y existe como representación que representa, como contradicción que contradice y engendra superaciones heroicas (…) Y además, su imagen, su estilo, su imagen, es decir, la pelea del hombre con el hombre adentro del hombre, porque el estilo, que es la imagen del hombre, es el peligro, el objeto, el abismo del destino del hombre, ‘la negación de la negación’ y con él, la batalla del hombre, por el destino del hombre (…)”
Pablo de Rokha

La inquietud que agita a nuestra sociedad actualmente, es la de un modelo neoliberal agónico, incapaz ya de dar respuestas a las contradicciones que genera en todas las esferas de la vida nacional y niega las necesidades de desarrollo del país y los derechos de sus ciudadanos. Esta contradicción se manifiesta de múltiples maneras, en diversos ámbitos e intensidades: productivo, laboral, social, ambiental, territorial, educacional, jurídico e institucional.

La resolución de esta contradicción no va a ser fácil ni va a consistir fatalmente en la democratización del país ni ha significado hasta ahora, como supuso Alberto Mayol el 2011, el derrumbe del modelo. Presentar, sin embargo, los obstáculos que enfrentan las fuerzas democratizadoras de la sociedad como una evidencia de su imposibilidad, es la expresión de un velado y profundo conservadurismo.

Las fuerzas políticas y culturales que lo sostienen -el empresariado, los partidos de derecha, la intelectualidad conservadora, la reacción católica, burócratas del intricado sistema de traspaso de fondos públicos a la empresa privada - han actuado, en cambio, con coherencia y sin ambages por la defensa de los intereses que resguarda y sobre los que se sostiene.

Efectivamente, han usado todos los recursos posibles y con los cuales cuentan para oponerle resistencia: redes de influencia, poder político, dinero, estudios de opinión, medios de comunicación y hasta la incipiente articulación de movimientos de masas anclados  en la llamada “clase media aspiracional” conformada al calor de las modernizaciones neoliberales de los años noventa.

El problema es que a la consistencia de su acción, no se le ha opuesto hasta ahora una fuerza equivalente, excepto por episodios y respecto de contradicciones específicas.

Los empresarios y los grupos conservadores tienen mucho que perder en esta coyuntura histórica y su reacción frente a las reformas emprendidas por el actual gobierno, ha sido como si se estuvieran enfrentando a cambios estructurales, cuestión evidentemente falsa o a lo menos inexacta.

Lo que sucede es que el programa de reformas de la Nueva Mayoría, de realizarse, generaría mejores, mucho mejores, condiciones para comenzar a ejecutarlos efectivamente. La reacción pareciera haberlo entendido a la perfección y por ello mismo, no estar dispuesta a ceder un milímetro.

Es un programa reformista, que concitó el respaldo del 62% de los electores en la última elección presidencial y parlamentaria. Sin embargo, esa misma fuerza electoral, en principio, no se ha expresado como un movimiento de masas llegada la hora de implementarlo y defenderlo.

Es la tensión latente del nuevo ciclo entre las necesidades de reforma política y social,  -tareas contenidas en el programa de la Nueva Mayoría- y el sentido común formado en veinte o treinta años de liberalismo, desde la dictadura militar pasando por los primeros gobiernos democráticos que le siguieron conformados por la extinta Concertación de Partidos por la Democracia.

Esto es, la contradicción entre el cambio cultural que implica la limitación del mercado y la recuperación de lo público en el modo de vida, los hábitos y las costumbres de hombres y mujeres, jóvenes y especialmente de los niños, con los valores, las formas de relación social y de entender al otro que se basan en la privatización de los servicios, el individualismo desenfrenado y la competencia a todo evento.

Es finalmente la misma contradicción que determinó, además, su disolución luego de las elecciones presidenciales del 2010.

Se trata por lo tanto de un programa de reforma política que es también una reforma cultural, precisamente porque en última instancia implica otra manera de concebir la relación social; a los ciudadanos y ciudadanas como Sujetos de Derecho y no como consumidores. Sin enfrentar esta condición, es decir, sin asumir que el programa implica un cambio subjetivo y cultural, es altamente probable que no logre avanzar lo suficiente como para comenzar la transición efectiva hacia una sociedad que supere el neoliberalismo y la constitución pinochetista.

Asumir la realización del programa sólo como una cuestión de tomar ciertas medidas en el plano político, económico o social incluso -como si fuera sólo cuestión de redactar decretos, proponer leyes o resolver acerca de la mejor manera de administrar los recursos- puede hacer que termine por no ser más que una especie de  declaración de buenas intenciones.

Por el contrario, el programa de gobierno debiera ser una estrategia política, una hoja de ruta, la línea de construcción de una fuerza política y social que trata de superar el neoliberalismo y al mismo tiempo, propone nuevos horizontes de desarrollo y progreso al país.

La batalla cultural y por la hegemonía de las conciencias, ha sido enfrentada por las fuerzas de la reacción de manera decidida.

En efecto, el rol de las grandes cadenas de medios comunicación, escritos y audiovisuales, han actuado no ya como adormecedores de las conciencias, rol que ocuparon en los años de la euforia liberal y de la globalización en los años noventa del siglo pasado, sino como verdaderos panfletos, profesiones de fe liberal que hacen aparecer todos los esfuerzos de reforma económica, política o social como intentos voluntaristas de modificar el orden natural de las cosas.

Sin embargo, todo tiene su historia; el actual ordenamiento económico, social, jurídico y político del país, no es un hecho natural. Se formó primero bajo la dictadura militar y luego, en los años noventa del siglo pasado, durante los gobiernos de la Concertación, bajo la Constitución de Pinochet, los principios de subsidiariedad del Estado y libre competencia; la impunidad de los violadores de los Derechos Humanos y como se ha hecho público últimamente, en connubio con las grandes empresas.

El Programa de gobierno de la Nueva Mayoría tiene, también, su historia. Reivindicarla, recrearla en un ejercicio permanente de reinterpretación es urgente y necesario. Que los partidos que la conforman asuman el debate y entren en contradicción cuando se trata de implementarlo, es no sólo esperable sino necesario.

Si no fuera por esa condición, probablemente el país seguiría detenido en esa somnolencia aburrida, en esa “alegría triste y falsa” de la globalización neoliberal de los años noventa.

Un programa de reforma cultural debe asumir entonces el desafío de poner en debate la historia reciente y  la no tan reciente del país. Porque el programa tiene su historia, que son las luchas del movimiento social y de los sectores interesados en la democracia y el progreso de nuestra sociedad.

Es lo que, por ejemplo, hizo el embajador Eduardo Contreras, generando una campaña desproporcionada por parte de la derecha y sus medios, propia de fariseos y plagada de caricaturas. Es lo que por muchos años hicieron Gladys Marín y Volodia Teitelboim señalando permanentemente los efectos del modelo y denunciando la exclusión generada, entre otras cosas,  por el sistema electoral binominal y la política de los consensos.


Para que una reforma política sea efectiva debe por lo tanto consistir también en una nueva forma de ver el país y la sociedad y de actuar conforme a esa manera de concebirlos. No habrá cambio social efectivo sin un cambio cultural, así como la historia reciente de nuestra interminable transición demuestra que un cambio en los estilos, la pura estética y el tono, no son un cambio cultural ni social.

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