lunes, 7 de diciembre de 2015

Neoliberalismo, ética y cambio social


Sandro Boticcelli. Alegoría de la calumnia
 
 
 
Desde la caída del socialismo a fines de los años ochenta del siglo XX, el capitalismo y la globalización se erigieron como fin el de la historia humana; y el libre mercado y la competencia, prácticamente como si fueran fenómenos naturales.

En tanto el capitalismo fue decretado el límite del progreso, cualquier punto de vista que postulara otros modelos de sociedad, fue marginado y considerado casi una extravagancia o un ideologismo.  

Así, en tanto no es pertinente concebir otros mundos posibles, la ética se convirtió en un asunto estrictamente contingente. Las éticas de la responsabilidad reemplazaron a aquellas basadas en una concepción del porvenir y el deber ser.

Al mismo tiempo, sin embargo, se hacen más visibles viejos problemas de la humanidad y que motivaron el surgimiento de las izquierdas en los siglos XIX y XX: sistemas de salud triturados por los recortes presupuestarios; la crisis de la vivienda y de la educación pública producto de la privatización y el lucro; la pauperización de extensas legiones de trabajadores por la caída de los salarios y el desempleo producto de las políticas de ajuste.

Este resurgimiento de lo que antiguamente se conocía como “la cuestión social”, se vio facilitada por la conciencia desarrollada por un siglo de luchas obreras y populares, la resistencia a perder las conquistas obtenidas gracias a ellas y el avance de las ideas progresistas y de izquierda que las inspiraron.

A raíz de la colusión en el caso del papel tissue, recientemente en nuestro país, quedó en evidencia que el abuso de las empresas con los consumidores, no es una anomalía del sistema. El caso de los pollos, las farmacias, las pérdidas de ahorros previsionales de millones de trabajadores producto de la irresponsable codicia y especulación de las AFP´s, dan cuenta de la impunidad de la que han gozado y con la que han actuado en los últimos treinta años.

Por consiguiente, el carácter clasista de la sociedad que se ha ido constituyendo desde entonces en nuestro país, es lo que se hace cada vez más patente como el origen de una crisis ética que la cruza subterráneamente, incluyendo por cierto su sistema político.

Qué mejor ejemplo de ello que la bancarrota de la UDI; el espectáculo que han dado sus fundadores, parlamentarios y dirigentes, coludidos con las empresas, financiados en forma ilegal; procesados y hasta condenados por la justicia. O la reciente renuncia de Eliodoro Matte a la presidencia del otrora todopoderoso Centro de Estudios Públicos.

Las éticas de la responsabilidad, sin embargo, aparecen perplejas ante esta situación. Ni la renovación socialista ni el liberalismo social o la tercera vía, tienen algo que decir.

Pues la izquierda surge como alternativa a la sociedad existente. Por tanto, como portadora de otra moral. de otros mundos posibles, otras maneras de relacionarse los seres humanos y estos con el medioambiente.

Partiendo por una revalorización de lo política y de la acción de los partidos y organizaciones sociales y sindicales. El apoliticismo, incluido el que se parapeta tras discursos radicales y furiosas diatribas en contra de los partidos y “la clase política”, es uno de los peores vástagos del triunfo del neoliberalismo a fines del siglo pasado.

Son discursos que desmovilizan las conciencias; facilitan las cosas a los partidarios del sistema y se quedan en la superficie de los problemas pues los colocan en el plano de las puras formas o un moralismo ramplón.

Una nueva moral en la política, sin embargo, no es tampoco un conjunto de valores trascendentes que existan con independencia de lo social o que lo inspiran desde un más allá que actúa como justificación ideológica de su acción y que sirve de excusa para las críticas abstractas a los comportamientos individuales de dirigentes políticos y sociales.

El comportamiento de los dirigentes políticos y sindicales de izquierda es expresión de una nueva manera de concebir las relaciones sociales, la relación entre los seres humanos  y por tanto, tienen una existencia y unas repercusiones muy prácticas que debieran fortalecer y legitimar las posiciones políticas que postulan el cambio social.  

Legitiman una manera de concebirlas opuestas a la de los partidarios del sistema, a las clases y grupos hegemónicos de la sociedad y que se han beneficiado del neoliberalismo en los últimos treinta años  y de lo que hemos sido testigos en estos días. El indiviualismo; el oportunismo; el arribismo; la deshonestidad, el tráfico de influencias, la colusión para beneficio privado a costa del perjuicio de la sociedad.

La rectitud, la honestidad, el compañerismo, la consecuencia entre el discurso y la práctica, la austeridad y la decencia, no son, pues, puro moralismo. En efecto, lo son cuando no son actitudes que se viven en función del cambio político y social.

Declararse partidario del cambio, antisistémico y progresista sin asumir una posición política frente a los acontecimientos actuales es permanecer en la beatería, ser un conservador más cercano al fundamentalismo religioso que a una posición revolucionaria.

Hacerlo, en cambio, sin tener un comportamiento ético, una práctica inspirada y consecuente con los principios políticos y de cambio social, acordes con unas concepciones opuestas a los valores y costumbres propios del neoliberalismo, es no sólo una hipocresía sino además una posición que no convence, que no moviliza y que deja a la izquierda en el mismo plano de los que han incurrido en prácticas ilegales e ilegítimas.

 

 

jueves, 12 de noviembre de 2015

El obrerismo y la actualidad


Otto Dix, Tropa pasando debajo de la tormenta de gas. 1924

Las causas que inspiraban a la izquierda y el movimiento obrero en el siglo XX, si bien siguen siendo las mismas, son hoy por hoy muy diferentes. Se trata de contradicciones de clase determinadas por las transformaciones del capitalismo y consecuentemente, de las clases y movimientos sociales de los últimos treinta años.

Para un punto de vista histórico y revolucionario, es precisamente en la apreciación de este carácter complejo, determinado y cambiante en donde radica la forma auténtica de lo real y la posibilidad de su transformación.

