martes, 27 de diciembre de 2022

Cultura y democracia bajo el neoliberalismo

 


Jorge Teillier



Cuando las amadas palabras cotidianas

pierden su sentido

y no se puede nombrar ni el pan,

ni el agua, ni la ventana,

y la tristeza ha sido un anillo perdido bajo nieve,

y el recuerdo una falsa esperanza de mendigo,

y ha sido falso todo diálogo que no sea

con nuestra desolada imagen

aún se miran las destrozadas estampas

en el libro del hermano menor…

Jorge Teillier

 

 

Así parte el poema “Otoño secreto”. Describe el desarraigo de un joven de Lautaro llegado a estudiar historia en el Pedagógico de Santiago en los años cincuenta del siglo pasado.

Ese desarraigo es en el que nos ha sumido también el neoliberalismo. Es el predominio de las puras fuerzas del mercado, la imposibilidad de reflexionar y debatir acerca de las normas de convivencia de los seres humanos y de relacionarse con la naturaleza. La expresión jurídica de esta situación de predominio del neoliberalismo, es la Constitución del 80. 

En éste, es el mercado el que dirige pautas de comportamiento moral, social y cultural. Modela la libertad como la posibilidad de elegir entre las diversas opciones que, en principio, se ofrecen en él. La libertad ya no es concebida como autonomía del Sujeto para crear sino como la posibilidad de escoger entre lo que hay en el mercado.

Los individuos no existen sino solamente en la medida en que califican como clientes y es ese su único atributo. La actividad humana se debe adaptar a este modelo, a esta concepción de la libertad intrínseca al mercado, o perecer. 

Por ello, en los últimos treinta años e incluso en los últimos treinta cinco o cuarenta años, se fue consolidando una cultura liberal de marcada impronta individualista, que hizo de la diferencia precisamente el principio de la igualdad; por tanto, del consumo, un símbolo de diferenciación, un factor exclusivo de movilidad social y de la competencia un modo natural de comportarse . 

Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de unas formas de relacionarse los seres humanos entre sí y cómo en estas relaciones van estableciendo ciertos principios que les sirven para orientar su propia vida, que es una vida social.

Para la concepción dominante en la actualidad, en cambio, la cultura es una suerte de núcleo irreductible, inmodificable, que consiste en un repertorio de valores ya dados a hombres y mujeres, anteriores a su propia acción y sobre los cuales sólo es posible escoger.

En efecto, para esa concepción vulgar la cultura y la moral son un conjunto de valores trascendentes que orientan las acciones de un grupo social. La lucha política, por lo tanto, la lucha entre sistemas de valores opuestos y no la disputa por el poder.

Sin embargo, la cultura y la moral son la expresión de diversas formas de concebir el mundo y las relaciones entre los seres humanos a partir de su diversa posición frente al poder y la sociedad –esto es, frente a otros grupos y clases sociales; no es una disputa entre conservadores y liberales, entre demócratas y autoritarios, entre progresistas y reaccionarios, a partir de una consideración abstracta de esos valores, entre ellos la libertad individual.

La política dominante de la transición en este sentido, sólo en este sentido, postuló que menos Estado iba a traer aparejado el despliegue de la iniciativa de más sociedad civil, más autonomía, más libertades individuales y colectivas. Pero a lo que hemos llegado es más control, exclusiones y desigualdad. Más dependencia de los consumidores al control de las empresas; menos poder de negociación de los sindicatos; más concentración de la riqueza y de los medios de comunicación; incluso menos posibilidades para elegir.

Y lo que ha traído aparejado esta pérdida de libertad y autonomía del individuo, pese a la promesa liberal es un deterioro de la voluntad, de la iniciativa individual, y por cierto, también la colectiva.

Es esta situación la que provoca una suerte de inacción o falta de iniciativa que el posmodernismo postulaba en el conocido tópico de la “desaparición de los sujetos”, en el capitalismo de fines del siglo XX. En primer lugar, la clase obrera que ha sido declarada muerta y enterrada varias veces desde entonces, pese a que por ejemplo en Europa, en los últimos diez años, ha habido más huelgas que en los sesenta y cinco o setenta años transcurridos después de la segunda guerra.

