Fray Pedro Subercasaux. El abrazo de Maipú. 1908
A pocos días
de la conmemoración de la revuelta popular del 18 de octubre abundan las
reflexiones acerca de sus motivos, los llamados a sacar lecciones de ellos, y
hacer propuestas al respecto.
Fue una
gigantesca ola de indignación popular contra la desigualdad, el abuso y los
arreglines, como forma privilegiada de hacerse cargo de los asuntos públicos
por parte de quienes tienen posiciones de dominio basadas en la riqueza, la
propiedad, el control de los medios de comunicación y las instituciones.
De dicha
revuelta nació el proceso constituyente.
Se ha dicho
que, a pesar de la masividad, la radicalidad y la extensión de la protesta
social las cosas han vuelto más o menos a la misma normalidad de los días
previos al 18 de octubre de 2019. Sin embargo, una ola de malestar social cruza
a la sociedad subterráneamente y excepto los más torpes e ideologizados
analistas del sistema -la mayoría de ellos veteranos de la democracia de los
acuerdos que provienen de lado y lado- las alarmas se pueden oír y las señales ver
con un mínimo de objetividad.
La revuelta
de octubre, entonces, no fue solamente un estallido irracional de molestia.
Tampoco fue una revolución. Fue una irrupción de masas que puso en evidencia
los límites del sistema y aunque fuera momentáneamente, su incapacidad de
regular el funcionamiento de la sociedad en los mismos términos que lo había
hecho hasta ese día.
Fue una
interrupción del desarrollo normal de la sociedad neoliberal; introdujo una
fractura histórica. Puso en evidencia la desigualdad, los bajos salarios, el
alto endeudamiento, el abuso empresarial, las discriminaciones de diversa
índole, el autoritarismo y la burocratización del sistema político. Su
indiferencia frente a las necesidades de trabajadores, trabajadoras y
empleados; la clase media empobrecida y cada vez más vulnerable frente a sus
crisis. Y al mismo tiempo, señaló las tareas necesarias para resolver esta
situación: el cambio constitucional; el fin del sistema de AFP´s; aumentar los
salarios y poner freno al abuso y la colusión entre éstas y el sistema político,
prácticamente puesto a su servicio.
La reacción
de las elites dominantes fue la de siempre. Construir un acuerdo para ponerle
fin. Los acontecimientos del 18 de octubre, en cambio, son la irrupción de la
diferencia y la demanda por el cambio radical. Se trata de una tensión típica
de nuestra historia. Los sectores dominantes lo buscan afanosamente en cada
momento de ruptura y, por el contrario, la posibilidad de realizar cambios
depende de su prolongación.
Ese fue el
sentido que ha tenido cada momento fundacional para la izquierda chilena. Lo
fue la escisión del Partido Demócrata para dar origen al POS; la primera
candidatura de Luis Emilio Recabarren en 1920 y las de Elías Lafferte en 1931 y
1932; la fundación de la CUT en 1953 junto a la primera candidatura de Salvador
Allende en 1952.
La formación
de la Unidad Popular y la persistencia de la izquierda en la lucha intransigente
contra la dictadura que fue determinante para terminar con ella, a pesar de la
leyenda del lápiz. La de la izquierda a lo largo de toda la transición en las
luchas sociales de trabajadores, empleados públicos, estudiantes, ambientalistas,
pueblos originarios, mujeres y disidencias sexogenéricas; también en sus
candidaturas presidenciales que aportaron decisivamente en la construcción de
un programa de convergencia de las fuerzas antineoliberales.
Walter
Benjamin dijo que antes de cada período fascista hay una revolución social
fallida. Viendo el avance de la ultraderecha en el país, especialmente entre
sectores populares cada vez más impacientes y acosados por la precariedad y
seducidos por la propaganda facilona del Partido Republicano, la frase pareciera
cobrar una gran actualidad.
Ello, por
cierto, no es el resultado impredecible de los acontecimientos ni del cansancio
del pueblo. Mantener abierta la brecha; señalar la fractura; prolongar la
diferencia para hacer posible lo improbable es responsabilidad de la izquierda,
de sus partidos, parlamentarios y dirigentes sociales. Detener el avance del
fascismo, de sostener las banderas del socialismo, la democracia y la
revolución.
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