Moisés. Rembrandt Van Rijn |
La política consiste en la confrontación de fuerzas de clase contrapuestas. Se trata de un fenómeno que cruza a toda la sociedad, que es complejo y permanente.
Dicha
confrontación puede estar motivada por razones de distinta índole, como unas diversas
concepciones del Estado y el régimen político; doctrinarias e ideológicas o
morales como las que explican en parte las políticas educacionales o las de
salud reproductiva; también por la repartición de los beneficios de la
producción y el crecimiento económico así como su relación con el medioambiente
y la tecnología, que están a la base de las reformas tributarias, laborales,
las leyes de presupuesto, etc.
En este
sentido, prácticamente todo es un problema político. Y la lucha de clases por
esta razón no es el enfrentamiento de dos clases puras, sino una contradicción
determinada que va generando contradicciones más complejas, determinaciones
concretas de lo real y que explican que esté cambiando permanentemente.
Porque toda la
sociedad es una suerte de campo de “operaciones”, de movimientos de fuerzas que
se oponen; que en otras oportunidades colaboran, se alían y luego se separan.
En este
sentido, resulta evidente que la red de conflictos y contradicciones que cruzan
a cualquier sociedad es muy diversa. Salvo en los regímenes dictatoriales, y ni
siquiera eso, la política es sumamente compleja. Las visiones maniqueas de la
sociedad, de la lucha de clases y la política, tienden a borrar esta complejidad y a convertirla
en un asunto de principios, inspirado más bien en una suerte de máxima guiada
por el “deber ser”, propia de un idealismo objetivo más que de una visión
histórica, la que aísla irremediablemente a quienes las sostienen en pequeñas
sectas fundamentalistas sin ninguna incidencia en el devenir de los
acontecimientos.
Tal como Lenin
recuerda la frase del Fausto de Goethe, “gris es el árbol de toda teoría y
verde el árbol de oro de la vida”, la política es precisamente un asunto que
aún encontrando explicaciones y
fundamento en ciertos principios de orden general, es siempre concreta,
contingente, actual y sobre todo compleja.
No es la
confirmación de normas de carácter general, sino por el contrario, la manifestación
de la excepción, el momento de quiebre de la regularidad. Es lo que sostiene el
Che en su artículo “Cuba, excepción histórica o vanguardia en la lucha
anticolonialista”; lo que le reprocha Marcuse a Karl Popper sobre su noción del
historicismo y lo que, contrariamente a lo que sostienen las versiones
vulgares, afirma el leninismo.
El cambio no es
el producto de la confirmación de la norma, sino al contrario de su excepción,
la que además es producto de la acción consciente, intencionada de una voluntad
histórica, de una “subjetividad”. Va más allá de lo inmediatamente dado y apela
precisamente a una sociedad que trasciende lo actualmente existente.
Entonces, además
de un concepto de lo real, es también una teoría del cambio político entendido
como el resultado de la acción de una voluntad consciente, de una subjetividad
que actúa y es capaz de incidir de manera determinante en las condiciones
comúnmente denominadas “objetivas”, ello suponiendo que la acción política no
fuera también “objetiva” ni tuviera una existencia real y fuera sólo expresión
de unos valores y principios matafísicos.
No. Sólo para
el evolucionismo, las concepciones positivistas, naturalistas y que hasta en
algunos casos se podrían tildar de “ingenuas”, los acontecimientos son el
resultado de condiciones inmodificables, “estructurales”, “ya dadas”,
anteriores a la acción teórica y práctica de los seres humanos.
De ser así, no
es concebible el cambio histórico y hasta la democracia misma sería innecesaria
en tanto la sociedad se va acomodando naturalmente en función de esas leyes
históricas inmodificables, objetivas y permanentes. Es lo que termina
justificando visiones totalitarias y antidemocráticas y que no dan cuenta de la
sociedad real.
Es el punto de
vista que sostuvo Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y que
hasta el día de hoy postula un neoliberalismo agónico y que explica la posición
que el Comandante Fidel Castro sostuviera a lo largo de todos los años noventa del
siglo pasado señalando como contradicción principal del período, la existente
entre neoliberalismo y democracia, contradicción que se sigue manifestando en
la actualidad en todo el mundo y probablemente con más radicalidad que entonces.
De esa manera,
la “utopía” en los proyectos de cambio político y social, para el leninismo
ocupa un lugar primordial; ciertamente el realismo, la consideración de lo
contingente, de lo complejo son uno de los rasgos fundamentales del leninismo,
pero el utopismo, la apelación a una nueva sociedad, es también uno de sus
rasgos esenciales y no uno que esté en contradicción con aquel sino que actúa en
la fractura, en lo complejo, dando
origen a lo nuevo, lo inesperado, lo improbable, como explicación del cambio.
Principio, que fue reemplazado por las éticas de la responsabilidad, propias de la
renovación socialista de los tiempos de la denominada “transición a la
democracia” y que intentaban acomodar, inúltimente, los idearios de cambio
radical al predominio del libremercado y la globalización como si fueran el
límite de la historia humana.
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