Y por otra parte en el discurso que postula la autonomía, en relación a proyectos de cambio global.

Vaciada de contenido y sustancia incluso la apariencia va reemplazando la verdadera estética; las palabras, los juegos de palabras, a las ideas y las ideas, los símbolos y las formas a su vez, se van haciendo cada vez más vacías. Ya no expresan supuestamente fuerzas, clases y movimientos sociales.  Son puras formas sin ninguna sustancia humana. Y el mundo, por esa razón, una pura representación.

A la vuelta de treinta años, resultó que esta representación no se correspondía con lo real y que la gente ya no está conforme con esas formas vacías, con la pura estética ni con las infinitas posibilidades que el mercado le ofrece. Pero ese mismo malestar, que de individual mudó a social en los últimos diez años, dispone de unas “actitudes” herederas aún de la cultura individualista del liberalismo. Por ello, aunque los valores del sistema estén en franca bancarrota; habiendo una crisis generalizada del sistema político y un descrédito tan grande de sus instituciones, ello todavía no se traduce en un movimiento de masas con un sentido de transformación estructural y se debate entre el individualismo y la búsqueda de sentidos colectivos y de país.

Eso es el proceso constituyente en curso, el que -aun cuando se le trate de limitar y encauzar- expresa la fractura que el modelo introduce en nuestra sociedad entre un Estado de clase y una Sociedad Civil que no se ve reflejada en él y su incapacidad de superar dicho estado.

En los inicios de lo la “transición a la democracia”, Eugenio Tironi planteó que la mejor política de comunicaciones que podían tener los gobiernos democráticos era “no tenerla”. Entonces, la política del Estado en esta materia consistió en dejar que el mercado, como ocurrió también en el ámbito educacional, la regulara. De esa manera, excepto medios ligados a los grupos económicos y empresariales, muchos desaparecieron por su incapacidad de sobrevivir en éste, pese al aporte que hacían al medio editorial en términos de pluralismo informativo y al rol que jugaron en la recuperación de la democracia (análisis, apsi, Cauce, Fortín Mapocho; más tarde La época, Rocinante, etc.).

En los años noventa del siglo pasado, además, floreció el negocio de la televisión privada mientras los canales universitarios, que cumplían una importante función en lo que dice relación con la cobertura de una programación educativa y cultural, fueron enajenados por las propias universidades en procesos sumamente complejos y tensos. Irrumpieron asimismo las grandes transnacionales de las comunicaciones y el entretenimiento como FOX, CNN y Warner.

Las radios universitarias han sobrevivido también en medio de estas tensiones y la amenaza permanente de su enajenación.

Esta expansión de las lógicas de mercado en el ámbito de los medios de comunicación de masas –medios escritos, televisivos y radiales-, sin embargo, no ha resultado en un mayor pluralismo ni en informaciones y contenidos de mejor calidad. Todo lo contrario. El mercado, en lugar de favorecerlos, redundó en una cada vez mayor concentración de los medios; su postración ante los poderes económicos aliados del conservadurismo moral. En la televisión chatarra que explota el sensacionalismo y el fisgoneo, ahora además a nivel transnacional.

El trabajo tampoco ha sido objeto de un debate. El neoliberalismo lo convirtió en un “hecho”. Todos los mecanismos de limitación de los espacios deliberativos de la sociedad y del sistema político tuvieron ese resultado. Y como cualquier hecho que se experimenta “naturalmente”, no se cuestiona ni se problematiza.

Entonces, al naturalizarse el trabajo como un mero productor de “cosas” y en tanto fuente de la subsistencia material de una sociedad incluso, también se naturalizan las relaciones que se establecen entre quienes son dueños de estas cosas o se las apropian y quienes las producen.

Los empresarios mantienen una posición de dominio casi inexpugnable que proviene de su propiedad sobre éstas, mediada de las más diversas y sofisticadas maneras -mediaciones que se dan en el sistema educacional, los medios de comunicación, el sistema político y que luego se reproducen en hábitos y costumbres-.

Por ello, esta posición hegemónica de una clase es vivida como algo “natural”.

