El intento de
golpe de estado en Venezuela y la posibilidad de una intervención militar de
los Estados Unidos en ese país, es parte de una trama caracterizada por la ofensiva y la recuperación de las fuerzas de derecha del continente.
El que no se hicieran efectivas,
afortunadamente, demuestra que no es una historia ya escrita y con un triunfo de la reacción como desenlace fatal. Sin embargo, eso no significa que no pueda ocurrir.
¿De qué depende? Primero y sobre todo, de la
agresividad, la codicia y ambición política del gobierno de los Estados Unidos.
Ya lo han demostrado en todas sus
intervenciones militares anteriores. Que todas sus mentiras ni siquiera sean
consideradas como una posibilidad razonable por el resto de los gobiernos del
mundo –exceptuando a sus títeres y secundones-, y que queden en
evidencia después de haber arrasado países y pueblos enteros, como fue en Afganistán
e Irak o Siria recientemente, no ha sido obstáculo para realizarlas.
Sus derrotas en el frente político y diplomático
no hacen otra cosa que exacerbar sus tendencias fascistoides. Obvio, cuando no
hay argumentos racionales, ni fundamentos jurídicos o razones morales, la
fuerza se impone como un puro hecho que ni siquiera necesita explicación.
Pero además, la posibilidad de que haya golpes de estado
o una intervención militar en América del Sur, depende de lo que haga el campo
de los demócratas, las organizaciones sociales y la izquierda del continente.
Lamentablemente, su respuesta –salvo honrosas
excepciones- ha sido tibia. Es cosa de leer las declaraciones de importantes
dirigentes de partidos socialdemócratas de Chile, como el PPD, algunos de los que conforman el FA o el
PS, para comprobarlo.
Ni una sola condena a la política belicista ni a la injerencia de los Estados Unidos en los asuntos latinoamericanos, salvo las que van precedidas de una larga explicación tendiente a comprobar que no por eso se es aliado de la “dictadura” de Maduro o consideraciones acerca de los principios de la diplomacia de una dudosa objetividad.
Ni una sola condena a la política belicista ni a la injerencia de los Estados Unidos en los asuntos latinoamericanos, salvo las que van precedidas de una larga explicación tendiente a comprobar que no por eso se es aliado de la “dictadura” de Maduro o consideraciones acerca de los principios de la diplomacia de una dudosa objetividad.
Afortunadamente, líderes como AMLO, Gustavo Petro
o Tabaré Vázquez, han puesto una cuota importante de decencia en el debate y
especialmente, han intervenido de una manera que ha aportado a la resistencia a
las políticas injerencistas de los “halcones” de Washington.
Precisamente, porque se han involucrado en la contradicción principal que estremece al continente, que es la que hay entre la democracia y el sometimiento de nuestros países a intereses extranjeros, entre la soberanía y el imperialismo, en lugar de entretenerse en juegos de palabras y elucubraciones teóricas.
Y en ese fárrago doctrinario que combina presuntos principios morales con teorìas sobre la globalizaciòn y el reacomodo del orden mundial, se olvida lo esencial, que es la confrontaciòn entre las clases sociales y el papel principal que el imperialismo -palabra aparentemente pasada de moda pero que en las ùltimas semanas ha recuperado incluso legitimidad acadèmica- tiene en ella.
Ni siquiera hay que ser de izquierda para comprenderlo y asumirlo. Las tendencias latinoamericanistas, populistas y reformistas de todo el continente durante el siglo XX lo hicieron muy bien.
Y probablemente, podrìamos decir que el diálogo con el marxismo, expresado en la unidad de fuerzas de izquierda diversas -leninistas, trotskystas, indigenistas, del sindicalismo, el movimiento campesino y en la década del ochenta, incluyendo a cristianos, movimientos barriales y poblacionales en todo el continente, demuestra que es la clave de su comprensión y la realización práctica de una política autènticamente democrática y progresista.
Precisamente, porque se han involucrado en la contradicción principal que estremece al continente, que es la que hay entre la democracia y el sometimiento de nuestros países a intereses extranjeros, entre la soberanía y el imperialismo, en lugar de entretenerse en juegos de palabras y elucubraciones teóricas.
Y en ese fárrago doctrinario que combina presuntos principios morales con teorìas sobre la globalizaciòn y el reacomodo del orden mundial, se olvida lo esencial, que es la confrontaciòn entre las clases sociales y el papel principal que el imperialismo -palabra aparentemente pasada de moda pero que en las ùltimas semanas ha recuperado incluso legitimidad acadèmica- tiene en ella.
Ni siquiera hay que ser de izquierda para comprenderlo y asumirlo. Las tendencias latinoamericanistas, populistas y reformistas de todo el continente durante el siglo XX lo hicieron muy bien.
Y probablemente, podrìamos decir que el diálogo con el marxismo, expresado en la unidad de fuerzas de izquierda diversas -leninistas, trotskystas, indigenistas, del sindicalismo, el movimiento campesino y en la década del ochenta, incluyendo a cristianos, movimientos barriales y poblacionales en todo el continente, demuestra que es la clave de su comprensión y la realización práctica de una política autènticamente democrática y progresista.
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