Gustav Courbet, El taller del pintor. 1855 |
“Es
el mundo que acude a mi para que le pinte"
Gustav
Courbet, a propósito de su obra El estudio del pintor
La restitución y estímulo de las artes en el
curriculum escolar y en el sistema universitario y de educación superior es imprescindible
para hacerse cargo efectivamente del problema de la calidad de la educación.
Su eliminación virtual en escuelas y liceos del
país, y su crisis y pérdida de sentido en
el sistema universitario, son todas expresiones y al mismo tiempo, causas de su
profundo deterioro.
En efecto, con ello los límites del mundo posible
de ser conocido y experimentado, se hacen cada vez más estrechos; la
experiencia humana, por lo tanto, cada vez más pobre. Luego, las posibilidades
de la reflexión y del debate se restringen a este reducido ámbito y finalmente
consiste en la repetición de tautologías y silogismos, fórmulas que de tan
repetidas se transforman en sentido común; “conjuros” que tras una fraseología
pseudocientífica, solamente ocultan ignorancia y temor al conocimiento
verdadero del mundo.
En ese sentido, la ignorancia medida y demostrada
mediante métodos cuantitativos –como el SIMCE- no debiera sorprender a nadie.
Son sólo fenómenos superficiales que ocultan una realidad aún más grave y profunda
que la, supuestamente, medida y demostrada por las mismas pruebas.
Ello, a menos que se tenga una concepción
decimonónica de la educación consistente en la de que ésta es la inscripción en
las dóciles mentes de jóvenes y niños de la cultura acumulada por siglos de
tradición o la transmisión que de ella hacen los adultos: la LOCE contenía
algunos conceptos de este tipo.
En segundo lugar, porque empobrece la experiencia
escolar y la vida universitaria. Efectivamente, en tanto sólo es la transmisión
de “contenidos”, aun cuando sean de una alta complejidad científica, histórica
o literaria, se trata de intercambios de cantidades, en este caso de
información medible, no de experiencias ni de juicios de valor, que son
finalmente el contenido verdadero de la educación.
La experiencia humana consiste en un intercambio
permanente de este tipo, intercambio hecho de conflicto y consenso que se funda
en la diversa posición que ocupan los seres humanos en la sociedad, porque
vivimos en sociedades de clase y en el caso chileno, además, en una de las más
desiguales y estratificadas del mundo.
También, porque reduce las posibilidades de
socialización y la experiencia en la vida universitaria y escolar. La concepción de la educación, y en particular de la educación formal, como un
proceso de intercambio de información, hacen que las experiencias, en general,
tengan la forma de un sistema de relación entre dos términos, en el que la
interacción con el medio no pasa de ser “ruido”; pero no forma parte del
contenido efectivo de la comunicación.
Los juicios de valor que realizan estudiantes y
profesores, por lo tanto, no serían, para esta concepción, parte esencial del
contenido de la experiencia sino un mero accidente. Accidente prescindible en sus
expresiones más extremas y dogmáticas, cuando en realidad son su contenido verdadero.
El debate que se ha realizado desde el retorno a la
democracia hasta hoy, por ejemplo, en torno al uso del concepto “dictadura
militar” o “golpe de estado” en los textos escolares para referirse al régimen
de Pinochet, da cuenta de esto.
Bajo la dictadura, en cambio, el homenaje a la
bandera, las gestas militares de la Guerra del Pacífico, de la independencia y
las glorias del Ejército Libertador, cumplían un papel muy importante en la
legitimación del golpe del 11 de septiembre y el rol dirigente de los militares
en la conducción del Estado, rol clave en el cumplimiento de las trasformaciones
neoliberales que el capital financiero impulsaba entonces en nuestro país.
Evidentemente, Pinochet, los chicago boys, El
Mercurio, Gonzalo Vial y toda la intelectualidad conservadora tenían muy claro
el rol que el sistema educacional cumple en lo que se refiere a la producción y
legitimación de la cultura, como método de dominio y control social y político.
Los gobiernos que siguieron a la dictadura militar,
por el contrario, le hicieron el quite a desplegar y plantear un debate en nuestro sistema
educacional en estas materias y con la excusa liberal de que el Estado no debe
inmiscuirse en las elecciones culturales o valóricas que realicen los
individuos, lo restringieron al plano de la “libertad individual y de
conciencia” o en el mejor de los casos, lo plantearon como una discusión del
tipo “esto o aquello”.
El arte no entra en esta concepción del “esto o
aquello”, porque se resiste a la limitación del
mundo y la experiencia humana a la pura posibilidad. Por el contrario, el arte
es una forma refinada y elaboradísima de
actividad humana. Por tanto, es la percepción y la aspiración de que otros mundos son posibles sólo en
tanto son obra de esta actividad en el plano del conocimiento, la ética, la
tecnología, e involucra el juego y el ocio de una manera creativa.