Lo contrario, el doctrinarismo pedante que reemplaza, como decía Lenin, “el análisis concreto de la situación concreta” por unas cuantas fórmulas sociológicas y filosóficas o la acumulación de ejemplos históricos, es un punto de vista conservador, que se expresa en un maximalismo inspirado en el "deber ser" más que en las contradicciones de la realidad o en una integración chapucera de temas corrientemente denominados “emergentes” sin ninguna coherencia política.

Pero no es solamente el maximalismo una de sus expresiones. Borrar la riqueza y diversidad de contradicciones que genera el capitalismo consiste también en la asimilación de la pura reivindicación económica y específicamente la sindical, a la totalidad de lo real

Entonces, como sucedáneo del auténtico clasismo, esta posición política adopta un lenguaje, unas formas de organización y lucha que le sirven para diferenciarse de posiciones políticas progresistas o que incluso se definen "de izquierda" aún cuando no se reconozcan clasistas.

Este punto de vista, tan pequeñoburgués como el maximalismo es el obrerismo. Es igual que el maximalismo, un punto de vista conservador porque armado de una más “realista” apreciación de las circunstancias, no se hace cargo de la totalidad, de la riqueza de lo real. La lucha sindical, ni siquiera la lucha obrera, para este punto de vista lo es todo.

Es un punto de vista conservador además porque no construye movimiento social y simplifica de manera grosera, la complejidad y riqueza de las contradicciones reales, en primer lugar las contradicciones de clase.

Esa riqueza y complejidad es la que explica que históricamente sectores de la clase media -pequeñoburgueses- hayan sido parte del movimiento popular y levantaran las banderas del socialismo y la democracia. Entre otros, los estudiantes y el movimiento juvenil en general; los profesionales, los trabajadores del arte y la cultura.

Se trata de grupos sociales que producto de las modernizaciones neoliberales de los últimos treinta años, se han privatizado y encontrado un nicho para reproducirse como clase y como cultura, en centros de estudio y ONG’s, fundaciones y productoras que le venden servicios al Estado, realizan asesorías a organizaciones sociales y se vinculan con los temas corrientemente llamados “ciudadanos” y que en realidad son las viejas contradicciones de clase determinadas de diversas maneras y por diversas circunstancias también.

Hay problemáticas que expresan el carácter de la contradicción principal del período, como la recuperación de la educación pública; el acceso a la cultura y la entretención; las luchas contra el armamentismo y la defensa del medioambiente; los derechos políticos y civiles, sociales y culturales de todos los ciudadanos y que no son consideradas por el “obrerismo” o lo son sólo de manera parcial y secundaria.

Finamente, el obrerismo es una desviación pequeñoburguesa porque debilita las posiciones de la clase trabajadora, porque desprecia la realidad, las luchas que miles y millones libran todos los días en contra del sistema neoliberal y por la democracia y que en el fondo aportan a la construcción de la gran corriente popular y democrática que va a conducir a la construcción de un nuevo Chile. En resumidas cuentas, es lo menos leninista que hay.

Por el contrario, el sindicalismo de clase, pues está en una privilegiada posición para comprender la totalidad de lo real, asumir, comprender y dar sentido histórico y de largo plazo a las luchas de todos los sectores interesados en el cambio social, integró históricamente en su táctica y discurso las más diversas problemáticas, no solamente laborales.

No es sin embargo una responsabilidad de las organizaciones sindicales sino de los partidos de izquierda que así sea. El obrerismo no es un vicio de la organización sindical sino una deformación doctrinaria y una desviación política.

Nunca el obrerismo ha sido una tradición de la izquierda chilena. Muy por el contrario, la izquierda chilena integró siempre en su concepción del movimiento popular a los sectores medios, a los intelectuales y los artistas, técnicos y profesionales y no como fuerza secundaria o auxiliar sino en la especificidad de sus reivindicaciones y luchas, como contradicciones con el carácter clasista de la sociedad capitalista.


Durante la lucha contra la dictadura de Pinochet, la Asamblea de la Civilidad en otras circunstancias y con otros objetivos ciertamente, señala que es precisamente la amplitud, la integración de los más diversos intereses y reivindicaciones la clave para construir una fuerza mayoritaria capaz de producir las transformaciones que Chile necesita.


lunes, 19 de octubre de 2015

La quinta reforma

Pieter Brueghel. El combate entre don carnal y doña cuaresma



La contradicción principal que agita al país en la actualidad, es la que existe entre un conjunto de reformas contenidos en el programa de la Nueva Mayoría y la resistencia de quienes se vieron beneficiados por la política neoliberal imperante en los últimos treinta años, no sólo en Chile sino en toda América Latina.
 
Se trata de hacer el tránsito a una sociedad diferente.

Otra cultura, una moral opuesta a la de la privatización, la competencia desenfrenada y el consumismo: esa es la demanda que nos hace la situación histórica y política del país.
 
Es precisamente en la lucha por la transformación, en la crítica a lo existente donde se empieza a manifestar esta cultura o debiera hacerlo.

Ese fue probablemente el aporte del Festival Víctor Jara y el Chile Crea, instancias que movilizaron a miles en todo el país en los años ochenta del siglo pasado -no sólo artistas y trabajadores de la cultura-, tras la demanda de fin a la dictadura militar, recuperación de la democracia, verdad y justicia respecto de las violaciones a los Derechos Humanos.

Es ese justamente el problema. La cultura y la subjetividad no consisten en un conjunto de ideas, de valores, emociones y símbolos que existan con autonomía de lo real. Por lo tanto, la política cultural no consiste en organizar festivales, tirar papel picado y movilizar a miles sin propósito alguno, haciendo abstracción del contexto, sin considerar sus necesidades, aspiraciones y demandas.
 
Ello porque la movilización que implica cualquier política cultural, tiene su fundamento en la realidad, en la necesidad de transformación, en los anhelos populares de democracia y justicia social que expresan las demandas de reforma del código del trabajo, de gratuidad de la educación y desmunicipalización del sistema escolar, fin al sistema de AFP´s y nueva Constitución.

El individualismo liberal dominante, en cambio, concibió al hombre como una entidad abstracta y que se basta a sí misma, y a la cultura como el resultado de una encuesta. Esta concepción probablemente no la sostenga nadie hoy por hoy, excepto el catolicismo preconciliar o la UDI y ese es precisamente el punto de unión de liberales y conservadores y que, en su versión criolla, el neoliberalismo sintetizó en el concepto de subsidiariedad.
 