El trabajador, en efecto, ocupa una posición subordinada en tanto su sobrevivencia material, está determinada por la voluntad de quienes poseen la propiedad de las cosas, los objetos producidos y los medios para hacerlo: contratar o despedir, asignar funciones o trasladar al trabajador, flexibilizar la jornada, fijar salarios en forma, prácticamente, unilateral, etc.

En eso consiste la “hegemonía cultural”. Consiste en la naturalización de los intereses, consecuentemente los valores, las costumbres, y la concepción del mundo de una clase, como si estas fueran las de toda la sociedad o como si fueran "naturales".

Si para esta cultura hegemónica, el mundo es una reunión de hechos y de cosas; la “creación” se convierte por consiguiente en una realidad exterior o ajena al ser humano, no un resultado de su actividad práctica.

Estas cosas se constituyen en mercancías y criterio de “valor”. Legitiman en efecto la relaciones sociales y culturales como un intercambio de cosas entre quienes las poseen y quienes no las poseen y valoradas en cuanto tales sólo en la medida que se les asigna un precio.

Por ello la actividad de hombres y mujeres tiene como finalidad, en la cultura dominante de los últimos treinta años, la posesión de estas cosas. El consumismo en este sentido no es una anomalía sino uno de los rasgos esenciales de la cultura dominante y de nuestra vida social.

El que no haya un debate sobre el sentido, la dimensión creativa del trabajo, su utilidad social, una reflexión sobre los objetos producidos, afecta también la actividad artística desde el momento mismo en que no hay espacios institucionales que permitan este debate; medios de difusión y exhibición, como no sean los del mercado.

Pero al mercado no asisten “ideas”; o “formas” en el sentido que tradicionalmente la estética ha asignado a este concepto. Para el mercado existen cosas, objetos denominados en este caso “obras de arte”; objetos exteriores y ajenos a sus propios creadores, separados y/o diferentes del debate sobre su “sentido”, “utilidad”, etc.

Objetos que se pueden medir y evaluar; por tanto, mercancías, fuente de sobrevivencia material para quienes las producen y no una reflexión sobre sí mismas, los procedimientos para crearlas, los contenidos que las animan; su eficacia como lenguaje ni en una toma de posición frente a la sociedad.

De esa manera, los profesionales del arte, ya no son los productores de una cultura alternativa, cuestionamiento de los valores de la sociedad de consumo y la masificación de las imágenes como formas de dominación y de control social.

Este mismo fenómeno afectó a la gente de las letras, de la filosofía y las humanidades en general, quienes están sometidos a los concursos por fondos para la investigación y al cumplimiento de estándares para la difusión de su pensamiento en publicaciones u ocupar puestos en la academia .

En resumidas cuentas, los artistas y los intelectuales, no han sido inmunes a la situación de enajenación del trabajo bajo el predominio del neoliberalismo. Enajenación que se ve agravada en su caso, además, porque quienes profesionalmente cumplieron una función de creación, crítica y pensamiento alternativo, han visto su trabajo, su “creación” –como la de todos los trabajadores- convertido en una cosa, una mercancía transable y por lo tanto, incorporados al sistema como un engranaje más.

El refinado totalitarismo del modelo neoliberal, entonces, arrebató a los trabajadores de la cultura, de las artes y las humanidades la precaria autonomía de que gozaron en el pasado para reflexionar y elaborar un pensamiento crítico que actuaba como motivación para la expansión de la democracia y los derechos económico sociales y culturales de chilenos y chilenas.

En resumidas cuentas, la pérdida de autonomía y libertad, que se limitan a la elección entre las posibilidades que brinda la cultura dominante, que ha originado el capitalismo neoliberal en los últimos treinta años en nuestro país, no solamente ha redundado en una inacción y deterioro de la voluntad a nivel individual, sino que además, ha actuado como mecanismo de freno a todo proyecto colectivo de reforma social y también cultural.

La crisis que afecta al modelo neoliberal da cuenta del antagonismo que existe entre democracia y la “representación” estética que ha hecho de sí misma y de la subjetividad. Se trata por lo tanto además de una crisis cultural.