Por esta razón, entonces, podemos decir que el arte
y la actividad artística son unas formas del trabajo; por lo tanto, de la
humanidad de hombres y mujeres y finalmente una forma de vida social.
Y si
ya en el capitalismo el trabajo, en lugar de fuente de realización, se
transforma en origen de dominio y control, sojuzgamiento a fuerzas desconocidas
y cada vez más inhumanas, la eliminación del arte de nuestro sistema educacional, es simplemente la expulsión del trabajo del plano de lo simbólico y de la subjetividad. Legitima,
precisamente en este plano, la inhumanidad del sistema.
El que por tanto, los juicios de valor que
acompañan todo proceso creativo y la discusión y el conflicto generado de esta
manera hayan sido expulsados de nuestro sistema educacional, escolar y
universitario, son manifestación de esta deshumanización.
En efecto, cuando el conocimiento, su construcción,
adquisición e intercambio, dejan de ser obra de los mismos seres humanos, los
juicios, el conflicto y la contradicción que generan en una comunidad
–educativa en este caso- dejan de ser parte de su vida cotidiana y en lugar de
ser un valor de la convivencia –la tan mentada diversidad-, se los ve como una
amenaza.
Es la expresión de la “cultura del consenso” del
período pos dictatorial, de los años noventa del siglo pasado, de la euforia de
la globalización y el liberalismo; período en el que se elevó la estabilidad a
la categoría de principio fundamental de la cultura. Y la diversidad en tanto
principio de política pública, concebida como la posibilidad de optar entre
“esto o aquello”.
Se trata, por lo tanto, de una forma de concebir la
convivencia entre los seres humanos profundamente conservadora. Una cultura que
se resiste al cambio, que antepone la clasificación y la medición a los elementos
cualitativos y relativos al significado o a la comunicación en los procesos
educativos y culturales. Que proscribe el juicio o en el mejor de los casos, lo
considera un accidente o ruido en los procesos de comunicación. Que coloca, por
lo tanto, las cosas por sobre los seres humanos.
El resultado de esta concepción es el autoritarismo
en el sistema escolar y la reproducción de una cultura retrógrada que desconfía
de la diferencia, de lo nuevo y que se manifiesta en la estrechez del
conocimiento, su indigencia para abrir nuevos campos y posibilidades para el
aprendizaje, la rutina y la repetición como métodos de enseñanza; y finalmente
en el resultado de las pruebas
estandarizadas que no son más que una demostración de esta cultura.
Hacerse cargo de este problema y de la restitución
de la actividad artística en nuestro sistema educacional, por lo tanto, es
enfrentar no solamente una tarea de política educativa, sino también de
política cultural.
Los malos resultados de las pruebas estandarizadas como el SIMCE, expresan el problema de calidad de
nuestra educación no porque nuestros niños y jóvenes no puedan reproducir los
contenidos inscritos en sus mentes tras horas y horas de adiestramiento.
Es simplemente que esta manera de concebir la
educación, como el resultado de un proceso de transmisión de usos, tradiciones,
costumbres, y valores de unas
generaciones en otras, como si se tratara de cosas, es retrógrada y
falsa.
La eliminación de las artes de nuestra educación
nacional, es precisamente una expresión de esta cosificación, que no es otra
cosa que su deshumanización y cuyo fracaso es medido y difundido todos los años
por el SIMCE.
Y este fracaso de nuestra educación, a su vez, la
demostración del empobrecimiento y deterioro de nuestra cultura, durante la
larga noche de predominio del neoliberalismo en nuestro país. Y para superar esta profunda crisis cultural a
la que nos ha arrastrado el neoliberalismo campante de los últimos treinta
años, es necesario encontrar una salida a su cultura de “la posibilidad”, del
“esto o aquello”, del “consenso”, para abrirse al mundo de la diferencia, del
cambio, de lo improbable. Es el aporte que hacen las artes
en el sistema educacional.
Porque en buenas cuentas, el arte es una -sólo una más- de las formas de la cultura. Cuando se la restringe al plano de lo ya dado y por lo tanto, al mero juego de las posibilidades, a la elección de “esto o aquello”, se empobrece la relación entre los seres humanos y por consiguiente la cultura y también la democracia.
Porque en buenas cuentas, el arte es una -sólo una más- de las formas de la cultura. Cuando se la restringe al plano de lo ya dado y por lo tanto, al mero juego de las posibilidades, a la elección de “esto o aquello”, se empobrece la relación entre los seres humanos y por consiguiente la cultura y también la democracia.