lunes, 19 de octubre de 2015

La quinta reforma

Pieter Brueghel. El combate entre don carnal y doña cuaresma



La contradicción principal que agita al país en la actualidad, es la que existe entre un conjunto de reformas contenidos en el programa de la Nueva Mayoría y la resistencia de quienes se vieron beneficiados por la política neoliberal imperante en los últimos treinta años, no sólo en Chile sino en toda América Latina.
 
Se trata de hacer el tránsito a una sociedad diferente.

Otra cultura, una moral opuesta a la de la privatización, la competencia desenfrenada y el consumismo: esa es la demanda que nos hace la situación histórica y política del país.
 
Es precisamente en la lucha por la transformación, en la crítica a lo existente donde se empieza a manifestar esta cultura o debiera hacerlo.

Ese fue probablemente el aporte del Festival Víctor Jara y el Chile Crea, instancias que movilizaron a miles en todo el país en los años ochenta del siglo pasado -no sólo artistas y trabajadores de la cultura-, tras la demanda de fin a la dictadura militar, recuperación de la democracia, verdad y justicia respecto de las violaciones a los Derechos Humanos.

Es ese justamente el problema. La cultura y la subjetividad no consisten en un conjunto de ideas, de valores, emociones y símbolos que existan con autonomía de lo real. Por lo tanto, la política cultural no consiste en organizar festivales, tirar papel picado y movilizar a miles sin propósito alguno, haciendo abstracción del contexto, sin considerar sus necesidades, aspiraciones y demandas.
 
Ello porque la movilización que implica cualquier política cultural, tiene su fundamento en la realidad, en la necesidad de transformación, en los anhelos populares de democracia y justicia social que expresan las demandas de reforma del código del trabajo, de gratuidad de la educación y desmunicipalización del sistema escolar, fin al sistema de AFP´s y nueva Constitución.

El individualismo liberal dominante, en cambio, concibió al hombre como una entidad abstracta y que se basta a sí misma, y a la cultura como el resultado de una encuesta. Esta concepción probablemente no la sostenga nadie hoy por hoy, excepto el catolicismo preconciliar o la UDI y ese es precisamente el punto de unión de liberales y conservadores y que, en su versión criolla, el neoliberalismo sintetizó en el concepto de subsidiariedad.
 
Respecto del arte y la subjetividad del artista en el capitalismo, escribía Pablo de Rokha, que “abocado cuotidiamente, enfrentado a tal abismo experimental y al abismo del estilo, el artista es el gran maldito del siglo porque es el gran desventurado y el gran endemoniado de las épocas, al expresar toda la congoja de las épocas con la batalla social adentro del alma”.

La subjetividad –no sólo en el caso del artista-, por consiguiente, es tan real como la lucha por el pan; y a su vez, la lucha por el pan, no es un ámbito distinto al de la subjetividad, los símbolos, los valores y las emociones.

El lenguaje cotidiano no es solipsismo, tampoco el poético ni menos el político. Es una creación humana y por tanto, un fenómeno eminentemente social y en tanto tal, una lucha permanente por transformar lo real. La cultura no es tampoco, en consecuencia, la expresión de ideas, de valores autónomos, objetivos o superiores, circunstancialmente alojados en lo social.

Es el resultado de las aspiraciones y las luchas de miles, de millones, de seres humanos que no son subjetividades individuales, sino muy concretas: jóvenes, viejos, hombres y mujeres, militantes y no militantes, organizaciones sociales, partidos políticos, movimientos, individuos o personalidades que se encuentran, que construyen dialogando entre sí y en una relación permanente con lo real.

Entonces, el problema principal que plantea el momento actual es la superación del estado de enajenación y anomia en que ha sumido a la subjetividad el neoliberalismo, expulsándola del ámbito de las relaciones sociales al de la vida privada; o los microespacios de la sobrevivencia y la fragmentación, generalmente resumidos en el concepto de “lo local”.

El desafío es la restitución de la unidad de lo subjetivo, tanto de lo subjetivo individual como colectivo para construir colectivos sociales, movimientos, sujetos para la transformación y la construcción de una nueva sociedad.

El objetivo de una política cultural para el momento actual del país, es por consiguiente, dar forma a estas aspiraciones, constituir movimientos sociales, construir identidades políticas y sociales por la transformación; movilizar a miles, a millones de personas con el propósito de avanzar en la implementación del programa de gobierno, consolidar lo avanzado y proyectar las reformas.


 

sábado, 10 de octubre de 2015

El leninismo y la actualidad





Pieter Brueghel. La parábola de los ciegos
 

La distancia entre las transformaciones de fondo que el país necesita para ser efectivamente un país democrático y las reformas actuales es, ciertamente, considerable.

Oponerse a ellas porque no se plantean cambios estructurales, soluciones definitivas al carácter clasista y antidemocrático del modelo neoliberal, es casi lo mismo que dejar las cosas exactamente donde están, a la espera de que alguien las realice o en el mejor de los casos, de que las circunstancias cambien, para hacerlo.

Es la posición de quienes ven la realidad desde la doctrina, o una moral que no se compromete con los acontecimientos actuales y se dedica a pontificar sobre lo que los demás hacen o dejaron de hacer.

