miércoles, 20 de agosto de 2014

Cultura de la mayoría o cultura de la democracia



Jacques Louis David. El juramento de los horacios. 1784

El resultado de la esperada encuesta CEP en su última versión, desató un vendaval de recriminaciones mutuas entre académicos, cientistas sociales y dirigentes políticos. Este hecho por sí solo habla del deterioro de las relaciones al interior de nuestra elite o como erróneamente la llaman algunos, “la clase política”. 

En efecto, la otrora incuestionable encuesta CEP, parámetro obligado de los tomadores de decisiones de políticas y planificadores en diversos ámbitos de la vida social –educacional, ambiental, laboral, etc.-, quedó a lo menos herida en su aura de cientificidad y objetividad.


Lejos quedaron los tiempos en que el elegante y culto Arturo Fontaine Talavera hizo del CEP  el lugar de reunión de la elite empresarial y de los protagonistas de la democracia de los acuerdos, donde se cocinaron consensos para mantener las bases del modelo neoliberal intactas, proveyéndolo al mismo tiempo de una mayor legitimidad a través de la ampliación del arco de posiciones políticas que lo sustentaron a fines del siglo XX. Son por lo demás, las que han hecho su reaparición y para lo cual han contado con titulares, portadas de revistas, lanzamiento de libros con biografías  y seminarios.


No es solamente que la encuesta del poderoso e influyente centro de estudios del liberalismo criollo haya sido puesta en cuestión o como algunos han supuesto, la dirección que de él ha hecho Harald Beyer, comparándolo con el abierto y tolerante Fontaine. Lo realmente cuestionado es el principio cultural por el que en los últimos veinticinco años, en lo que se denominó de modo bastante inexacto “transición a la democracia”, se erigió a la mayoría como sustituto de la soberanía popular.


En lugar de encarnar ideas de emancipación o cambio, ampliación de los derechos económicos, sociales y culturales de la ciudadanía, como incluso lo hiciera el liberalismo en la época de su pasado revolucionario, el principio de la mayoría que encarnan las encuestas y defienden los mercaderes de la opinión pública, manifiesta conformidad y su objetivo final, consciente o inconscientemente, es oponer una resistencia eficiente y tolerable a todo aquello que no lo haga. 


Es uno de los cambios culturales más importantes que se operaran durante los primeros gobiernos democráticos que sucedieron a la dictadura militar, ante el cual sucumbieron la socialdemocracia y el socialcristianismo en los noventa del siglo pasado con profundas consecuencias para estos sectores políticos.


Es en razón de ese cambio por el que, además, se consolida una empresa de la opinión pública, que con la presunta misión de medirla, en realidad lo que hizo y pretende seguir haciendo, es reemplazarla o decirle lo que tiene que opinar. Como la soberanía, para nuestros liberales, es en realidad la mayoría, la verdad es un promedio que se puede obtener mediante técnicas estadísticas que se transforman en un juez de la vida cultural de la sociedad. Obviamente, uno que se manifiesta frente a todas las esferas de la vida social. En efecto, hay encuestas para todo y de todos los tipos, hasta en los programas de radio y televisión.


Este nuevo poder habilitante de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo justo de nuestra sociedad que son las encuestas de opinión, siempre se inclina a favor de las fuerzas de la conservación y no del cambio.


De esa manera, lo que en principio, debiera ser el resultado de una deliberación racional de la sociedad, termina siendo el tartamudeo de las encuestadoras y los estudios de opinión. Los fundamentos racionales de los anhelos y aspiraciones de la sociedad cobran un sentido completamente irracional que ya nadie entiende. El cuestionario de cualquier encuesta es un buen ejemplo; preguntas completamente inducidas, de una extensión incomprensible para cualquier ciudadano común, de las que se deducen finalmente unas conclusiones enteramente arbitarias, que son presentadas luego, como una “verdad”. 


Esta conversión de las fuerzas sociales y sus aspiraciones en potencias irracionales manipuladas mediante métodos científicos de medición de la opinión pública, puede derivar, como de hecho ha sucedido en el pasado, en una vuelta atrás hacia el autoritarismo y la represión. Afortunadamente, lo acontecido con la encuesta CEP indica que no es tan fácil.


De todos modos una condición necesaria para hacer posible una auténtica reforma cultural y la profudización de la democracia -además de las dificultades de la elite que ha hegemonizado el sistema político en los últimos veinte años para legitimar un instrumento tan importante como lo fue en el pasado la encuesta CEP, un acuerdo entre las fuerzas que están por la reforma  cultural, por una cultura de la democracia que se sustente en la soberanía popular y no en la mayoría, las estadísticas y las encuestas. 


De no ser así, el aparente triunfo de la democracia que es la consideración de la opinión pública a la hora de tomar decisiones políticas en todos los ámbitos de la sociedad, va a terminar por corroer los fundamentos racionales de la democracia e inclinándola a favor de las fuerzas reaccionarias.


miércoles, 6 de agosto de 2014

La nueva situación política

Tiempo de definiciones para la sociedad



Marinus Van Reimerswaele. El comerciante y su mujer


Una vez concluido lo que dio en llamarse el primer tiempo de la administración de la presidenta Bachelet, hubo un cambio notorio en la situación política del país. En efecto, han reaparecido en todos los medios, los protagonistas de la denominada “democracia de los acuerdos”.