Ello, pues los valores del sistema neoliberal y de la globalización, invadieron toda la vida social y se apoderaron -o intentaron hacerlo al menos- de las mentes y los cuerpos de miles y millones de personas. Privatización, emprendimiento, competencia, “pagar por todo”, son los valores que, por muchos años, por décadas, se nos impusieron como verdades incuestionables, como el punto culminante de la historia y el triunfo definitivo del liberalismo.

Los valores hegemónicos del neoliberalismo sin embargo no son los valores del pueblo, sino los valores, la “moral”, de quienes detentan el poder desde la empresa privada, los medios de comunicación de masas, de los que manipulan conciencias desde el sistema escolar y universitario.

También la banalización de lo político y la irrelevancia aparente de la acción del Estado es una característica de la crisis cultural del neoliberalismo.

Crisis que se expresa en el abstencionismo, tanto como en los estallidos periódicos del movimiento social. Se trata de una manifestación ideológica del sistema neoliberal que se refleja en furiosos discursos contra los partidos políticos y a favor de una supuesta autonomía de lo social que lo considera como una “cosa” que existe con independencia de la voluntad y la acción de los sujetos y que favorece los populismos de la peor especie.

Pero la realidad no es una cosa. Es el resultado de las aspiraciones y luchas de estudiantes, trabajadores, mujeres, ambientalistas, pueblos originarios, pobladores sin casa. Y a menos que se restituya la soberanía en el pueblo y los ciudadanos –que son ellos y no “hombres” abstractos- lo más probable es que la explosión social sea todavía más grande.

Entonces, el objetivo principal de los trabajadores, del campo social y popular es elaborar una política que cuestione los valores dominantes con un sentido de reforma material que señale objetivos y tareas.

El lugar de la lucha en el campo cultural, en un sentido estrecho, es otorgar la “forma” y construir un sentido que por ahora se manifiesta en la crítica al proceso de transición pactada. Al predominio del dinero en la relación social; al escamoteo de la política de los sujetos que la ha hecho patrimonio de especialistas. A la discriminación y la exclusión por motivos políticos, ideológicos, étnicos, de género, regionales, territoriales y también generacionales, en una frase discriminación de todo aquello que no integra la cultura mercantilista, individualista, fragmentadora y enajenada del sistema neoliberal.

También consiste en la reivindicación de la memoria. El rescate de la historia, que es la historia de la diversidad propia de lo popular. Que valora la cotidianidad; el compañerismo en las relaciones sociales, los afectos el cuerpo y la sexualidad de los seres humanos; la consecuencia de la práctica y el discurso, entre la poesía y lo real.

La crisis cultural del neoliberalismo es la crisis de una determinada manera de concebir las relaciones sociales y el Estado; la ciudadanía, la soberanía y sus relaciones con el mercado.

No asumirlo y movilizar a miles que no se expresen como una fuerza política y de masas con sentido de transformación culrtural y que, incluso, se puedan inclinar hacia el autoritarismo y la represión, es un riesgo presente de la situación actual. Lamentablemente, ejemplos en la historia reciente tenemos varios.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Y ahora ¿qué hacer?


Miguel Angel. La sibila délfica. Capilla Sixtina. 1508 a 1512



La reciente firma de un acuerdo para concluir el proceso constituyente, es quizás la noticia más importante del último tiempo, desde septiembre a esta parte. Pese a este triunfo del "diálogo" y los "acuerdos", no hubo foto grupal ni brazos en alto, expresión de la dispersión política y lo crispados que están los ánimos y el carácter un poco forzado que tuvo. 

Es un logro, primero, para el gobierno y para el Presidente Boric que se la han jugado por la continuidad  del proceso hasta conseguir una nueva Constitución. Momentáneamente fueron derrotados los sectores más reaccionarios representados por Kast y su secta de fanáticos, que han hecho lo posible para dar por concluido el capítulo constitucional el 4 de septiembre. 

La derecha tradicional, en cambio, parece haberse rendido ante esa obligación determinada por el plebiscito de entrada, admitida a regañadientes y solamente por un compromiso  formal aunque evidentemente no por una convicción democrática auténtica derivada de la crítica al carácter autoritario, excluyente y retrógrado del mamarracho vigente en la actualidad. 

