jueves, 23 de abril de 2020

La oposición

Jean Michelle Basquiat. Notary




El gobierno de Piñera ha sobrevivido a uno de los levantamientos populares más intensos, radicales y prolongados de los que se tenga recuerdo.

No es el primero de nuestra historia ni será el último. La espontaneidad que lo ha caracterizado no es tampoco una singularidad suya.

El mito historiográfico de la gran estabilidad de nuestra democracia; la capacidad de nuestra institucionalidad política de integrar a diversos grupos sociales –incluso durante el predominio del llamado Estado de Compromiso- oculta, en efecto, la intensa lucha que han protagonizado los trabajadores y el pueblo desde los albores de la República por conquistar sus derechos y expandir cada vez más los límites de dicha institucionalidad, muchas veces –quizás la mayoría de ellas-  sin programa ni táctica ni representación política.

La transformación y el cambio consisten, precisamente, en la construcción de ese programa, de esa táctica y representación política del pueblo. Por esa razón surgieron los partidos populares en el transcurso del siglo XX; la  Central Única de Trabajadores, y la Unidad Popular. Por esa razón también en el transcurso de la lucha antidictatorial, estos formaron destacamentos militares que fueron un componente esencial de dicha lucha.

El mito original de un pueblo “puro”, que premunido únicamente de su rabia, su necesidad y aspiraciones -igual como lo hace el de la inmutable estabillidad de nuestra democracia- oculta el carácter político del cambio y el que éste es también el resultado de una voluntad de organización y combate que se propone objetivos y/o su politización como parte esencial de su explicación.

Paradójicamente, en el transcurso de la epidemia de coronavirus -un evento inesperado por cierto- pese a haber dejado en palmaria evidencia la falta de escrúpulos de la derecha y el gobierno; su violencia y su deshonestidad; su desprecio por los sufrimientos del pueblo, hay dirigentes “opositores” que incluso plantean que en una circunstancia como la epidemia, “no se puede actuar como oposición” o que “en momentos de crisis es importante que se respete a las autoridades”.

Autoridades que, primero, mienten, encubren asesinatos, mutilaciones y tortura; falsifican información, y que en el transcurso de la epidemia la ocultan, hacen la vista gorda con los abusos de las empresas con los consumidores y de los empleadores con los trabajadores.

Es más, que con el pretexto de la emergencia sanitaria aprovechan de sacar adelante iniciativas en materia de empleo y negociación colectiva y financiamiento para la banca y la empresa privada que en otras circunstancias quizás no habrían podido.

Es evidente que todo esto solamente hace honor a su carácter de clase. Nunca antes, quizás desde la dictadura militar, había sido tan evidente los intereses que defiende un gobierno y la institucionalidad política de la que dispone para ello. Ya ni siquiera disimula.

Y ello porque se prepara para lo que viene después de la epidemia, mientras la oposición se debate entre un republicanismo chusco y la defensa de unas posiciones desvencijadas por los embates de todo un sistema y de lo que dispone, así como de su propia incapacidad.

La epidemia solamente se ha encargado de hacer más notorio, lo que ya de suyo era evidente el 18 de octubre y más urgente o más rápido lo que, de todas maneras, iba a pasar.

La derecha, como siempre, ha aprovechado la coyuntura para sacar adelante su política y realizar los preparativos que le permitan enfrentar lo que se venía anunciando antes del llamado “estallido social” con el menor costo posible para quienes representa: banqueros, financistas, empresarios, compañías transnacionales, etc. Ha hecho gala de su inveterado sentido de la oportunidad y su falta de pudor.

El pueblo, mientras tanto, resiste con una sensación de desamparo que conmueve y ofusca a cualquiera que tenga un mínimo de decencia y no viva en la realidad alterna del poder o los estrechos límites de un corporativismo que lo vuelva miope. Lo más probable es que surjan iniciativas de sobrevivencia, de solidaridad de clase, de ayuda mutua, las que provienen de la experiencia de a lo menos un siglo de luchas por el trabajo, la vivienda, la salud y la educación públicas, la alimentación popular, los derechos de la infancia.

Pero ellas están en contradicción permanente e inevitable con un sistema político que las constriñe, que las limita a una sobrevivencia que reproduce la exclusión pues actúan en contra de la avaricia y afán de ganancias de la clase empresarial –lo que es denominado eufemísticamente “crecimiento”- a menos que se oriente a la transformación radical de las condiciones en que se produce y reparte el resultado del trabajo.

Ese es, hoy por hoy, el verdadero límite entre oficialismo y oposición. Ya sea por miopía, por ignorancia o derechamente por haber abdicado de su rol opositor, es lo que aparece difuso y torpe.

La transformación de la necesidad en programa político es lo que el momento histórico reclama de los demócratas. El ciclo de luchas populares que se inició el 18 de octubre del año pasado, tenía precisamente esa motivación, la de una oposición permanente y antagónica del pueblo –aún inconscientemente y con una importante dosis de espontaneidad- con el neoliberalismo global.

En apariencia, esto fue interrumpido por la epidemia de coronavirus, una ocasión ciertamente muy bien aprovechada por la derecha y el gobierno. Pero no es una interrupción. Es exactamente lo contrario, la manifestación más radical de los funestos efectos del sistema y las razones que lo motivaron, una manifestación de las razones que explican el levantamiento; la demanda por una nueva Constitución y cambios profundos al modelo de desarrollo que ha posibilitado el enriquecimiento escandaloso de unos pocos a costa de la exclusión, la pobreza, el agotamiento y la angustia de la mayoría.

Que algunos sectores opositores, seducidos por décadas de un consumismo desenfrenado y por la respetabilidad académica del dogma liberal, se debatan entre presunciones de responsabilidad política y añoranzas de la política de los acuerdos, se ha transformado ya en el principal obstáculo ´para la unidad de la oposición. 

Ello, sin embargo, no va a ser obbstáculo tampoco para que el pueblo vuelva a manifestarse y que lo haga aún con más radicalidad.