Jacques Louis David. El juramento de los horacios. 1784 |
El resultado de la esperada encuesta
CEP en su última versión, desató un vendaval de recriminaciones mutuas entre
académicos, cientistas sociales y dirigentes políticos. Este hecho por sí solo
habla del deterioro de las relaciones al interior de nuestra elite o como erróneamente
la llaman algunos, “la clase política”.
En efecto, la otrora incuestionable encuesta CEP, parámetro obligado de los tomadores de decisiones de políticas y planificadores en diversos ámbitos de la vida social –educacional, ambiental, laboral, etc.-, quedó a lo menos herida en su aura de cientificidad y objetividad.
En efecto, la otrora incuestionable encuesta CEP, parámetro obligado de los tomadores de decisiones de políticas y planificadores en diversos ámbitos de la vida social –educacional, ambiental, laboral, etc.-, quedó a lo menos herida en su aura de cientificidad y objetividad.
Lejos quedaron los tiempos en que el
elegante y culto Arturo Fontaine Talavera hizo del CEP el lugar de reunión de la elite empresarial y
de los protagonistas de la democracia de los acuerdos, donde se cocinaron
consensos para mantener las bases del modelo neoliberal intactas,
proveyéndolo al mismo tiempo de una mayor legitimidad a través de la ampliación
del arco de posiciones políticas que lo sustentaron a fines del siglo XX. Son
por lo demás, las que han hecho su reaparición y para lo cual han contado con
titulares, portadas de revistas, lanzamiento de libros con biografías y seminarios.
No es solamente que la encuesta del
poderoso e influyente centro de estudios del liberalismo criollo haya sido
puesta en cuestión o como algunos han supuesto, la dirección que de él ha hecho Harald Beyer, comparándolo con el abierto y tolerante
Fontaine. Lo realmente cuestionado es el principio cultural por el que en los
últimos veinticinco años, en lo que se denominó de modo bastante inexacto “transición
a la democracia”, se erigió a la mayoría como sustituto de la soberanía
popular.
En lugar de encarnar ideas de emancipación
o cambio, ampliación de los derechos económicos, sociales y culturales de la
ciudadanía, como incluso lo hiciera el liberalismo en la época de su pasado
revolucionario, el principio de la mayoría que encarnan las encuestas y
defienden los mercaderes de la opinión pública, manifiesta conformidad y su
objetivo final, consciente o inconscientemente, es oponer una resistencia eficiente
y tolerable a todo aquello que no lo haga.
Es uno de los cambios culturales más
importantes que se operaran durante los primeros gobiernos democráticos que
sucedieron a la dictadura militar, ante el cual sucumbieron la socialdemocracia y
el socialcristianismo en los noventa del siglo pasado con profundas
consecuencias para estos sectores políticos.
Es en razón de ese cambio por el que,
además, se consolida una empresa de la opinión pública, que con la presunta
misión de medirla, en realidad lo que hizo y pretende seguir haciendo, es
reemplazarla o decirle lo que tiene que opinar. Como la soberanía, para nuestros
liberales, es en realidad la mayoría, la verdad es un promedio que se puede
obtener mediante técnicas estadísticas que se transforman en un juez de la
vida cultural de la sociedad. Obviamente, uno que se manifiesta frente a
todas las esferas de la vida social. En efecto, hay encuestas para
todo y de todos los tipos, hasta en los programas de radio y televisión.
Este nuevo poder habilitante de lo bueno
y lo malo, de lo bello y lo justo de nuestra sociedad que son las encuestas de opinión,
siempre se inclina a favor de las fuerzas de la conservación y no del cambio.
De esa manera, lo que en principio,
debiera ser el resultado de una deliberación racional de la sociedad, termina
siendo el tartamudeo de las encuestadoras y los estudios de opinión. Los
fundamentos racionales de los anhelos y aspiraciones de la sociedad cobran un
sentido completamente irracional que ya nadie entiende. El cuestionario de cualquier encuesta es un buen ejemplo; preguntas completamente inducidas, de
una extensión incomprensible para cualquier ciudadano común, de las que se
deducen finalmente unas conclusiones enteramente arbitarias, que son
presentadas luego, como una “verdad”.
Esta conversión de las fuerzas sociales
y sus aspiraciones en potencias irracionales manipuladas mediante métodos
científicos de medición de la opinión pública, puede derivar, como de hecho ha
sucedido en el pasado, en una vuelta atrás hacia el autoritarismo y la
represión. Afortunadamente, lo acontecido con la encuesta CEP indica que no es
tan fácil.
De todos modos una condición necesaria para hacer posible una auténtica reforma cultural y la profudización de la democracia -además de
las dificultades de la elite que ha hegemonizado el sistema político en los
últimos veinte años para legitimar un instrumento tan importante como lo fue en
el pasado la encuesta CEP, un acuerdo entre las fuerzas que están por la reforma cultural, por una cultura de la democracia que se sustente en la soberanía popular y no en la mayoría, las estadísticas y las encuestas.
De no ser así, el aparente triunfo de
la democracia que es la consideración de la opinión pública a la hora de tomar decisiones políticas en todos los ámbitos de la sociedad, va a terminar por
corroer los fundamentos racionales de la democracia e inclinándola a favor de las fuerzas reaccionarias.