Obviamente los acuerdos no son, para ellos, los que se alcanzan al interior de la coalición con la que se ganó las elecciones presidenciales; la que hizo posible elegir diputados y senadores, nombramientos en la administración pública y el aparato del Estado. Ni tampoco con las organizaciones y el movimiento social.

En efecto, como lo sugieren todos los protagonistas de la transición y la política de los consensos, son acuerdos con quienes están fuera de la coalición y se han manifestado brutalmente en contra de lo que la mayoría de los electores respaldó. Resulta francamente absurdo que quienes obtuvieron a duras penas un tercio de los votos en los últimos  comicios, emplacen a rediseñar los proyectos de reforma desde cero.

Más absurdo es, en todo caso, que considerando esa correlación de fuerzas, haya quienes supongan y postulen que son necesarias alianzas fuera de la Nueva Mayoría para darles legitimidad.

Lo lógico sería, en cambio, preguntarse cuál es el sentido de la coalición hoy por hoy y oponerle una propia respuesta. De acuerdo a lo declarado por los dirigentes de todos los partidos de la Nueva Mayoría, incluido Gutenberg Martínez quien incluso le puso fecha de término, sería la misma que el 11 de marzo de este año: la implementación del programa comprometido con la ciudadanía.  

Ese es el desafío actual de la Nueva Mayoría, tras lo cual debiesen cerrar fila todos quienes militan en los partidos que la conforman, los dirigentes y movimientos sociales interesados en las reformas tributaria, educacional, laboral, constitucional, al sistema de pensiones, dejando al mismo tiempo a los empresarios y la derecha en su posición de minoría política, social, moral y cultural.

Ello no obsta, por supuesto, a que apelando a su autonomía y en función de sus propias reivindicaciones, el movimiento social aspire a incorporar elementos a las reformas que las enriquezcan en contenido y respaldo , situación que los partidos políticos debiesen atender, expresar y procesar en el Estado y las instituciones en un diálogo franco y de respeto mutuo.

No para otra cosa fue la lucha contra la dictadura hace ya veinte o treinta años y por la cual todavía hoy se aspira a tener una democracia plena.

No es extraño, en este sentido, que las encuestas señalen persistentemente que, pese a los altos niveles de aprobación y respaldo al gobierno y la Presidenta de la República, estos mismos hayan caído en el caso de algunas de las medidas contenidas en su programa.

Eso pues las encuestas son apenas un sucedáneo de las aspiraciones y demandas más profundas de una sociedad. Son, más bien, la expresión de fuerzas que están disputando permanentemente  su simpatía y la subjetividad de hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños. Por lo tanto, es como si a través de un promedio obtenido mediante técnicas estadísticas, se expresara la capacidad de un sector determinado para influir en la opinión pública, lo que podría denominarse “el sentido común”.

Lamentablemente, a las inconsistencias y falta de convicción con las reformas de algunos sectores que no son de derecha e incluso en algunos casos, son parte de la Nueva Mayoría, se debe sumar la de quienes compartiendo que se deben realizar, han planteado tantas dudas y reparos frente a éstas, que finalmente han sido hechas aparecer por la oposición y los empresarios, como políticas sin respaldo y por lo tanto, como una posición tan débil que basta con insistir  majaderamente en su “torpeza” y falsificar su contenido, para tumbarlas a través de un par de encuestas.

Es precisamente ese espacio de ambigüedad el que ha facilitado en el último mes solamente, la recomposición o al menos los intentos, del bloque de los consensos y que hegemonizó la transición con tan buenos dividendos para los empresarios, los violadores de los Derechos Humanos que hasta la actualidad se mantienen impunes, los comerciantes de la imagen, la publicidad y la entretención masiva.

Ambigüedad que cruza todo el espectro político y de la que algunos han hecho su trinchera: comunicadores sociales y periodistas que han hecho de ella una supuesta objetividad que los erige en jueces de la política y la sociedad; intelectuales y personalidades académicas descomprometidas que se ocultan tras la aparente pureza  de sus ciencias; dirigentes sociales que transitan entre el maximalismo y la reivindicación más trivial guarecidos tras una presunta “autonomía”; y aspirantes a líder político que la usan como táctica para mantenerse siempre vigentes en las turbulentas aguas de la situación política.

El segundo tiempo de la actual administración, por lo tanto, debiera ser un período en el que se consoliden las posiciones y se confirmen las voluntades de todos los actores, políticos y sociales.

No se trata, por cierto, de ser grandilocuentes ni de radicalizar posturas; se trata simplemente de impulsar los cambios que viene demandando la sociedad desde hace tiempo -y no precisamente a través de las encuestas sino desde la calle y las urnas- y consolidar las reformas contenidas en el programa de Gobierno.