Theodor Guetricault. La balsa del Medusa |
En 1992, el entonces Presidente
de la República, Patricio Aylwin Azócar, decretó el fin de la transición. Poco
más de diez años después, en su particular estilo, el ex presidente Ricardo
Lagos, firmó la reforma constitucional que acabó con los senadores designados y
vitalicios, con el Consejo de Seguridad Nacional y modificó la composición y
atribuciones del Tribunal Constitucional, también como si fuera el fin de la
transición.
Pese a ello, la democratización
del país y la superación de las desigualdades siguen siendo materias pendientes
en nuestro país e incluso más urgentes que entonces. En materia de Derechos
Humanos, el Informe Rettig y la Mesa de Diálogo, tampoco pusieron fin a la
búsqueda de verdad, justicia y reparación de las víctimas de la represión y sus
familiares.
Los acontecimientos recientes del
país, desmienten efectivamente que la transición haya terminado. El fallo del Tribunal
Constitucional que echó por tierra la reforma laboral aprobada por el Congreso,
aparentemente sin posibilidad de volver a ser repuesta a no ser que se cambie
la Constitución -es decir después de la transición- así lo demuestra.
El que recién veinticinco años
después de la dictadura haya partido el proceso la desmunicipalización de la
educación escolar; que el sistema de AFP’s sea apenas objeto de una pequeña
regulación que es la creación de una AFP estatal -lo que está lejos de resolver
el carácter mercantil del sistema de pensiones que nos rige; el que no haya
sido derogada aún la Ley reservada del cobre; que esté pendiente aún el
enjuiciamiento de los violadores de Derechos Humanos y el que, paradójicamente,
los que se encuentran cumpliendo penas por sus atroces crímenes, sean objeto
de peticiones de clemencia y consideraciones humanitarias, también lo confirman.
Son muchas más las tareas
pendientes de la transición, dependiendo del punto de vista político y el lugar
que se ocupe en la sociedad desde el que se la evalúe, por cierto. Pero lo que
resulta indesmentible, es que la posibilidad de que las instituciones políticas,
económico sociales, la cultura y valores sobre las que se constituye nuestra
sociedad, puedan cambiar en el marco de lo acordado a fines de la dictadura
militar, es imposible.
Es precisamente esa la razón para
que haya sido el enorme movimiento de masas que se desarrolló durante el
gobierno de Piñera, el que abriera las puertas a una transformación. Y es
aparentemente, lo que está pasando en la actualidad.
Esta enorme ola de descontento
social que atraviesa subterráneamente a la sociedad, está triturando silenciosamente
la herencia de la transición; sus primeras víctimas propiciatorias fueron la
Concertación y la Alianza por Chile, y en la actualidad los partidos que las
conformaban. Bajo el mandato de la Presidenta Bachelet, el sistema binominal
mayoritario, piedra angular del acuerdo que sostuvo la estabilidad política de
los noventa.
Los casos de corrupción
conocidos; la relación promiscua entre los negocios y la política, entre
intereses empresariales y el poder, comienzan además a corroer la escasa
legitimidad de la que gozaba. Financiamiento ilegal de campañas; de partidos
políticos, cohecho en la aprobación de leyes que benefician a un puñado de
empresas y que perjudican a millones de chilenos, comienzan a pasarle la cuenta
a la transición.
Lo que presenciamos, se asemeja
mucho al gobierno de Piñera; descontento social por doquier; desprestigio de
las instituciones; dispersión política; todo ello en el marco de una situación
de desaceleración de la economía y el retroceso de procesos de cambio en
América Latina que hacían augurar un mejor futuro para nuestros pueblos; y por
el contrario, el avance de la derecha en todo el continente.
Ciertamente, el escenario es
delicado y uno de los riesgos más grandes, hoy por hoy, es el aventurerismo
político, hijo putativo del diletantismo y las excentricidades teóricas. Los
estertores de la transición son el resultado de sus propias contradicciones,
contradicciones de clase que la institucionalidad política, económico social;
educativa y cultural se demuestran incapaces de procesar y resolver en un
sentido progresista.
La ola de descontento, no
significa necesariamente que la transición vaya a tener un final feliz. Sobre
toda América Latina se cierne el peligro de la reacción. Las primeras medidas
tomadas por los gobiernos de Macri en Argentina y Temer en Brasil no dejan
dudas de su carácter de clase y la agresividad de su ofensiva.
Chile no es, no será la
excepción. Y el descontento no es sinónimo de progreso o revolución. Puede ser
incluso el caldo de cultivo para el surgimiento de los populismos de la peor
especie. La espontaneidad, un aliado del irracionalismo y la consigna “que sea vayan
todos” la excusa perfecta para el fascismo.