Su mayor logro a partir del 4 de septiembre y lo que vino después, fue colocar la política nuevamente en el escenario que más le acomoda. El del muñequeo, el de las conspiraciones, los consensos y colocar al pueblo en el lugar de espectador. Una situación inmejorable para ellos, en el entendido de que su objetivo es mantener las cosas más o menos como siempre, proteger los intereses de los grandes empresarios; los valores conservadores; y evitar a toda costa que la chusma se inmiscuya.

En ese sentido, consiguió la determinación de los bordes, la inclusión de "expertos", disminuir el número de convencionales y el establecimiento de un árbitro para limitar el alcance del proceso, y evitar lo que llamó "excesos refundacionales". Del otro lado, haber conseguido que la totalidad de los convencionales que redactarán la nueva constitución sean electos; la paridad de todo el proceso; las cuotas de representantes supernumerarios de los pueblos indígenas y la limitación del rol de los expertos, garantizarían momentáneamente su carácter soberano. 

Excepto Lagos que ya se había propuesto para conformar un comité de expertos que se dedicara a la redacción de una nueva Constitución, nadie quedó contento. O lo hizo a medias. 

El acuerdo, finalmente, sólo da cuenta de la correlación de fuerzas. Ni la derecha ni los empresarios tienen garantizada la mantención de la Constitución actual ni los sectores transformadores, la fuerza suficiente para aprobar, en la actualidad, una Constitución que cumpla con todas sus expectativas y las de los que han luchado por décadas por un Estado Democrático. 

Tal como ocurrió el 2019, después del paro convocado por todas las organizaciones sindicales del país, los sectores conservadores se apuraron a presionar por la conclusión de un acuerdo, en esa ocasión para evitar la caída de Piñera lo que habría provocado una crisis estructural del sistema de dominación vigente; ahora para prevenirla, aprovechando además la posición privilegiada que les da el resultado del 4 de septiembre. 

En efecto, a diferencia de aquella ocasión, en que la iniciativa la tenía el pueblo a través de las más diversas formas de manifestación y lucha de masas, que iban desde la desobediencia civil, acciones de sabotaje a pequeña escala, manifestaciones callejeras, caceroleos, hasta llegar al paro nacional, hoy en día la crisis del sistema se procesa en las alturas, en los pasillos del Parlamento, en las conversaciones de los partidos, la prensa del sistema y la academia. 

Después de una derrota electoral de proporciones homéricas; apatía y desmovilización; teletón y mundial de fútbol de por medio, lo más lógico era que los términos de este acuerdo fueran lo que son. Pero no cierran el capítulo constituyente. ¿Cuál es el desafío para los sectores democráticos, progresistas y de izquierda? ¿Para los movimientos sociales interesados en la promulgación de una nueva Constitución que les asigne un lugar en la sociedad y en el Estado que sea más que el de consumidores o reuniones de individualidades egoístas que mejor podrían resolver sus demandas solos en el mercado y cuando este no funciona en tribunales o superintendencias? 

La movilización del pueblo y su unidad. La promoción de nuevos cuadros y de generaciones nuevas a posiciones de liderazgo en organizaciones políticas y de masas. La preparación de candidatos jóvenes, provenientes de las organizaciones sindicales y territoriales de base, profesores y profesoras, trabajadores sociales; de la agricultura familiar campesina; la pesca artesanal y todos los sectores afectados directamente por el modelo. 

El comité de expertos, permite  hacer visible la separación entre  la representación social y popular del rol ideológico que en estos treinta años han jugado los denominados "expertos". Como lo prueba la experiencia, la realidad no entra ni es explicada por sus manuales. Menos mejorada por sus recetas que en general han acabado siempre en los descalabros más resonantes -como el Transantiago- o en la profundización de la desigualdad y el subdesarrollo. 


 


domingo, 11 de diciembre de 2022

Y el pueblo, ¿dónde está?




Pasó otra semana sin que los partidos políticos llegaran a un acuerdo de cómo continuar el proceso constituyente. Es un hecho indesmentible que la derecha o no tiene interés en hacerlo -lo que demuestra una vez más su inveterada mendacidad- o no encuentra una fórmula ajustada a su interés en que nada cambie y ha estado jugando todo la semana que pasó a ganar tiempo.