Respecto del arte y la subjetividad del artista en el capitalismo, escribía Pablo de Rokha, que “abocado cuotidiamente, enfrentado a tal abismo experimental y al abismo del estilo, el artista es el gran maldito del siglo porque es el gran desventurado y el gran endemoniado de las épocas, al expresar toda la congoja de las épocas con la batalla social adentro del alma”.

La subjetividad –no sólo en el caso del artista-, por consiguiente, es tan real como la lucha por el pan; y a su vez, la lucha por el pan, no es un ámbito distinto al de la subjetividad, los símbolos, los valores y las emociones.

El lenguaje cotidiano no es solipsismo, tampoco el poético ni menos el político. Es una creación humana y por tanto, un fenómeno eminentemente social y en tanto tal, una lucha permanente por transformar lo real. La cultura no es tampoco, en consecuencia, la expresión de ideas, de valores autónomos, objetivos o superiores, circunstancialmente alojados en lo social.

Es el resultado de las aspiraciones y las luchas de miles, de millones, de seres humanos que no son subjetividades individuales, sino muy concretas: jóvenes, viejos, hombres y mujeres, militantes y no militantes, organizaciones sociales, partidos políticos, movimientos, individuos o personalidades que se encuentran, que construyen dialogando entre sí y en una relación permanente con lo real.

Entonces, el problema principal que plantea el momento actual es la superación del estado de enajenación y anomia en que ha sumido a la subjetividad el neoliberalismo, expulsándola del ámbito de las relaciones sociales al de la vida privada; o los microespacios de la sobrevivencia y la fragmentación, generalmente resumidos en el concepto de “lo local”.

El desafío es la restitución de la unidad de lo subjetivo, tanto de lo subjetivo individual como colectivo para construir colectivos sociales, movimientos, sujetos para la transformación y la construcción de una nueva sociedad.

El objetivo de una política cultural para el momento actual del país, es por consiguiente, dar forma a estas aspiraciones, constituir movimientos sociales, construir identidades políticas y sociales por la transformación; movilizar a miles, a millones de personas con el propósito de avanzar en la implementación del programa de gobierno, consolidar lo avanzado y proyectar las reformas.


 

sábado, 10 de octubre de 2015

El leninismo y la actualidad





Pieter Brueghel. La parábola de los ciegos
 

La distancia entre las transformaciones de fondo que el país necesita para ser efectivamente un país democrático y las reformas actuales es, ciertamente, considerable.

Oponerse a ellas porque no se plantean cambios estructurales, soluciones definitivas al carácter clasista y antidemocrático del modelo neoliberal, es casi lo mismo que dejar las cosas exactamente donde están, a la espera de que alguien las realice o en el mejor de los casos, de que las circunstancias cambien, para hacerlo.

Es la posición de quienes ven la realidad desde la doctrina, o una moral que no se compromete con los acontecimientos actuales y se dedica a pontificar sobre lo que los demás hacen o dejaron de hacer.

Otro argumento que se viene escuchando desde que fuera electa la presidenta Bachelet e incluso desde que surgió la Nueva Mayoría en las postrimerías del gobierno de Piñera, son las diferencias que existen entre los partidos que la conforman.

En efecto, en la Nueva Mayoría confluyen partidos que estuvieron en posiciones antagónicas bajo las administraciones de la Concertación e incluso es expresión de las diferencias que en su interior se manifestaban. En ella confluyen liberales, cristianos, racionalistas laicos y comunistas.

La hegemonía de la Concertación estaba en manos del liberalismo y sectores conservadores de raíz católica que desde que ganó Piñera el 17 de enero del 2010, postulaban el consenso con la nueva administración, tal como lo habían hecho mientras fueron gobierno; pero ello se enfrentó inevitablemente con la protesta social frente a los intentos del gobierno de la derecha de consolidar el modelo que le había heredado y profundizarlo, en ciertos aspectos.

Movilización contra los proyectos energéticos que el empresariado venía exigiendo como las termoeléctricas en el norte o el proyecto Hidroaysén; contra las privatizaciones de empresas del Estado, como ENAP, sanitarias y eléctricas –como EDELNOR- y hasta CODELCO; concesiones hospitalarias y privatización de la educación e introducción de la flexibilidad, en el ya desregulado mercado laboral.

De esa manera, dicha hegemonía liberal, promotora entusiasta de la política del consenso y que era rechazada –intuitivamente, por cierto- en las calles como responsable de esa pérdida de derechos fundamentales, fue desplazada de esa posición en el transcurso de la administración derechista, dando origen a la Nueva Mayoría.

Sin embargo, a esta amplia convergencia opositora al gobierno de la alianza, no le corresponde uno similar en el caso de la izquierda, que desde fines de la dictadura había sufrido un proceso de dispersión de sus vertientes históricas. Tendencia confirmada con el ingreso del PS a la Concertación y como efecto del sistema electoral binominal, que el partido PAIS hubiese quedado excluido del Congreso en la primera elección parlamentaria a fines de la dictadura, lo que en los hechos significaba la exclusión del Partido Comunista y otras pequeñas agrupaciones, como el MIR o la IC.

Entonces, las diferencias al interior de la Nueva Mayoría son realmente expresión de la dispersión de los sectores de izquierda y progresistas, contrarios al modelo neoliberal y que vienen reclamando una efectiva democratización del país, incluso desde los años noventa del siglo pasado, tanto entre los que eran denominados entonces “izquierda extraparlamentaria”, como de quienes estaban en una posición subordinada al interior de la Concertación.

La pregunta que, por lo tanto, corresponde sería ¿con quién o quiénes se podrían haber hecho estas reformas, considerando esta dispersión y diferencias en el campo de la izquierda?

Esperar que todos tuvieran una misma política, para enfrentar este proceso de cambios que el país está viviendo, sería haber asumido este estado de fragmentación política y social, como un orden de cosas natural e inmodificable.  Y de esa manera, haber inmovilizado a la sociedad. Precisamente lo contrario de lo que el momento actual reclama de la izquierda.

