viernes, 6 de marzo de 2020

¿Por qué una nueva Constitución?

Edvard Munch. Trabajadores volviendo a casa. 1913



Para quienes han ocupado posiciones de poder en el Estado, la empresa, los medios de comunicación y el sistema educativo durante los últimos treinta años, la democracia no es más que un conjunto de normas que organizan las relaciones entre los poderes del Estado y de éste con los ciudadanos y que existen, aparentemente, con independencia del contenido al que aluden.


A confesión de partes, relevo de pruebas: un Parlamento con menos de un cinco por ciento de aprobación ciudadana, ratifica luego de algún debate y con los votos de un grupo de parlamentarios supuestamente opositores, las leyes enviadas al Congreso por un Ejecutivo con una cifra igualmente módica de aprobación, aun cuando no interpretan ni remotamente las demandas expresadas en las calles. 

La democracia es así reemplazada por una vaga noción de Estado de Derecho. De ahí a homologar democracia y "orden público" -o sea, respeto por las normas y actuación dentro de sus márgenes independientemente de su legitimidad- hay una distancia muy corta. 

Por ello el rol del Estado, para una concepción de la democracia  como ésta, se limita al resguardo del orden y la seguridad. Y en sus versiones más "bienintencionadas", como las sostenidas actualmente por algunos dirigentes socialistas y democratacristianos, sería una condición necesaria y anterior a ésta. 

Una suerte de "valor" trascendente y que está más allá del bien y el mal. Concepción de un conservadurismo decimonónico, por decir lo menos.

Es precisamente esta concepción y práctica tan conservadora de la democracia la que se encuentra cuestionada -y no teórica sino social y políticamente- por una población cansada de la desigualdad y el autoritarismo. 

El "orden público" ha sido quebrantado desde octubre del año pasado, por una sociedad que exige cambios, no de forma, sino al contenido y significado de nuestra institucionalidad. Y por esa razón, los apasionados llamados de la derecha y de la vieja guardia de la Concertación al consenso para condenar la violencia, no conmueven a nadie excepto a las élites empresariales, eclesiásticas y militares del país. 

Esa es la razón para que en el centro del levantamiento y según lo corroboran las encuestas -excepto CADEM-, mas de dos tercios de la población manifieste su demanda por una nueva Constitución y también en una alta proporción de consultados, a través de una instancia cien por ciento electa y con exclusión de parlamentarios en ejercicio, quienes son vistos como una expresión más de lo que hay que cambiar. 


Ello pues lo que expresa la Constitución actual tras esta apariencia de minimalismo y vacuidad, es la naturalidad de un orden social en el que la desigualdad es asumida como algo normal y hasta deseable; y respecto del cual la institucionalidad no tiene otra función que la de resguardar y mantener. 

Expresión de una ideología conservadora que postula una igualdad abstracta y que pasa por alto que el progreso y beneficio de la sociedad, no son -nunca han sido pese a su prédica cansona de treinta años- el resultado del chorreo, del beneficio de los sectores hegemónicos. Esta ideología en los hechos no es más que la legitimación de su despojo.  

Despojo que se realiza mediante todas sus actividades y de todas las maneras posibles. Esquilmando parte importante del salario -por ejemplo entregando una parte de éste al sistema financiero todos los meses, a travès de las AFPs o producto de la atomización de los sindicatos o simplemente renunciando a participar en ellos, lo mismo que a la posibilidad de negociar colectivamente-. 

Pagando por todo lo que pueda ser objeto de una prestaciòn de servicios, como la educación de los niños y los jóvenes o la salud; el traslado a través de la carreteras, créditos o arriendos usureros para tener vivienda, el agua, etc. 


La otra cara de la moneda y razón también del descontento y las luchas sociales y populares en la actualidad, son las soluciones autoritarias, los acuerdos truchos firmados entre gallos y medianoche y los llamados de los mismos contra los que se protesta en la actualidad, a respetar el orden público y condenar la violencia cuando ésta no proviene de los organismos de defensa y seguridad del Estado y cuestionan su legitimidad; sus acciones y también sus secuelas de muertos y heridos, vejados y maltratados y maltratadas.

Sin hacerse cargo de esto, como el problema de fondo; como la causa del descontento y la protesta social, ninguna solución va a llegar muy lejos ni va a entusiasmar a nadie. No son ciertos enclaves del sistema político o la sola institucionalidad del Estado lo que se haya en cuestión. Es el sentido de la democracia y es a ésto a lo que partidos, organizaciones sociales, sindicales, culturales y morales deben responder.

La respuesta de la ultraderecha y el fascismo ya la conocemos y puede resultar mucho más sencilla y atractiva para una sociedad cansada y temerosa en momentos críticos.

Una solución a medias, por ejemplo un acuerdo que sirva para realizar algunas reformas al régimen político y ciertas regulaciones al sistema privado de pensiones podrá eventualmente tranquilizar las conciencias de algunos sectores opositores; dar un respiro a la derecha y salvar el resto del período de Piñera pero no harán más que posponer un desenlace que stermine por transformar defintivamente el orden social y político actual. 

Es eso precisamente lo que define a la izquierda y al progresismo. Y aparentemente llegó el momento en que esas definiciones sean las que realmente importen.

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