Sandro Boticcelli. Alegoría de la calumnia |
Desde
la caída del socialismo a fines de los años ochenta del siglo XX, el
capitalismo y la globalización se erigieron como fin el de la historia humana;
y el libre mercado y la competencia, prácticamente como si fueran fenómenos
naturales.
En
tanto el capitalismo fue decretado el límite del progreso, cualquier punto de
vista que postulara otros modelos de sociedad, fue marginado y considerado casi
una extravagancia o un ideologismo.
Así,
en tanto no es pertinente concebir otros mundos posibles, la ética se convirtió
en un asunto estrictamente contingente. Las éticas de la responsabilidad
reemplazaron a aquellas basadas en una concepción del porvenir y el deber ser.
Al mismo tiempo, sin embargo, se hacen más
visibles viejos problemas de la humanidad y que motivaron el surgimiento de las
izquierdas en los siglos XIX y XX: sistemas de salud triturados por los
recortes presupuestarios; la crisis de la vivienda y de la educación pública
producto de la privatización y el lucro; la pauperización de extensas legiones
de trabajadores por la caída de los salarios y el desempleo producto de las
políticas de ajuste.
Este resurgimiento de lo que antiguamente se
conocía como “la cuestión social”, se vio facilitada por la conciencia desarrollada
por un siglo de luchas obreras y populares, la resistencia a perder las
conquistas obtenidas gracias a ellas y el avance de las ideas progresistas y de
izquierda que las inspiraron.
A raíz de la colusión en el caso del papel tissue,
recientemente en nuestro país, quedó en evidencia que el abuso de las empresas
con los consumidores, no es una anomalía del sistema. El caso de los pollos,
las farmacias, las pérdidas de ahorros previsionales de millones de
trabajadores producto de la irresponsable codicia y especulación de las AFP´s,
dan cuenta de la impunidad de la que han gozado y con la que han actuado en los
últimos treinta años.
Por consiguiente, el carácter clasista de la
sociedad que se ha ido constituyendo desde entonces en nuestro país, es lo que
se hace cada vez más patente como el origen de una crisis ética que la cruza subterráneamente,
incluyendo por cierto su sistema político.
Qué mejor ejemplo de ello que la bancarrota
de la UDI; el espectáculo que han dado sus fundadores, parlamentarios y
dirigentes, coludidos con las empresas, financiados en forma ilegal; procesados
y hasta condenados por la justicia. O la reciente renuncia de Eliodoro Matte a
la presidencia del otrora todopoderoso Centro de Estudios Públicos.
Las éticas de la responsabilidad, sin
embargo, aparecen perplejas ante esta situación. Ni la renovación socialista ni
el liberalismo social o la tercera vía, tienen algo que decir.
Pues la izquierda surge como alternativa a
la sociedad existente. Por tanto, como portadora de otra moral. de otros mundos
posibles, otras maneras de relacionarse los seres humanos y estos con el
medioambiente.
Partiendo por una revalorización de lo
política y de la acción de los partidos y organizaciones sociales y sindicales.
El apoliticismo, incluido el que se parapeta tras discursos radicales y
furiosas diatribas en contra de los partidos y “la clase política”, es uno de
los peores vástagos del triunfo del neoliberalismo a fines del siglo pasado.
Son discursos que desmovilizan las
conciencias; facilitan las cosas a los partidarios del sistema y se quedan en
la superficie de los problemas pues los colocan en el plano de las puras
formas o un moralismo ramplón.
Una nueva moral en la
política, sin embargo, no es tampoco un conjunto de valores trascendentes que existan con
independencia de lo social o que lo inspiran desde un más allá que actúa como
justificación ideológica de su acción y que sirve de excusa para las críticas
abstractas a los comportamientos individuales de dirigentes políticos y
sociales.
El comportamiento de los dirigentes
políticos y sindicales de izquierda es expresión de una nueva manera de
concebir las relaciones sociales, la relación entre los seres humanos y por tanto, tienen una existencia y unas repercusiones
muy prácticas que debieran fortalecer y legitimar las posiciones políticas que
postulan el cambio social.
Legitiman una manera de concebirlas opuestas
a la de los partidarios del sistema, a las clases y grupos hegemónicos de la
sociedad y que se han beneficiado del neoliberalismo en los últimos treinta
años y de lo que hemos sido testigos en
estos días. El indiviualismo; el oportunismo; el arribismo; la deshonestidad, el
tráfico de influencias, la colusión para beneficio privado a costa del
perjuicio de la sociedad.
La rectitud, la honestidad, el compañerismo,
la consecuencia entre el discurso y la práctica, la austeridad y la decencia,
no son, pues, puro moralismo. En efecto, lo son cuando no son actitudes que se viven en
función del cambio político y social.
Declararse partidario del
cambio, antisistémico y progresista sin asumir una posición política frente a
los acontecimientos actuales es permanecer en la beatería, ser un conservador
más cercano al fundamentalismo religioso que a una posición revolucionaria.
Hacerlo, en cambio, sin tener un comportamiento ético, una práctica inspirada y consecuente con los principios políticos y de cambio social, acordes con unas concepciones opuestas a los valores y costumbres propios del neoliberalismo, es no sólo una hipocresía sino además una posición que no convence, que no moviliza y que deja a la izquierda en el mismo plano de los que han incurrido en prácticas ilegales e ilegítimas.
Hacerlo, en cambio, sin tener un comportamiento ético, una práctica inspirada y consecuente con los principios políticos y de cambio social, acordes con unas concepciones opuestas a los valores y costumbres propios del neoliberalismo, es no sólo una hipocresía sino además una posición que no convence, que no moviliza y que deja a la izquierda en el mismo plano de los que han incurrido en prácticas ilegales e ilegítimas.