Es una actitud conservadora, reformista, que se inhibe de actuar, que no arriesga, pues no se propone incidir en la realidad sino acomodar su actuación a estas condiciones asumidas como “naturales”, no el producto de circunstancias históricas, el resultado de las luchas y la acción práctica de las clases sociales.

De esa manera, ser de izquierda comporta un posicionamiento frente a la totalidad: consiste en tener un propósito, actuar motivado por un posicionamiento frente a la contradicción de clase fundamental que cruza a toda la sociedad y tomar una posición respecto del conjunto de contradicciones que se manifiestan en ella, incluida aquella que existe entre la voluntad y lo real, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la doctrina y la experiencia práctica del movimiento social.

Ser de izquierda -es más, ser revolucionario- consiste exactamente en eso. En asumir a la sociedad en permanente oposición y movimiento y a su concepción de lo real, siempre en su carácter concreto, esto es determinado por esas mismas contradicciones. En su condición histórica, cambiante y provisional. Este punto de vista, característico del leninismo, es especialmente importante en condiciones políticas e históricas como la actual en nuestro país.

 

jueves, 1 de octubre de 2015

La política y la actualidad del leninismo



Moisés. Rembrandt Van Rijn


La política consiste en la confrontación de fuerzas de clase contrapuestas. Se trata de un fenómeno que cruza a toda la sociedad, que es complejo y permanente.

Dicha confrontación puede estar motivada por razones de distinta índole, como unas diversas concepciones del Estado y el régimen político; doctrinarias e ideológicas o morales como las que explican en parte las políticas educacionales o las de salud reproductiva; también por la repartición de los beneficios de la producción y el crecimiento económico así como su relación con el medioambiente y la tecnología, que están a la base de las reformas tributarias, laborales, las leyes de presupuesto, etc.

En este sentido, prácticamente todo es un problema político. Y la lucha de clases por esta razón no es el enfrentamiento de dos clases puras, sino una contradicción determinada que va generando contradicciones más complejas, determinaciones concretas de lo real y que explican que esté cambiando permanentemente.

Porque toda la sociedad es una suerte de campo de “operaciones”, de movimientos de fuerzas que se oponen; que en otras oportunidades colaboran, se alían y luego se separan.

En este sentido, resulta evidente que la red de conflictos y contradicciones que cruzan a cualquier sociedad es muy diversa. Salvo en los regímenes dictatoriales, y ni siquiera eso, la política es sumamente compleja. Las visiones maniqueas de la sociedad, de la lucha de clases y la política, tienden a borrar esta complejidad y a convertirla en un asunto de principios, inspirado más bien en una suerte de máxima guiada por el “deber ser”, propia de un idealismo objetivo más que de una visión histórica, la que aísla irremediablemente a quienes las sostienen en pequeñas sectas fundamentalistas sin ninguna incidencia en el devenir de los acontecimientos.

Tal como Lenin recuerda la frase del Fausto de Goethe, “gris es el árbol de toda teoría y verde el árbol de oro de la vida”, la política es precisamente un asunto que aún  encontrando explicaciones y fundamento en ciertos principios de orden general, es siempre concreta, contingente, actual y sobre todo compleja.

No es la confirmación de normas de carácter general, sino por el contrario, la manifestación de la excepción, el momento de quiebre de la regularidad. Es lo que sostiene el Che en su artículo “Cuba, excepción histórica o vanguardia en la lucha anticolonialista”; lo que le reprocha Marcuse a Karl Popper sobre su noción del historicismo y lo que, contrariamente a lo que sostienen las versiones vulgares, afirma el leninismo.

El cambio no es el producto de la confirmación de la norma, sino al contrario de su excepción, la que además es producto de la acción consciente, intencionada de una voluntad histórica, de una “subjetividad”. Va más allá de lo inmediatamente dado y apela precisamente a una sociedad que trasciende lo actualmente existente.

Entonces, además de un concepto de lo real, es también una teoría del cambio político entendido como el resultado de la acción de una voluntad consciente, de una subjetividad que actúa y es capaz de incidir de manera determinante en las condiciones comúnmente denominadas “objetivas”, ello suponiendo que la acción política no fuera también “objetiva” ni tuviera una existencia real y fuera sólo expresión de unos valores y principios matafísicos.

No. Sólo para el evolucionismo, las concepciones positivistas, naturalistas y que hasta en algunos casos se podrían tildar de “ingenuas”, los acontecimientos son el resultado de condiciones inmodificables, “estructurales”, “ya dadas”, anteriores a la acción teórica y práctica de los seres humanos.
 
De ser así, no es concebible el cambio histórico y hasta la democracia misma sería innecesaria en tanto la sociedad se va acomodando naturalmente en función de esas leyes históricas inmodificables, objetivas y permanentes. Es lo que termina justificando visiones totalitarias y antidemocráticas y que no dan cuenta de la sociedad real.

Es el punto de vista que sostuvo Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y que hasta el día de hoy postula un neoliberalismo agónico y que explica la posición que el Comandante Fidel Castro sostuviera a lo largo de todos los años noventa del siglo pasado señalando como contradicción principal del período, la existente entre neoliberalismo y democracia, contradicción que se sigue manifestando en la actualidad en todo el mundo y probablemente con más radicalidad que entonces.

De esa manera, la “utopía” en los proyectos de cambio político y social, para el leninismo ocupa un lugar primordial; ciertamente el realismo, la consideración de lo contingente, de lo complejo son uno de los rasgos fundamentales del leninismo, pero el utopismo, la apelación a una nueva sociedad, es también uno de sus rasgos esenciales y no uno que esté en contradicción con aquel sino que actúa en la  fractura, en lo complejo, dando origen a lo nuevo, lo inesperado, lo improbable, como explicación del cambio.

Principio, que fue reemplazado por las éticas de la responsabilidad, propias de la renovación socialista de los tiempos de la denominada “transición a la democracia” y que intentaban acomodar, inúltimente, los idearios de cambio radical al predominio del libremercado y la globalización como si fueran el límite de la historia humana.





martes, 11 de agosto de 2015

¿Son necesarios los partidos y para qué?




