viernes, 27 de mayo de 2016

La lenta agonía de la transición

Theodor Guetricault. La balsa del Medusa



En 1992, el entonces Presidente de la República, Patricio Aylwin Azócar, decretó el fin de la transición. Poco más de diez años después, en su particular estilo, el ex presidente Ricardo Lagos, firmó la reforma constitucional que acabó con los senadores designados y vitalicios, con el Consejo de Seguridad Nacional y modificó la composición y atribuciones del Tribunal Constitucional, también como si fuera el fin de la transición.

Pese a ello, la democratización del país y la superación de las desigualdades siguen siendo materias pendientes en nuestro país e incluso más urgentes que entonces. En materia de Derechos Humanos, el Informe Rettig y la Mesa de Diálogo, tampoco pusieron fin a la búsqueda de verdad, justicia y reparación de las víctimas de la represión y sus familiares.

Los acontecimientos recientes del país, desmienten efectivamente que la transición haya terminado. El fallo del Tribunal Constitucional que echó por tierra la reforma laboral aprobada por el Congreso, aparentemente sin posibilidad de volver a ser repuesta a no ser que se cambie la Constitución -es decir después de la transición- así lo demuestra.

El que recién veinticinco años después de la dictadura haya partido el proceso la desmunicipalización de la educación escolar; que el sistema de AFP’s sea apenas objeto de una pequeña regulación que es la creación de una AFP estatal -lo que está lejos de resolver el carácter mercantil del sistema de pensiones que nos rige; el que no haya sido derogada aún la Ley reservada del cobre; que esté pendiente aún el enjuiciamiento de los violadores de Derechos Humanos y el que, paradójicamente, los que se encuentran cumpliendo penas por sus atroces crímenes,  sean  objeto de peticiones de clemencia y consideraciones humanitarias, también lo confirman.

Son muchas más las tareas pendientes de la transición, dependiendo del punto de vista político y el lugar que se ocupe en la sociedad desde el que se la evalúe, por cierto. Pero lo que resulta indesmentible, es que la posibilidad de que las instituciones políticas, económico sociales, la cultura y valores sobre las que se constituye nuestra sociedad, puedan cambiar en el marco de lo acordado a fines de la dictadura militar, es imposible.

Es precisamente esa la razón para que haya sido el enorme movimiento de masas que se desarrolló durante el gobierno de Piñera, el que abriera las puertas a una transformación. Y es aparentemente, lo que está pasando en la actualidad.

Esta enorme ola de descontento social que atraviesa subterráneamente a la sociedad, está triturando silenciosamente la herencia de la transición; sus primeras víctimas propiciatorias fueron la Concertación y la Alianza por Chile, y en la actualidad los partidos que las conformaban. Bajo el mandato de la Presidenta Bachelet, el sistema binominal mayoritario, piedra angular del acuerdo que sostuvo la estabilidad política de los noventa.

Los casos de corrupción conocidos; la relación promiscua entre los negocios y la política, entre intereses empresariales y el poder, comienzan además a corroer la escasa legitimidad de la que gozaba. Financiamiento ilegal de campañas; de partidos políticos, cohecho en la aprobación de leyes que benefician a un puñado de empresas y que perjudican a millones de chilenos, comienzan a pasarle la cuenta a la transición.

Lo que presenciamos, se asemeja mucho al gobierno de Piñera; descontento social por doquier; desprestigio de las instituciones; dispersión política; todo ello en el marco de una situación de desaceleración de la economía y el retroceso de procesos de cambio en América Latina que hacían augurar un mejor futuro para nuestros pueblos; y por el contrario, el avance de la derecha en todo el continente.

Ciertamente, el escenario es delicado y uno de los riesgos más grandes, hoy por hoy, es el aventurerismo político, hijo putativo del diletantismo y las excentricidades teóricas. Los estertores de la transición son el resultado de sus propias contradicciones, contradicciones de clase que la institucionalidad política, económico social; educativa y cultural se demuestran incapaces de procesar y resolver en un sentido progresista.

La ola de descontento, no significa necesariamente que la transición vaya a tener un final feliz. Sobre toda América Latina se cierne el peligro de la reacción. Las primeras medidas tomadas por los gobiernos de Macri en Argentina y Temer en Brasil no dejan dudas de su carácter de clase y la agresividad de su ofensiva.

Chile no es, no será la excepción. Y el descontento no es sinónimo de progreso o revolución. Puede ser incluso el caldo de cultivo para el surgimiento de los populismos de la peor especie. La espontaneidad, un aliado del irracionalismo y la consigna “que sea vayan todos” la excusa perfecta para el fascismo.  






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