domingo, 14 de junio de 2015

¿Por qué es necesaria una política cultural?



Renato Guttuso. La Vucciria

Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo.
Carlos Marx

En el año 1995, el entonces Ministro de Educación del Presidente Eduardo Frei Ruiz Tagle,  Sergio Molina Silva, terminaba su presentación ante el Senado de la República sobre la reforma educacional, diciendo que “el conjunto de políticas que presentamos al Senado representan una política cultural”.

En el discurso de todos los ministros que le siguieron se enfatizaba la preparación frente a los desafíos de una economía  global y la sociedad del conocimiento y la información.

Es más o  menos lo que planteaban insistentemente los discursos de inauguración de año escolar de todos los ministros de educación desde entonces.

A veinte años, podría sostenerse que si las reformas contenidas en el programa del gobierno actual no han avanzado más y más rápido; y por el contrario, que han sido  dificultosas y originado controversias  y debates profundamente ideologizados, es por la resistencia cultural que han generado no solamente entre los empresarios y sectores liberales y conservadores, de derecha y representantes de lo que se ha denominado de modo un poco simplista “la vieja guardia de la concertación”.

Ha sido así también por lo contradictorias que han resultado para segmentos de una población “de clase media” despolitizada y consumista, formados desde entonces y para la que, según plantea Andrés Velasco en su polémica columna del diario El Mercurio, todo aquello que pretende reformar el actual Gobierno, es lo que “le resulta familiar”.

El Gobierno de Piñera, no pasó de ser un espasmo extraordinariamente contradictorio: por una parte, una continuidad de esa política cultural, intentos de profundizarla y consolidarla en ciertas materias, como las relaciones laborales y realizar algunas privatizaciones pendientes, interrumpidos por episodios de resistencia a los movimientos sociales que intentaban -al mismo tiempo que  rechazaban esta política de consolidación del modelo-,  recuperar lo perdido, aun sin horizontes de cambio global al frente.

La contradicción que agita entonces a nuestra sociedad es cultural. Radicalmente cultural; y se origina en un proceso reformista que entra en contradicción inevitable y permanente con la cultura dominante conformada durante el proceso denominado de “transición a la democracia” y de la que todavía obtienen sus ímpetus las fuerzas que se oponen a que haya cambios, por tibios que sean.  

En esta atávica concepción, la política cultural sin ser una política explicitada en un cuerpo de obligaciones del Estado y de Derechos Sociales relativos al acceso, producción e intercambio de bienes culturales de la sociedad y los individuos, configura una política privatizadora por la vía de la omisión.

Ciertamente que esta omisión de la política pública, para el liberalismo campante de los últimos veinte años, no fue ni lo es ahora un problema, porque parte del supuesto de que las elecciones culturales son un asunto estrictamente individual y no el resultado de una acción colectiva ni menos de una política del Estado.

A lo más, son el resultado de intercambios entre individuos, intercambios escasamente regulados por el Estado y que en su acepción subsidiaria se limita a la provisión de recursos para que los bienes culturales sean proveídos, en última instancia, por agentes privados.

Entre ellos, la educación –escolar, técnica y universitaria-; la información y el entretenimiento. Es decir, cientos, miles de intercambios entre privados, que en la concepción atomista del pensamiento neoliberal son la esencia de la vida social y el fundamento de la cultura.

Finalmente, el resultado de la concepción liberal de la política cultural, es el retiro del Estado y la privatización; no es un defecto de la política del Estado el que no la tenga. Por el contrario, es su esencia, definida por el concepto de subsidiariedad. El resultado de esta política es su entrega a la “mano invisible” del mercado.

Para un programa de reforma, por consiguiente, o mejor dicho, para que cualquier proceso de reforma sea realizable y tenga perspectivas de éxito relativamente razonables, es necesario que se plantee una política cultural.

Política  cultural planificada, ejecutada y evaluada por el Estado en estrecho contacto y colaboración y sometida al escrutinio permanente de la Sociedad Civil: ciudadanos y ciudadanas, instituciones, partidos políticos, organizaciones y movimientos sociales.

Esto es, debe ser una política en que se despliegue la más amplia consulta y participación social y política.

Dicha política además debe ser concebida en los marcos de la reforma educacional. Específicamente en el debate sobre lo que con mucha imprecisión ha dado en denominarse en los últimos años, "la calidad de la educación".

No se trata solamente de discusión acerca de la cretinista concepción de la calidad de la educación como cumplimiento de los estándares medibles a través de las pruebas estandarizadas. Ni tampoco de los métodos más apropiados para cumplir este propósito, los que van desde el adiestramiento puro y duro hasta las concepciones pseudoconstructivistas que han pretendido hacer  estas mediciones y el consecuente control al que han sido sometidas las comunidades educativas, más tolerables.

Se trata de la discusión acerca del significado de la escuela en nuestra sociedad y el tipo de hombre que se pretende formar en ella. Lamentablemente, los principios de la reforma –esto es, la educación como Derecho Social, la inclusión y el fortalecimiento de la educación pública-, todavía se escuchan apenas como un eco en nuestras escuelas y liceos.

Pesan más los resultados del SIMCE en la definición de sus políticas y se pueden encontrar todavía en sus PEI alusiones a la sociedad del conocimiento y la formación de competencias.

Otro eje de un movimiento de reforma cultural, es la construcción de una institucionalidad pública en materia cultural, de la que la creación del ministerio del área es sólo un primer paso. No puede ser solamente la creación de una oficina más de la administración pública de las muchas que gestionan, y asignan fondos del Estado que son entregados todos los años a privados  con el compromiso de realizar por él acciones específicas de las que después se debe rendir cuentas.

Se trata de construir una institucionalidad del Estado que coordine, que planifique, que evalúe la política pública articulado con los demás ministerios, intendencias y gobernaciones. Una política sistémica, que en sí misma, debe ser parte de la reforma cultural que nuestra democracia necesita.




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