Los partidos políticos en Chile, históricamente, cumplieron un papel muy valorado por la sociedad. Su descrédito actual es un fenómeno más o menos reciente.  ¿De dónde proviene? Ciertamente de condiciones estructurales que son muy profundas como la privatización de las relaciones sociales, la disminución de las funciones y tamaño del Estado, las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, el deterioro de la calidad de la educación, la herencia de la dictadura militar expresada todavía en miedo y desconfianza, transmitida a lo largo de la transición pactada.

Pero a todas estas condiciones estructurales u “objetivas”, habría que agregar las que provienen de sus propias prácticas y métodos o lo que comúnmente suele incluirse en el tópico de las condiciones “subjetivas”. Este debate acerca del partido político es muy antiguo en la izquierda. No hay ninguna novedad en la crítica de los partidos políticos y la reivindicación de la autonomía tan en boga en la actualidad.

Si lo parece es porque producto de aquellas condiciones estructurales, los vicios y deformaciones organizativas como el verticalismo y la burocracia, se hacen más visibles y las críticas que a través de su historia se han hecho mutuamente las diversas concepciones del partido o la organización política, más radicales.

Fundamentalmente dos: en primer lugar, la de que los partidos  utilizan al movimiento social como masa de maniobra, para alcanzar ciertos objetivos que tienen que ver con su propia reproducción (lo que lleva al concepto de “la clase política”) y no con la sociedad real (a lo que alude un impreciso concepto de “la sociedad civil”).

En segundo lugar, la de que los partidos políticos funcionan como compartimentos estancos y con lógicas y procedimientos propios que no tienen ninguna legitimidad social o que provienen únicamente de sí mismos, como una suerte de norma “objetiva”. Es decir, que son burocracias autónomas y antidemocráticas.

Éstas cruzan transversalmente y se aplican a las dos concepciones clásicas de “partido de masas” y “partido de cuadros”. Un debate viejísimo y que solamente tiene cierta actualidad porque en él se podrían rastrear los antecedentes para entender el estado actual de los partidos, su relación con la sociedad o el movimiento social y las razones de su exigua legitimidad actual.


Partidos políticos, movimiento de masas y reformismo

A lo largo de todo el siglo XX, los partidos políticos protagonizaron la lucha por el control del Estado, por medio de la conquista del Poder Ejecutivo y la construcción de mayorías en el Parlamento. En ambos casos, la conquista de amplias masas del electorado, resultaba fundamental.

Miguel Enríquez, en una entrevista que concediera a Marta Harnecker en la revista Chile Hoy el año 1971, comparaba el poder con un salchichón del que ambas partes representaban sólo una porción –pero no la totalidad del poder del Estado- y en eso basaba su crítica a la concepción estratégica de la Unidad Popular, en tanto estrategia que no resolvía “el problema del poder”, problema principal de toda estrategia revolucionaria.

Esta concepción dejaba a un lado, sin embargo, que el poder -como es reconocido en la actualidad por todo el mundo, excepto tal vez por el trotskismo más dogmático- se halla distribuido también por toda la sociedad, que es una lección que tempranamente asimilaron los partidos de la “izquierda  tradicional” y el movimiento obrero.

En efecto, la lucha por las “reformas” que impulsaron los partidos de izquierda y el movimiento sindical chileno, también eran parte de la lucha por el poder.

Reformas que tienen que ver con mejorar las condiciones de vida material de los trabajadores y sus familias; de participación, de negociación y de poder de los sindicatos y las organizaciones sociales; de ampliación de derechos políticos, como el sufragio universal, los registros electorales y la cédula única, todas reformas que, entre otras cosas, hicieron posible el triunfo de la UP y el despliegue del movimiento de masas más impresionante de toda nuestra historia.

De manera que la conquista de amplias masas del electorado, no solamente eran un objetivo para la conquista de alguna porción –admitiendo incluso que fuera parcial- del Estado. En efecto, esa condición nunca fue exclusivamente formal sino que comportaba un contenido preciso, que era la ampliación de los derechos del pueblo chileno,  condición necesaria para la conquista del poder por esas mismas masas, supuestamente, “utilizadas” por la “clase política” como masa de maniobra de “estrategias reformistas”.

Esto no quiere decir, sin embargo, que la relación que establecieron partidos políticos y movimiento social fuera fácil. Los mismos procesos de formación de los partidos y sus sucesivas divisiones y fraccionamiento dan cuenta de ello. Los cambios y evolución de su línea política también. Habría que ser muy simplista para concebir esta relación como una historia relativamente homogénea, rectilínea y predecible.

Esta misma evolución tiene que ver con la formación de  fracciones de clases y movimientos sociales que encarnan nuevas contradicciones, contradicciones que no habían sido previstas o que no fueron asimiladas por los partidos y sus respectivas estrategias. Por ejemplo, el lugar que el movimiento de pobladores y campesinos ocupa en la formación de la “revolución en libertad” de la DC, lugar que el MIR intenta recuperar para una estrategia más radical de cambio social.

Los partidos de cuadros y los vicios burocráticos

La evolución de las luchas del pueblo y la izquierda chilenos, dio lugar también a la construcción en el siglo XX de partidos como el MIR o como el MAPU, muy distintos a los tradicionales PC y PS. Partidos en que confluyen diversas vertientes teóricas, doctrinarias y políticas de los años sesenta: el guevarismo y la revolución cubana, el Concilio Vaticano II y el cristianismo de izquierda y el estructuralismo marxista.

Entre otras cosas, enarbolan una crítica al carácter instrumental que habrían establecido los partidos de la izquierda tradicional con el movimiento social.

La responsabilidad del cuadro, en efecto, no es movilizar a las masas en función de ciertos objetivos reivindicativos o de conquista de alguna cuota de poder del Estado tras la conducción del partido. Es una concepción que se inspira, más  bien, en la apreciación de la inminencia del triunfo de la revolución y del cambio social, entendido como acontecimiento, no como proceso.

Por esa razón, el militante –el cuadro- es concebido como un profesional de la revolución, en lo posible de una altísima preparación teórica y política e incluso técnica, tanto como para hacerse cargo de la construcción de un nuevo Estado y una nueva sociedad.

