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Kurt Schwiters. MZ 318 CH., 1921 (collage) |
Si hay algo en lo que prácticamente todos los sectores políticos que no
son de derecha coinciden, es en el peligro que representa el fascismo hoy por
hoy. Las demostraciones ya son demasiadas y demasiado evidentes como para
seguir considerando a sus representantes como Milei, Bolsonaro o la dupla KK,
simples radicales o fanáticos que perdieron la chaveta. Eso ya es un paso
adelante. La idea de realizar una primaria lo más amplia posible en ese sentido
se va abriendo paso, lo que también representa un avance.
La irrupión del fascismo, además, desordena a la derecha tradicional, de
manera tal que deambula entre una más que sospechosa tolerancia con éste, la
reivindicación de sus matices y una abierta renuncia a sus pasadas afirmaciones
democráticas y de respeto por los Derechos Humanos -por falsas que fueran-.
Chile Vamos se mueve entre la "motosierra" y la "podadora",
según las circunstancias, el cálculo electoral y los intereses en juego.
Las políticas impulsadas por el jefe internacional de esta banda, Donald
Trump, desarman en pocas horas, además, sus antiguas creencias y principios
doctrinarios sin que sus epígonos criollos acierten a articular una sola frase
para comentarlas -así como el batallón de economistas liberales que cita El
Mercurio diariamente- excepto para ver oportunidades en nimiedades que les
permitan seguir sosteniéndolas mientras se caen a pedazos o decir "podría
haber sido peor".
Lo único que le queda es su odio por los pobres; su atávico miedo a las
clases trabajadoras; a los excluídos y excluidas y su defensa del repertorio de
valores más anacrónico posible, que son lo único que sostiene su posición de
dominio en nuestras sociedades actualmente a falta de doctrina, propuestas y
acciones consistentes. Trump mismo es un ejemplo suficientemente elocuente al
respecto.
El fascismo es, pues, no una anomalía del sistema democrático ni una
amenaza que proviene del exterior sino el resultado del neoliberalismo, su
última trinchera, el único argumento que le queda para sostenerse. En este
sentido, el desconcierto que a muchos aqueja en la hora actual no es otra cosa
que una manifestación de la naturalidad con la que los pincipios del
neoliberalismo fueron asumidos en el pasado: la privatización, la apertura
comercial, la desregulación de los mercados y la flexibilización del
trabajo.
No se puede combatir al fascismo, entonces, sin oponerle al repertorio
de reproducciones remasterizadas del neoliberalismo que propone, incluida su
obsesión por el control y la seguridad, una alternativa que salga de los bordes
que éste implantó en los últimos treinta años, y que por cierto excluyen los
derechos de los trabajadores a la negociación colectiva y a una huelga
efectiva. También la posibilidad de que la sociedad asuma la organización
racional de las vidas de los seres humanos y sus relaciones con la naturaleza,
entregadas a la supuesta "mano invisible" del mercado. Los derechos
humanos de migrantes, pueblos indígenas, mujeres y disidencias sexogenéricas
(primeras víctimas sacrificiales del fascismo según lo han declarado y
demostrado prácticamente en todos los países en los que ha llegado al
poder).
Por cierto, no se trata de un debate de "ideas", que se
expresarían simplemente en el lenguaje de la amistad cívica y de un consenso
que por todo lo dicho es absolutamente imposible; se trata de una intensa lucha
política y de masas por la hegemonía cultural, por los valores que debieran
inspirar a la sociedad a la que aspiramos todos quienes estamos dispuestos a
enfrentar al fascismo.
El rol del sindicalismo, del movimiento social y los partidos
democráticos es precisamente señalar esta inconsistencia de la derecha y movilizar
a la sociedad en función de detener esta oleada fascista y llenar de contenido
concreto esa oposición -no de valores abstractos de una dudosa moralidad que lo
mismo dan para declararse antifascista que para oponerse al derecho a huelga.
Restarse en la hora actual de esta lucha política y social puede significar la
desaparición de históricos referentes del progresismo y por el contrario,
asumirla como el desafío principal de la coyuntura, una oportunidad para
empezar a construir el movimiento popular que en el siglo XXI pueda volver a
abrir las grandes alamedas.
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