Alejandro Mono González. Mural pintado por la BRP |
La derecha chilena, está
corriendo hace rato el cerco de lo tolerable desde el punto de vista de una
sociedad democrática e incluso, más allá del mezquino pacto que hizo con la
Concertación hará poco más de treinta años.
Eso porque dicho pacto, y en
buenas cuentas la democracia como marco de la sociedad para resolver los
asuntos políticos, se le empezó a hacer estrecho. En efecto, sus clásicas
recetas de ajuste basadas en los bajos salarios, la privatización de los servicios
públicos, la desregulación de los mercados y el Estado mínimo, ya no son
posibles dentro de él sin provocar la protesta social, el estallido,, para
terminar poniendo en riesgo incluso su propia estabilidad.
Como lo hizo Trump en los
Estados Unidos durante su administración, la política de la derecha consiste en
sobrepasarlos y esperar a ver la respuesta, para seguir luego sobrepasándolos.
En este arriesgado juego, se fagocita a sí misma, con tal de cumplir con su
mandato y rol histórico. Es como asistir al parto de una nueva derecha, cada
vez más reaccionaria, charlatanesca y agresiva.
Las lloronas de la transición,
todavía no lo aceptan o se niegan a admitirlo, como los amarillos, los
demócratas y otros cuantos. Pero, en los hechos, la derecha cada vez que puede
defiende a troche y moche el Estado subsidiario y el neoliberalismo
ultrafundamentalista. Hacen algunas piruetas retóricas para sostener la
posibilidad de compatibilizar el Estado Social y de Derechos -uno de los
famosos bordes del proceso constituyente acordado por los partidos para darle
continuidad- con su utopía de un mercado que se regula solo y en el que los
individuos son como almas puras que no comparten nada como no sea el que,
circunstancialmente, viven unos al lado de otros como si fueran un
montón.
Su actitud agresiva y
obstruccionista frente a la agenda legislativa del gobierno; sus ataques
permanentes al Presidente Boric y al gabinete; su anticomunismo antediluviano;
su retórica facilona frente a la delincuencia y sus recetas cavernarias para
enfrentarla, no son más que demostraciones de su indigencia intelectual, su
ausencia de propuestas pero también su audacia y la convicción con la que han
decidido hacerse cargo de la defensa del modelo neoliberal y lo que pueda
salvarse de la Constitución pinochetista, enchulada tras el acuerdo
Lagos/Longueira.
Esta táctica derechista de
provocar, atacar, mentir y negar el progreso y la razón, seguida al pie de la
letra por algunos epígonos tercermunistas de esperpentos de barbarie como
Fratelli d'Italia, Vox, y Trump, no tiene más destino que el de la violencia
social. Su imposibilidad, de hecho, de organizar la vida política sobre bases
objetivas, racionales y humanas, no les dejan más alternativa que la acción
violenta y la provocación, como en el asalto al Capitolio o la asonada de
Brasilia.
No se trata simplemente de un
desbordamiento de las instituciones o un menosprecio de la derecha por ellas.
La característica más conspicua de la embestida actual de la derecha, es su apelación
a las emociones; el temor; y la superchería, como fundamento último de un
discurso pseudo racional para el que todo es más o menos lo mismo y las
diferencias políticas no más que diferencias de "opinión". De ahí que
personajes tan bizarros como los que pueblan nuestra televisión abierta, puedan
espetar toda clase de estupideces, sin que la sociedad se escandalice y las
tolere con una indiferencia escalofriante.
De ahí a la justificación del
genocidio no hay mucho trecho.
Una sociedad bombardeada
periódicamente por la televisión chatarra; redes sociales en que la mentira y
la calumnia se esparcen con una rapidez insólita y difícilmente contrarrestable
sin darle todavía más difusión; en la que el sistema escolar se basa en una
noción del aprendizaje que es el adiestramiento en fórmulas y tautologías repetidas
luego por los y las estudiantes como loros en las pruebas estandarizas, está
cada vez más preparada para una solución de tipo reaccionario a la encrucijada
en la que se encuentra.
La elección de consejeros
constitucionales será el primer obstáculo que deberá salvar. Las reglas
acordadas por los partidos no son muy favorables que digamos para los sectores
del campo social y popular. Pero esto es lucha de clases; quejarse de estar en
una posición desventajosa cuando precisamente se lucha para dejar de estarlo,
es una excusa. Luego, el debate del Consejo Constitucional en el que los bordes
no son interpretables más que como expresión de la correlación de fuerzas
social que se disputa todavía, después de la goleada del 4 de septiembre, será
una prueba para todos quienes se opusieron en el pasado a la Constitución del
80 y en el plebiscito del 4 de septiembre votaron apruebo.
Personajes tan oportunistas
como Pepe Auth todavía apuestan a un renacimiento de la democracia de los
acuerdos en su interior sin siquiera pronunciarse acerca del contenido de la
discusión pero son cada vez menos y más freaky.
Es el momento de plantearse en
serio el problema. La defensa de la democracia hoy por hoy pasa no tanto por la
defensa de las instituciones sino de los valores democráticos. La derecha va a
hacer lo que ha hecho siempre. Defender los privilegios; escamotear las
posibilidades de desarrollo que el país tiene hoy en día si es que se cambia la
Constitución para otorgarle al Estado un rol más activo en la provisión de
servicios; la explotación y utilización de nuestras riquezas naturales,
especialmente mineras; en la regulación de los mercados. La izquierda y los
sectores democráticos y progresistas, cambiar las instituciones para ponerlas
al servicio de todos y todas.