Esto se expresaría en un tipo de partido muy compartimentado en relación al movimiento social y que establece dicha relación a través de instancias intermedias y no a través de su inserción real. Se trata, en efecto, de una concepción en que el partido adopta formas movimientistas, federativas –del tipo de las anarquistas- y que, producto de su altísima compartimentación en relación con lo social, establece formas híbridas descritas generalmente con el rótulo de “político-social”.

De ahí que este tipo de organización tienda a la especialización por tareas sectoriales, por ejemplo, o técnicas. Los frentes de masas tienden a separarse unos de otros y en muchos casos a desarrollar una concepción autónoma de la táctica en relación con la totalidad de la organización. Lo que a los ojos del leninismo más ortodoxo parece oportunista, para esta concepción resulta algo completamente natural.

En este tipo de organización, la individualidad ocupa un lugar protagónico. En efecto, el militante es el protagonista principal de la política y la suma de las individualidades –cuya expresión más caricaturesca fueron los escritos de Regis Debray en los sesenta- la responsable de realizar los cambios, apoyados por un fuerte movimiento de masas.

Entonces, el caudillismo es uno de los rasgos principales de esta forma de organización política.

Por esta razón, la formación de grupos alrededor de cuadros y dirigentes que terminan institucionalizados como “tendencias” no es un defecto de este tipo de organización sino uno de sus rasgos inherentes. Por supuesto, estas tendencias tienen razones doctrinarias y políticas y no es puro personalismo su motivación principal. Sin embargo, su formación no sería posible sin ese componente que hace de lo colectivo la suma de las individualidades, aún cuando estas compartan determinadas concepciones teóricas y políticas.

La doctrina entonces, no ocupa el lugar de elemento articulador de una identidad, una concepción estratégica y programática sino la de una herramienta de análisis. Así, va incorporando conceptos y categorías de acuerdo a sus necesidades y la aparición de nuevos fenómenos.

De esa manera, el dilentantismo es una característica lógica de este tipo de organización en la que la fraseología insustancial y el uso de palabras rebuscadas, reemplaza la intención política y la visión de la totalidad.  

El problema en la actualidad

Los errores y deformaciones burocráticas y antidemocráticas de los partidos políticos, y de los partidos de izquierda en primer lugar, son incuestionables.

Pero no es la crítica abstracta y general la que hará evolucionar la relación del movimiento social con los partidos hacia formas más “horizontales”  como se dice en la actualidad, sino su inserción e interrelación, el debate permanente entre las organizaciones de masas, los partidos y sus dirigentes; su apertura a la asimilación de los cambios sociales, antes que la corrección de procedimientos o la incorporación de novedades teóricas, algo tan burocrático como lo que se critica bajo el estandarte de la autonomía.

Se deben relevar en la actualidad la importancia de la lucha por las reformas parciales como medio de construcción de movimiento social y de diálogo entre partidos y sociedad. Al mismo tiempo, se las debe poner en relación con el cambio global o con la totalidad del poder.

Esta condición, en todo caso, exige la disposición de una “subjetividad”, una voluntad organizada y decidida que es el partido político. Puede adoptar diferentes formas; pero siempre como una subjetividad, esto es, una voluntad que se plantea horizontes de cambio global que están más allá de lo inmediatamente dado.

Precisamente, es en esta apelación a la totalidad en la que radica la posibilidad de diálogo entre partidos y movimiento social. La instrumentalización del movimiento social por parte de los partidos políticos, es el resultado de la compartimentación de las luchas sociales y el que éstas no sean comprendidas como parte de una estrategia global de cambio social.

Se deben abrir, pues, los partidos a la más amplia participación, la participación de miles y millones de personas. La especialización por tipos de tareas o por frentes, o la conformación del partido como organización de profesionales especializados en tareas técnicas (que pueden ser el medioambiente, la educación, el urbanismo o lo sindical, etc.) sólo profundiza la desafección de las masas de la política.


Nada de esto, sin embargo, va a ser el resultado de un seminario académico, un congreso ni de un descubrimiento súbito, como no lo fue tampoco en el siglo XX; sino de la experiencia del movimiento de masas y los partidos, tal como lo fue entonces. 

miércoles, 24 de junio de 2015

Voluntad, autonomía y política cultural

Alberto Giacometti. Diego, 1953





Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de unas formas de relacionarse los seres humanos entre sí y cómo en estas relaciones van estableciendo ciertos principios que les sirven para orientar su propia vida, que es una vida social.


Por consiguiente, estamos hablando además, de una “moral”. Ello, en el sentido de una concepción del mundo y unos valores que le dan consistencia a un grupo social porque le ayudan a entenderlo, a relacionarse con él y entre sus miembros, a modelarlo y en este proceso, modelarse a sí mismo como grupo.


Los valores que inspiran a una sociedad, por lo tanto, no son el resultado estadístico de la reunión de los valores individuales.


No se trata, en efecto, de principios abstractos que se pueden vivir supuestamente en la soledad de una conciencia divorciada de lo social. Ni los valores –sean éticos, estéticos, o políticos - ni la cultura son el promedio de las conciencias individuales pues éstas se van formando juntas y en la relación que establecen entre sí.


Para la concepción dominante en la actualidad, sin embargo, la cultura es una suerte de núcleo irreductible, inmodificable, que consiste en un repertorio de valores ya dados a hombres y mujeres, anteriores a su propia acción y sobre los cuales sólo es posible escoger entre “esto o aquello”.


Es la razón para que las encuestas y los estudios de opinión se convirtieran en jueces irrefutables de la sociedad y actúen como potencias determinantes de la política y la cultura.


La popularización de una versión vulgarizada del pensamiento de Antonio Gramsci, tuvo hondas repercusiones en el pensamiento de la izquierda, desde los años ochenta en adelante y ello en la legitimación de esta concepción de la cultura.


En efecto, para esa concepción vulgar la cultura y la moral -que en el pensamiento de Gramsci son el resultado final de toda acción política y de la lucha de clases- son una suerte de esencia trascendente que orienta las acciones de un grupo social. La lucha política por lo tanto, la lucha entre dos sistemas de valores opuestos y no la disputa por el poder.


