En las últimas semanas, el país cambió y lo seguirá haciendo. Una resolución definitiva de los cambios que experimenta, es por ahora difícil de prever aunque ciertamente Chile no volverá a ser el que era hasta el alza del valor del pasaje del metro de Santiago.
Como muchos han dicho, un acontecimiento inesperado y que
suponían, no iban a presenciar. Unos por escepticismo, otros lisa y llanamente
por conformismo y otros producto de una desesperanza aprendida en
treinta años.
¿Qué pasó entonces? Simplemente que el pueblo se cansó. Lo que
expresa la protesta social de las últimas tres semanas y que no tiene visos de
terminar aún, es bronca acumulada.
Bronca por la carestía de la vida, los bajos salarios; el
alto endeudamiento; la exclusión y el clasismo de nuestra
sociedad.
Un hito que ha marcado las jornadas, y que incluso ha sido objeto
de sensibleras notas de los matinales en televisión, es el sistema previsional,
una de las fábricas de pobreza y marginalidad e incertidumbre más
masivas de las que se tenga registro en la historia.
Y aunque esto había sido objeto de análisis científicos y
denunciado por la izquierda, las organizaciones de trabajadores y
centros de estudio, no había sido blanco de una crítica tan masiva y
contundente pese a toda la evidencia empírica disponible en su contra.
Algo similar en relación a los miserables salarios que se pagan en
Chile y consecuentemente, el aumento del endeudamiento como
estrategia para llegar a fin de mes de miles de familias trabajadoras.
¿Qué pasó entonces para que lo que en treinta años fue aceptado,
en un fin de semana que va del 18 al 21 de octubre ya no lo fuera? En realidad,
nunca fue aceptado sino simplemente soportado como una existencia que limitaba
permanentemente la ilusión de prosperidad con el abismo de la indigencia
masiva.
No es casual de hecho que sea el alza del valor del pasaje de
metro el detonante de la protesta social. Una especie de metáfora de la
paranoia del neoliberalismo: un metro de estandar europeo para
gente con salarios que llegada el alza, ya ni siquiera podrían costearlo, a
menos que se renunciara a la marraqueta en la mañana.
La propia realidad se transformó no ya en el espejo del mall donde
la gente se veía como quería verse sino en el espejo malvado que contrasta su
miseria con el derroche y la opulencia de las clases dominantes reflejadas en
su intento por hacer de su estilo de vida, sus valores y sus gustos, los de la
sociedad aunque fuera sólo un remedo.
Una especie de golpe en la cabeza que dejó en evidencia que el
progreso y la prosperidad no son para todos y obviamente, los que no lo
disfrutan hoy por hoy exigen su parte. Los saqueos, entre otros, tienen su
motivo en esto.
Un segundo elemento que articula el malestar social, igualmente de
manera ideologizada y dispersa, es el encapsulamiento, autoritarismo
y elitismo del sistema político imperante. Una especie de burbuja
que prácticamente no tiene ninguna conexión con lo real.
No solamente porque diputados, senadores, jueces y ministros gocen
de altos sueldos y privilegios que no cualquiera pueda disfrutar sino porque
los problemas que son objeto de su frenética actividad, no son los de la gente
de a pie.
Ello pues el sistema político ha encapsulado las decisiones
importantes sin ceder el más mínimo espacio a la participación social, haciendo
de los intereses de clase de empresarios, banqueros, dueños de las AFP's y de
los sectores dominantes de la sociedad, el objeto privilegiado de su actividad.
Esa es precisamente una de las razones que tiene trabada una
salida a la crisis aunque fuera acomodaticia, insuficiente o tibia.
En el caso del gobierno, es evidente el motivo de su tozudez y su
resistencia a enfrentar la responsabilidad de la reforma política. En el caso de
la oposición, sin embargo, las confusiones rayan en lo grotesco, salvo honrosas
excepciones.
La mojigatería y la ambivalencia de algunos sectores de oposición
para hacerse cargo sólo retrasan una resolución favorable al pueblo y hacen que
esta, eventualmente, sea de nuevo una solución a medias a todo lo que se
demanda, hoy por hoy, desde las calles.
A la izquierda le cabe, pues, una responsabilidad mayor en esta
decisiva coyuntura histórica. No se trata de intentar siquiera ponerse a la
cabeza de un movimiento de masas que ha cuestionado el orden social y político
de los últimos treinta años sin que nadie, como decíamos al comenzar, lo
presintiera.
Se trata de hacer que el movimiento se desarrolle. El maximalismo
y el espontaneismo pueden ser en este sentido precisamente los sepultureros de
esta enorme fuerza de masas si no se orienta a la construcción de relaciones
cotidianas de nuevo tipo en torno a los problemas concretos y donde se expresan
todos los días la desigualdad, el autoritarismo y el clasismo de nuestra
sociedad.
La salud y la educación pública; el trabajo, el barrio, no
debieran ser ya más lo que eran hasta el mes pasado. La izquierda tiene un rico
acervo y experiencia en la organización popular que debe poner al servicio de
este movimiento. No esperar a que éste, espontaneamente, se organice.
La izquierda debe acompañar este proceso para
aportar con su experiencia, sus organizaciones, sus redes, sus medios, sus
recursos.
No para competir por él
sino para construir la unidad del pueblo, desde las organizaciones de base, en
las federaciones de estudiantes, en los sindicatos, gremios profesionales y de
empleados, organizaciones de trabajadores de la cultura, de defensa del
medioambiente y el patrimonio, la diversidad, los Derechos Humanos hasta los
municipios, el Parlamento y todo espacio en el que se exprese la lucha de
clases, la disputa entre el Chile que nace y el que se resiste a morir.
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