Jacques Louis David. La coronaciòn de Napoleòn
Sebastián Piñera sólo se supera a
sí mismo y su segundo gobierno, no ha sido más que la repetición de la
archiconocida receta de antiguas modernizaciones del recetario neoliberal. Ni
una pizca de novedad, de audacia teórica o renovación del pensamiento derechista.
Algo similar a Macri, Bolsonaro, Duque y el resto de la derecha
latinoamericana, representante de la oligarquía más ignorante y prosaica de la
historia de nuestro continente. De ahí que, ciertamente, sus segundas partes,
reedición chusca de la política noventera, no haya tenido ningún glamour, no
representara ningún progreso y termine en los fracasos más mediocres, aunque
algunos de nuestros derechistas se crean Napoleón o Churchill.
La caída del breve gobierno
peruano surgido tras la destitución de Vizcarra y la vuelta del MAS en Bolivia
tras el efímero gobierno de facto de Janine Añez, son demostración de que en el
continente la derecha no representa una alternativa sustentable de gobierno
para la región. El imperialismo norteamericano, además, no ha podido evitarlo
ni responder con la clásica receta de golpes militares e instalación de
gobiernos gorilas para suplir esta incapacidad de sus testaferros locales, lo
que no significa en todo caso que no lo considere.
El Lawfare, la invasión de
noticias falsas en los medios y la manipulación ideológica de masas que le
dieron buenos resultados en Brasil y Argentina hace no mucho, hoy en día no
están siendo suficientes al parecer para evitar que la derecha latinoamericana
vaya a dar al tarro de la basura de la historia, de donde nunca debió haber
salido.
¿Cómo se explica entonces que
el Presidente chileno siga gobernando cuando las encuestas le dan apenas un
siete por ciento de respaldo y su impopularidad alcanza cifras desconocidas en
nuestra historia republicana? Sólo comparable a Pinochet por su impopularidad,
el gobierno de Piñera se hunde en el fiasco mientras él y sus ministros se
deshacen en gestos de un republicanismo grotesco, parecidos a la escena de una sitcom. Pero lo
peor, y ahí está el núcleo de la paradoja chilena, es que así y todo ejerce aún
una fuerza y capacidad que lo mantienen en pie e incluso impedir mayores
avances del campo democrático, social y popular.
En efecto, en materia de
negociación con los empleados públicos y determinación del salario mínimo; en
lo que se refiere a políticas para enfrentar las consecuencias de la pandemia
de coronavirus, caracterizadas por su milimétrica focalización y avaricia; también
en cuanto al diseño y determinación de los términos en que se desarrollará el
proceso constituyente, arrancado por el pueblo en las calles a una elite
política mediocre y autocomplaciente. En fin, en todo orden de cosas, el
gobierno pareciera ostentar un poder que no se condice con lo que representa
socialmente ni lo que es frente a la oposición.
Por una parte, sigue pesando
lamentablemente la sombra del binominalismo expresado en los mega quórum que
requieren ciertas reformas que permitirían avanzar más rápido y más
profundamente en la democratización del país. En efecto, cada medida propuesta
para hacer de la Convención Constitucional una auténtica expresión de la
soberanía popular, ha encontrado en el Parlamento no un facilitador que module
e términos legales los anhelos políticos del pueblo, sino una tenaz barrera de
contención. Para qué decir en lo que se refiere al enfrentamiento a la crítica
situación provocada por la epidemia de coronavirus, que como siempre ha
golpeado sin piedad fundamentalmente a los trabajadores y trabajadoras, infancia
y juventud popular, a ancianos y sectores excluidos.
Sin embargo, hay un factor más
que le ha permitido a Piñera y la derecha seguir gobernando pese a su
estrepitoso fracaso; también pese a los crímenes de lesa humanidad cometidos
por agentes del Estado, desde Camilo Catrillanca hasta el día de hoy; pese
incluso a su impopularid y a no controlar plenamente la agenda legislativa, lo
que ya es mucho decir considerando el hiperpresidencialismo patagruélico
consagrado en la Constitución Zombi que todavía nos rige.
Ese factor es el comportamiento
mediocre de la oposición que salvo honrosas excepciones, no ha sido una
alternativa de gobierno a la administración derechista e incluso a ratos
pareciera no querer serlo.
Sectores de oposición, en más
de una ocasión, han votado con la derecha en importantes materias; han salvado
a sus ministros de acusaciones constitucionales que más allá de su oportunidad
o conveniencia coyuntural, tenían sobradas razones. A este respecto, no han
faltado los oportunistas y demagogos que haciendo uso de retorcidos
razonamientos "tácticos" y en ocasiones, apelando a principios de un
republicanismo abstracto han preferido contener la debacle Piñerista a abrir
cauce a un proceso definitivo de democratización de la sociedad, que no es otra
cosa que acabar con la Constitución pinochetista, expresión jurídica de la
sociedad neoliberal.
Lo que en el pasado, ideológicamente,
argumentaban como "necesidad", graciosamente lo transformaron en
"virtud republicana". Así, intentan reeditar la democracia de los
acuerdos como sinónimo de progreso mientras ésta no hizo sino profundizar la
desigualdad, consagrando el acuerdo de los de arriba a costa de la exclusión de
los de abajo, dejando como herencia a las actuales generaciones de chilenos y
chilenas que han protagonizado las épicas jornadas de protesta social desde el
18 de octubre pasado, una sociedad cruzada por la más profunda división de
clase, similar probablemente sòlo a la descrita por Baldomero Lillo, Augusto
D'halmar, Josè Santos Gonzàlez Vera y los pintores de la Generación del Trece,
atenuada a través de la ilusión de progreso vendida por la industria de la entretención
masiva y el consumo facilitado por el crédito, hasta que esto se hizo
insostenible.
La democracia de los acuerdos
que es, pues, la línea de crédito que sostiene todavía a Piñera, no es otra cosa que la expresión de una
concepción clasista de la sociedad. La imposibilidad de llegar a un acuerdo en
las primarias a gobernadores y las complicaciones para concretar una lista única
de candidatos de oposición a la Convención Constitucional, no son solamente la expresión
de una complicada ingeniería electoral, producto del mamarracho del 15 de
noviembre -imbunche que ha tenido que sufrir sucesivas reformas en el Parlamento,
lamentablemente, no siempre con éxito, como lo demuestran la solución para la participación
de independientes y pueblos originarios- sino de unas contradicciones mucho más
profundas que se refieren a diferentes modelos de sociedad.
Difícil llegar a acuerdos
coyunturales cuando lo que se define va a tener consecuencias mucho más
duraderas y fundamentos de clase tan profundos.
La unidad de la izquierda, por
esta razón, no es solamente una necesidad que se refiera a "mínimos programáticos"
o a una ingeniera electoral eficiente para enfrentar la elección de la Convención
Constitucional sino para hacer de ésta, un combate de masas que se desarrolle
en cabildos barriales, en las luchas por el derecho a la salud y la educación públicas,
mejores salarios, contra la discriminación, la justicia en los casos de
violaciones a los Derechos Humanos y la cultura. La Convención debe ser expresión
precisamente de estas, y la unidad de la izquierda un instrumento al
servicio del pueblo que se proyecte en las próximas décadas para construir una
nueva sociedad.
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