Cuando para Gramsci son la cultura y la moral la expresión de diversas formas de concebir el mundo y las relaciones entre los seres humanos a partir de su diversa posición frente al poder y la sociedad –esto es, frente a otros grupos y clases sociales - y no un posicionamiento de los seres humanos frente a la sociedad a partir, originariamente, de aquellos valores que conformarían la cultura.


Para la concepción popularizada de Gramsci en el último tiempo -hegemónica en el campo de la izquierda hasta hoy- la lucha política consiste, pues, en una disputa entre conservadores y liberales, entre demócratas y autoritarios, entre racionalistas laicos y fundamentalistas religiosos, entre progresistas y reaccionarios.


De esa manera, la política se fue convirtiendo desde fines de los ochenta del siglo XX en una esfera cada vez más separada de la sociedad real y en el hiperuranio del poder, en el que incluso tratándose de enormes movilizaciones de masas, éstas no lo hacen en torno al poder político sino en función de esas ideas, supuestamente autónomas, trascendentes y objetivas.


La política, entonces, llegó a no tener nada que ver con lo real y a no materializarse por consiguiente, en ninguna reforma cultural, que era la promesa de la transición y a dejar las cosas casi intactas en relación a como las dejó la dictadura.


La política dominante de la transición de hecho –incluyendo a un segmento importante de la izquierda-, postuló que menos Estado iba a traer aparejado el despliegue de la iniciativa de más sociedad civil, más autonomía, más libertades individuales y colectivas. Pero a lo que hemos llegado es más control, exclusiones y desigualdad. Más dependencia de los consumidores al control de las empresas; menos poder de negociación de los sindicatos; más concentración de la riqueza y de los medios de comunicación; incluso menos posibilidades para elegir.


O sea todo lo contrario de lo prometido entonces. En resumidas cuentas, menos sociedad civil.


Y lo que ha traído aparejado esta pérdida de libertad y autonomía del individuo, pese a la promesa liberal -la “agenda liberal” como la llamaban algunos durante los gobiernos de la concertación- es un deterioro de la voluntad, de la iniciativa individual, y por cierto, también la colectiva, en el capitalismo actual.


Por paradójico que parezca, es supuestamente la libre iniciativa individual el fundamento de la vida social para la cultura dominante; y sin embargo, lo que menos hay es libertad individual y acción intencionada. Esta se limita a la libre elección de las posibilidades que aquella ofrece.


Esta capacidad de elección está limitada además -según reconocen los mismos liberales- por el acceso a la información y las posibilidades disponibles en el mercado (que en el neoliberalismo puede ser de cualquier cosa). Pero ello, a su vez, está limitado por la desigualdad inherente del sistema, que es una característica esencial de tipo de subjetividad diversa de la concepción antropológica dominante en la actualidad, supuesto fundamento de la competencia y por lo tanto de la creatividad y la iniciativa.


Es decir, las asimetrías de información de las que se quejan los liberales como causantes de la desigualdad, la exclusión y las asimetrías de poder y por lo tanto, la causa de la pérdida de libertad y autonomía individual, proviene de la misma concepción antropológica del liberalismo y de la naturaleza del mercado que actúa como su estructura determinante en última instancia.


Es esta situación la que provoca una suerte de inacción o falta de iniciativa que el posmodernismo postulaba en el conocido tópico de la “desaparición de los sujetos”, en el capitalismo de fines del siglo XX. En primer lugar la clase obrera, que ha sido declarada muerta y enterrada varias veces desde entonces, pese a que por ejemplo en Europa, en los últimos cinco años ha habido más huelgas que en los sesenta y cinco o setenta años transcurridos después de la segunda guerra.


Y por otra parte en el discurso que postula la autonomía, en relación a proyectos de cambio global o como planteaba el posmodernismo en los años ochenta del siglo pasado, y que es una de las fuentes de la renovación, la crítica de los “metarrelatos”, que ha sido la motivación para la construcción de teorías de diverso signo que postulan la primacía de lo local; de la autonomía de las luchas y los conflictos sectoriales y la crítica de la “clase política”.


Ésta, es una concepción que aún originándose en un área cultural europeizante, de raíz socialdemócrata –igual que las concepciones más populares y distorsionadas de Gramsci- han servido también para la construcción de un discurso radical en historia y ciencias sociales, que ha legitimado académicamente el distanciamiento de las luchas sociales de las disputas por el poder; y sembrado el apoliticismo y el sectarismo en el movimiento social.


Ahora bien, esto se expresa también en el maximalismo que renuncia a la lucha por las reformas bajo el supuesto de que éstas son inútiles porque los cambios estructurales o de fondo nunca se realizan o se posponen para un futuro indeterminado, cuando es precisamente lo contrario.


Ésta, que es una posición muy antigua y conocida en el campo de la izquierda desde inicios del siglo XX, presenta la particularidad de estar muy extendida a nivel social y no solamente entre los militantes de partidos y colectivos de izquierda. Se puede apreciar especialmente en sectores de clase media (como los estudiantes y los profesores) muy despolitizados y termina manifestándose en un repliegue no en lo social, sino en la vida privada –que está completamente permeada por el consumismo y la cultura dominante.


En resumidas cuentas, la pérdida de autonomía y libertad, que se limitan a la elección entre las posibilidades que brinda la cultura dominante como estructura ya dada y no como el resultado de la práctica humana, que ha originado el capitalismo neoliberal en los últimos treinta años en nuestro país, no solamente ha redundado en una inacción y deterioro de la voluntad a nivel individual, sino que además, ha actuado como mecanismo de freno a todo proyecto colectivo de reforma social y también cultural. Y ello, lo que resulta más grave, entre los mismos colectivos sociales y políticos, como sindicatos, organizaciones estudiantiles y hasta partidos de izquierda.


Ello se puede apreciar en el apoliticismo, un confuso maximalismo y el discurso autonomista.