Amarillos por Chile, un chungo de personajes clasemedieros con ínfulas de superioridad intelectual, ha dado un triste espectáculo comportándose como su grupo de choque, poniendo todas las trabas posibles, desde una presunta posición dizque de "centroizquierda", siendo menos que un grupúsculo pero contando con toda la maquinaria mediática del empresariado para difundir sus permanentes ataques al proceso constituyente. Un triste final para sectores que alguna vez fueron parte del progresismo y que en el transcurso de los últimos treinta años se acomodaron a las pequeñas prebendas que pudieron hacerse en los intersticios del sistema, en fundaciones, en el área del outsourcing de las funciones del Estado; también en los medios y las universidades privadas.

Para que el proceso pueda continuar, dadas las nuevas condiciones acordadas en el Parlamento días antes del plebiscito, se requieren de 4/7 del Parlamento precisamente, umbral que a estas alturas y dada la intransigencia de la derecha y la radicalidad de su grupo de choque, se ve difícil de alcanzar de no haber acuerdo entre los partidos. La "ciudadanía" se ha convertido en el transcurso de estos tres meses en una masa de espectadores entre incrédulos e indiferentes y al mismo tiempo, molesta y a punto de estallar de nuevo. Es el resultado de las concepciones liberales que han puesto una zanja entre la sociedad civil y el Estado, que sólo se debe preocupar de la seguridad mientras de todo lo demás, que cada cual vea cómo lo resuelve. 

En este punto es bien poco lo que se puede avanzar insistiendo en esa misma receta que deja al pueblo afuera, la tristemente célebre cocina de Zaldívar. 

Por esa razón, aunque no sea la única opción ni la ideal, el plebiscito se ha empezado a abrir paso como solución. Se trata de la única manera medianamente realista de resolver esta fractura aparentemente insalvable que instala el Estado subsidiario en la sociedad. Pero sin haber hecho un ejercicio de movilización popular y de masas en que la "ciudadanía" realice un auténtico ejercicio de deliberación, el plebiscito podría no ser más que la realización de una encuesta, algo similar a lo que pasó el 4 de septiembre pasado. La clave para salir del impasse constitucional está precisamente en hacer de la demanda por el plebiscito ese ejercicio de deliberación ciudadana que haga saltar los obstáculos que la derecha y sus mayordomos ponen para terminar por impedir la culminación del proceso constituyente. 

El fascismo asecha. El reciente golpe de estado en el Perú es una señal clarísima de lo que están dispuestas a hacer las clases y sectores dominantes de la sociedad con tal de no perder sus privilegios. La confianza del pueblo no es una línea de crédito y es exactamente lo que explota y ha explotado la ultraderecha siempre: la desconfianza, el miedo, la incertidumbre, como manera de hacerse del poder. La derecha tradicional ya casi sucumbió a sus encantos y sus partidos sobreviven añorando restos de antigua opulencia solamente. El futuro del sector está en manos de los republicanos, lo que sobreviva del partido de la gente, el team patriota, etc. 

La única manera de detenerlos es la culminación del proceso constituyente. A la derecha y probablemente a más de algún sector del empresariado criollo no le moleste un nuevo estallido que sin duda van a usar como pretexto para exigir mano dura y represión. A los sectores democráticos y auténticamente progresistas les corresponde defenderlo, volver a impulsarlo esta vez apoyándose en la organización del pueblo, en barrios, en sindicatos, en colectivos de género, juveniles, ambientalistas y de Derechos Humanos. 

Los partidos han hecho lo suyo; es el momento de que las organizaciones sociales -sectoriales y territoriales- que en el transcurso de la campaña por la elección de convencionales lograron movilizar a millones, lo hagan nuevamente. 




lunes, 5 de diciembre de 2022

¿Hasta donde está dispuesta a llegar la derecha?

