Los primeros cien días de
Gobierno de la Nueva Mayoría, encabezados por la presidenta Michelle Bachelet,
no dejan lugar a dudas: se está cumpliendo el programa,
comprometido con la ciudadanía en las últimas elecciones presidenciales y por
el cual votó un sesenta y dos por ciento de los electores. Nada muy diferente a
lo que haría cualquier coalición triunfadora y un gobierno electo.
¿Qué es lo que provoca,
entonces, la sorpresa? Que las medidas del nuevo gobierno, en lugar de
favorecer a los mismos que se vieron beneficiados por el alto crecimiento
económico y las políticas públicas que prevalecieron en los veinticinco años
anteriores, introduzca algunas correcciones que a lo menos mitigarían las
escandalosas prebendas que ostentaron en el pasado.
En segundo lugar, que las
políticas públicas ya no son el resultado de la opinión de los expertos, de la
academia y la tecnocracia; sino de las necesidades efectivas del país y las demandas
de la ciudadanía.
Pese a la suposición inicial de
algunos, en este sentido, las reformas contenidas en el programa de la Nueva
Mayoría, se plantean cambios efectivos. Por todo lo dicho hasta aquí, parece
una afirmación innecesaria. Pero para destacadas personalidades académicas, y
también para algunos dirigentes sociales, como el programa no se plantea los
cambios de fondo –o como se dice vulgarmente, estructurales-, en realidad no se
plantea ninguno efectivamente.
Es un razonamiento muy simple
que elude, la discusión política efectiva, que consiste en adoptar una posición
a favor o en contra de las tareas políticas del momento actual a la espera de
que se realicen las reformas definitivas.
También que, en estos cien
primeros días, se ha movilizado una sociedad civil más vigilante y que exige el
cumplimiento de las promesas de campaña. No hay nada de anormal tampoco en este
fenómeno o no debiera parecérselo a nadie, excepto por lo conservadora de
nuestra transición, en que la política fue monopolizada por dos coaliciones de
partidos y resuelta en una institucionalidad claramente ilegítima y según
algunos destacados constitucionalistas, hasta ilegal.
Por lo demás, a cada nuevo paso
que se da, queda claro que el modelo está tan pero tan bien entrabado, que cada
reforma plantea un nuevo desafío. Porque una lleva a otra, para que sea
efectivamente completa; porque es necesario realizar una previa que la
posibilite o incluso porque en la misma medida que se realizan, se va haciendo
evidente que los cambios son realizables.
Las propias exigencias de la ciudadanía, en el marco de una creciente
apertura política y unas esperanzas de cambios efectivos, las hacen cada vez
más necesarias.
Entonces, los nostálgicos de la
política de los consensos, en estos cien días, han creado la imagen de un
gobierno ideologizado y odioso, presa de un prejuicio para con la empresa privada;
o ignorante y chapucero a la hora de elaborar políticas y que envía al
Parlamento malos proyectos de ley; luego, un gobierno y una coalición sectarios
que no están dispuestos a negociar con nadie ni a escuchar ninguna opinión para
“mejorar” esos “pésimos” proyectos.
Luego, anuncian las penas del
infierno para el país, por haber osado elegir un tan mal gobierno. Las
expresiones de algunos personeros de los partidos de su coalición, de una
radicalidad verbal que desentona con las prioridades y énfasis de su programa,
no ayudan mucho en este sentido. Quienes se oponen a la realización de las
reformas comprometidas en el programa de gobierno, en cambio, sólo hacen su trabajo
usando toda clase de argumentos que van desde los ideológicos a los políticos y
los académicos y los técnicos.
Se va haciendo cada vez más
evidente, además, que el control de los medios de comunicación de masas por
parte de los sectores opositores al
programa de la Nueva Mayoría, es uno de sus mejores recursos. Es cosa de ver
los titulares; o escuchar las noticias todas las mañanas. Cuánto tiempo no
deben gastar ministros, presidentes de partido y parlamentarios oficialistas,
en desmentir estos titulares como si los propios medios y sus editorialistas
fueran sus adversarios; o los argumentos de la oposición, en lugar de explicar
el contenido efectivo de sus políticas.
Las fluctuaciones en las
encuestas de opinión dan cuenta de este fenómeno. Probablemente el único del
que pueden dar cuenta con objetividad.
Además, ese pretendido
periodismo “objetivo” o “neutral” que se erigió en el atalaya sobre el que
algunos comunicadores cimentaron su fama e influencia, comienza a quedarse cada
vez con menos espacio. Ello, porque en estas circunstancias, esa pretendida
neutralidad es insostenible. Pero en lugar de inclinarse a favor de los cambios
que se están realizando, se hace cada vez más conservador. Lo más curioso, es
que los maximalistas de la academia tuvieron en el pasado, y la siguen
teniendo, amplia tribuna en estos medios.
Ciertamente se debe avanzar
mucho todavía en materia de diálogo y consulta al pueblo y sus organizaciones
en la elaboración de política social. Llegará el día, más temprano que tarde,
en que también se lo haga para las reformas políticas y especialmente en lo que dice relación con
el cambio constitucional.
Es precisamente en el diálogo y
la consulta permanente al pueblo, donde mejor pueda el gobierno y su coalición
combatir la ignorancia y la
desinformación, probablemente su peor adversario en estos momentos. De todas maneras, eso no obsta a que se emprenda
la tarea de elaborar una política de comunicaciones y cultura; es aquí donde
está el núcleo de las tensiones del nuevo ciclo.
En efecto, la sorpresa que han
provocado estos cien primeros días, en que se ha usado toda clase de metáforas –como
la del “frenesí legislativo”, ”la retroexcavadora”, “estatización de la educación”,
etc.- es indicativa de un cambio cultural, al que la UDI y también Carlos Larraín, ex presidente de RN,
han sido particularmente sensibles.
Se trata de una reacción de
clase completamente predecible.