Este no es el resultado inesperado o aleatorio de acontecimientos impredecibles. Ha sido así por una acción intencionada, el resultado de luchas en que las clases dominantes del país impusieron un sistema que no es sólo económico o político. Es fundamentalmente un modelo cultural impuesto desde el Estado y que puso al mercado como paradigma. Se trata entonces de un problema político que requiere una solución política y respecto del cual, aparte el propio Estado, las organizaciones sociales  y los partidos, especialmente los partidos de izquierda, tienen una gran responsabilidad.



domingo, 14 de junio de 2015

¿Por qué es necesaria una política cultural?



Renato Guttuso. La Vucciria

Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo.
Carlos Marx

En el año 1995, el entonces Ministro de Educación del Presidente Eduardo Frei Ruiz Tagle,  Sergio Molina Silva, terminaba su presentación ante el Senado de la República sobre la reforma educacional, diciendo que “el conjunto de políticas que presentamos al Senado representan una política cultural”.

En el discurso de todos los ministros que le siguieron se enfatizaba la preparación frente a los desafíos de una economía  global y la sociedad del conocimiento y la información.

Es más o  menos lo que planteaban insistentemente los discursos de inauguración de año escolar de todos los ministros de educación desde entonces.

A veinte años, podría sostenerse que si las reformas contenidas en el programa del gobierno actual no han avanzado más y más rápido; y por el contrario, que han sido  dificultosas y originado controversias  y debates profundamente ideologizados, es por la resistencia cultural que han generado no solamente entre los empresarios y sectores liberales y conservadores, de derecha y representantes de lo que se ha denominado de modo un poco simplista “la vieja guardia de la concertación”.

Ha sido así también por lo contradictorias que han resultado para segmentos de una población “de clase media” despolitizada y consumista, formados desde entonces y para la que, según plantea Andrés Velasco en su polémica columna del diario El Mercurio, todo aquello que pretende reformar el actual Gobierno, es lo que “le resulta familiar”.

El Gobierno de Piñera, no pasó de ser un espasmo extraordinariamente contradictorio: por una parte, una continuidad de esa política cultural, intentos de profundizarla y consolidarla en ciertas materias, como las relaciones laborales y realizar algunas privatizaciones pendientes, interrumpidos por episodios de resistencia a los movimientos sociales que intentaban -al mismo tiempo que  rechazaban esta política de consolidación del modelo-,  recuperar lo perdido, aun sin horizontes de cambio global al frente.

La contradicción que agita entonces a nuestra sociedad es cultural. Radicalmente cultural; y se origina en un proceso reformista que entra en contradicción inevitable y permanente con la cultura dominante conformada durante el proceso denominado de “transición a la democracia” y de la que todavía obtienen sus ímpetus las fuerzas que se oponen a que haya cambios, por tibios que sean.  

En esta atávica concepción, la política cultural sin ser una política explicitada en un cuerpo de obligaciones del Estado y de Derechos Sociales relativos al acceso, producción e intercambio de bienes culturales de la sociedad y los individuos, configura una política privatizadora por la vía de la omisión.

Ciertamente que esta omisión de la política pública, para el liberalismo campante de los últimos veinte años, no fue ni lo es ahora un problema, porque parte del supuesto de que las elecciones culturales son un asunto estrictamente individual y no el resultado de una acción colectiva ni menos de una política del Estado.

A lo más, son el resultado de intercambios entre individuos, intercambios escasamente regulados por el Estado y que en su acepción subsidiaria se limita a la provisión de recursos para que los bienes culturales sean proveídos, en última instancia, por agentes privados.

Entre ellos, la educación –escolar, técnica y universitaria-; la información y el entretenimiento. Es decir, cientos, miles de intercambios entre privados, que en la concepción atomista del pensamiento neoliberal son la esencia de la vida social y el fundamento de la cultura.

Finalmente, el resultado de la concepción liberal de la política cultural, es el retiro del Estado y la privatización; no es un defecto de la política del Estado el que no la tenga. Por el contrario, es su esencia, definida por el concepto de subsidiariedad. El resultado de esta política es su entrega a la “mano invisible” del mercado.

Para un programa de reforma, por consiguiente, o mejor dicho, para que cualquier proceso de reforma sea realizable y tenga perspectivas de éxito relativamente razonables, es necesario que se plantee una política cultural.

Política  cultural planificada, ejecutada y evaluada por el Estado en estrecho contacto y colaboración y sometida al escrutinio permanente de la Sociedad Civil: ciudadanos y ciudadanas, instituciones, partidos políticos, organizaciones y movimientos sociales.

Esto es, debe ser una política en que se despliegue la más amplia consulta y participación social y política.

Dicha política además debe ser concebida en los marcos de la reforma educacional. Específicamente en el debate sobre lo que con mucha imprecisión ha dado en denominarse en los últimos años, "la calidad de la educación".

No se trata solamente de discusión acerca de la cretinista concepción de la calidad de la educación como cumplimiento de los estándares medibles a través de las pruebas estandarizadas. Ni tampoco de los métodos más apropiados para cumplir este propósito, los que van desde el adiestramiento puro y duro hasta las concepciones pseudoconstructivistas que han pretendido hacer  estas mediciones y el consecuente control al que han sido sometidas las comunidades educativas, más tolerables.

Se trata de la discusión acerca del significado de la escuela en nuestra sociedad y el tipo de hombre que se pretende formar en ella. Lamentablemente, los principios de la reforma –esto es, la educación como Derecho Social, la inclusión y el fortalecimiento de la educación pública-, todavía se escuchan apenas como un eco en nuestras escuelas y liceos.

Pesan más los resultados del SIMCE en la definición de sus políticas y se pueden encontrar todavía en sus PEI alusiones a la sociedad del conocimiento y la formación de competencias.

Otro eje de un movimiento de reforma cultural, es la construcción de una institucionalidad pública en materia cultural, de la que la creación del ministerio del área es sólo un primer paso. No puede ser solamente la creación de una oficina más de la administración pública de las muchas que gestionan, y asignan fondos del Estado que son entregados todos los años a privados  con el compromiso de realizar por él acciones específicas de las que después se debe rendir cuentas.

Se trata de construir una institucionalidad del Estado que coordine, que planifique, que evalúe la política pública articulado con los demás ministerios, intendencias y gobernaciones. Una política sistémica, que en sí misma, debe ser parte de la reforma cultural que nuestra democracia necesita.