Honoré Daumier. Los jugadores de ajedrez, 1864



Se supone que esta semana los partidos políticos que están realizando un diálogo que debiera conducir a la culminación del proceso constituyente, deben llegar a un acuerdo para proponerle al país. Está difícil. Ha sido difícil. Tanto que hasta el mismísimo Luksic y el ex presidente Ricardo Lagos, los han conminado a cerrarlo lo antes posible, sin referirse claramente al problema que los tiene trabados. Una manera muy sibilina de manifestar preocupación republicana, sin referirse al fondo del asunto.

Las dos coaliciones de gobierno, y el Presidente de la República, han manifestado la misma preocupación y señalado sinceramente su posición al respecto.

Los únicos porfiados que no lo han hecho, y que dicen estar dispuestos a tomarse todo el tiempo del mundo, son los representantes de la derecha, que van desde los que preferirían no hacer nada y quedarse con la Constitución del 80, amparados en una interpretación aprovechada y poco realista del plebiscito de salida -lo que en la jerga filosófica y científica se conoce como "ideología"-  hasta los prestidigitadores que están enredados por sus declaraciones previas al plebiscito, los intereses de clase que sirven; las presiones de parte de su electorado y de su sector más ultra, representados por Kast, De la Carrera y Pancho Malo.

En efecto, se comprometieron a colaborar en la culminación del proceso constituyente en el entendido de que si bien estuvieron en desacuerdo con lo redactado por la Convención Constitucional desde que ésta fue electa y comenzó sus deliberaciones, el mandato popular del plebiscito de entrada fue tirar la Constitución del 80 al tarro de la basura y redactar una nueva. El polémico acuerdo del 15 de noviembre de 2019, sin embargo, sigue pesando. Los cambios de las normas electorales que regularon todo el proceso mediante, profundizaron el enredo haciendo de éste una expresión clarísima de la dispersión y tirantez social y política que caracteriza a la sociedad desde a lo menos hace tres años.

Ciertamente, ni el centro extravagante surgido al calor de la Convención Constitucional y el plebiscito de salida, y que actuó todo este tiempo como marioneta de la derecha, ni la derecha misma, pueden pues en sus ensoñaciones suponen una sociedad armoniosa, sin desigualdad, ojalá sin política, en la que todo se resuelve en el mercado o amistosamente mediante un consenso, en el que la lucha de clases no existe. Uno, por cierto, que tiene como contenido la misma realidad, con todo lo que ello implica de injusticia, desigualdad, exclusión, explotación, etc.

Esa es la razón obviamente para que se oponga a una Convención cien por ciento electa y prefiera un grupo de “expertos”. La derecha quiere reemplazar la realidad y la opinión de la gente por ideas sacadas de sus manuales de economía política, derecho y filosofía. Ideas que, por cierto, nos tienen donde nos tienen como país.

Dicen que una convención cien por ciento electa no da garantías de moderación, mientras ellos defienden un sistema de AFP’s que es la manifestación misma del extremismo liberal; mientras se oponen a una reforma tributaria que apenas le permitiría al Estado recaudar fondos para implementar el programa de gobierno -ni siquiera para eliminar la escandalosa desigualdad que caracteriza a nuestra sociedad, gracias a sus dogmas libremercadistas-.  Que persiguen de manera grotesca a la ex presidenta de la Convención, la profesora Elisa Loncón; a los ministros y ministras por toda clase de desastres sin pruebas ni argumentos, haciendo uso de una chambona concepción de la libertad de expresión y de las atribuciones que por ejemplo tienen los parlamentarios.

La derecha está metida en un zafarrancho producto de su extremismo pero también de su demagogia, su hipocresía y el ideologismo que guía sus retorcidos razonamientos. El tiempo corre en su contra y lo más probable es que en estos días trate de tirar la pelota al corner de nuevo para ver si pude ganar un poquito más de tiempo. Pero como dijo el Presidente Allende, los procesos sociales no se detienen. Menos con muñequeo ni con interpretaciones ideologizadas. La responsabilidad de la izquierda es que esto sea con el menor costo para el pueblo, pero no al precio de alcanzar sólo la medida de lo posible. Un acuerdo con la derecha para concluir el proceso constituyente es necesario, pero es ésta la que se encuentra más cuestionada y la que debe entregar garantías.