Otro argumento que se viene escuchando desde que fuera electa la presidenta Bachelet e incluso desde que surgió la Nueva Mayoría en las postrimerías del gobierno de Piñera, son las diferencias que existen entre los partidos que la conforman.

En efecto, en la Nueva Mayoría confluyen partidos que estuvieron en posiciones antagónicas bajo las administraciones de la Concertación e incluso es expresión de las diferencias que en su interior se manifestaban. En ella confluyen liberales, cristianos, racionalistas laicos y comunistas.

La hegemonía de la Concertación estaba en manos del liberalismo y sectores conservadores de raíz católica que desde que ganó Piñera el 17 de enero del 2010, postulaban el consenso con la nueva administración, tal como lo habían hecho mientras fueron gobierno; pero ello se enfrentó inevitablemente con la protesta social frente a los intentos del gobierno de la derecha de consolidar el modelo que le había heredado y profundizarlo, en ciertos aspectos.

Movilización contra los proyectos energéticos que el empresariado venía exigiendo como las termoeléctricas en el norte o el proyecto Hidroaysén; contra las privatizaciones de empresas del Estado, como ENAP, sanitarias y eléctricas –como EDELNOR- y hasta CODELCO; concesiones hospitalarias y privatización de la educación e introducción de la flexibilidad, en el ya desregulado mercado laboral.

De esa manera, dicha hegemonía liberal, promotora entusiasta de la política del consenso y que era rechazada –intuitivamente, por cierto- en las calles como responsable de esa pérdida de derechos fundamentales, fue desplazada de esa posición en el transcurso de la administración derechista, dando origen a la Nueva Mayoría.

Sin embargo, a esta amplia convergencia opositora al gobierno de la alianza, no le corresponde uno similar en el caso de la izquierda, que desde fines de la dictadura había sufrido un proceso de dispersión de sus vertientes históricas. Tendencia confirmada con el ingreso del PS a la Concertación y como efecto del sistema electoral binominal, que el partido PAIS hubiese quedado excluido del Congreso en la primera elección parlamentaria a fines de la dictadura, lo que en los hechos significaba la exclusión del Partido Comunista y otras pequeñas agrupaciones, como el MIR o la IC.

Entonces, las diferencias al interior de la Nueva Mayoría son realmente expresión de la dispersión de los sectores de izquierda y progresistas, contrarios al modelo neoliberal y que vienen reclamando una efectiva democratización del país, incluso desde los años noventa del siglo pasado, tanto entre los que eran denominados entonces “izquierda extraparlamentaria”, como de quienes estaban en una posición subordinada al interior de la Concertación.

La pregunta que, por lo tanto, corresponde sería ¿con quién o quiénes se podrían haber hecho estas reformas, considerando esta dispersión y diferencias en el campo de la izquierda?

Esperar que todos tuvieran una misma política, para enfrentar este proceso de cambios que el país está viviendo, sería haber asumido este estado de fragmentación política y social, como un orden de cosas natural e inmodificable.  Y de esa manera, haber inmovilizado a la sociedad. Precisamente lo contrario de lo que el momento actual reclama de la izquierda.

Es una actitud conservadora, reformista, que se inhibe de actuar, que no arriesga, pues no se propone incidir en la realidad sino acomodar su actuación a estas condiciones asumidas como “naturales”, no el producto de circunstancias históricas, el resultado de las luchas y la acción práctica de las clases sociales.

De esa manera, ser de izquierda comporta un posicionamiento frente a la totalidad: consiste en tener un propósito, actuar motivado por un posicionamiento frente a la contradicción de clase fundamental que cruza a toda la sociedad y tomar una posición respecto del conjunto de contradicciones que se manifiestan en ella, incluida aquella que existe entre la voluntad y lo real, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la doctrina y la experiencia práctica del movimiento social.

Ser de izquierda -es más, ser revolucionario- consiste exactamente en eso. En asumir a la sociedad en permanente oposición y movimiento y a su concepción de lo real, siempre en su carácter concreto, esto es determinado por esas mismas contradicciones. En su condición histórica, cambiante y provisional. Este punto de vista, característico del leninismo, es especialmente importante en condiciones políticas e históricas como la actual en nuestro país.

 

jueves, 1 de octubre de 2015

La política y la actualidad del leninismo



Moisés. Rembrandt Van Rijn


La política consiste en la confrontación de fuerzas de clase contrapuestas. Se trata de un fenómeno que cruza a toda la sociedad, que es complejo y permanente.

Dicha confrontación puede estar motivada por razones de distinta índole, como unas diversas concepciones del Estado y el régimen político; doctrinarias e ideológicas o morales como las que explican en parte las políticas educacionales o las de salud reproductiva; también por la repartición de los beneficios de la producción y el crecimiento económico así como su relación con el medioambiente y la tecnología, que están a la base de las reformas tributarias, laborales, las leyes de presupuesto, etc.

En este sentido, prácticamente todo es un problema político. Y la lucha de clases por esta razón no es el enfrentamiento de dos clases puras, sino una contradicción determinada que va generando contradicciones más complejas, determinaciones concretas de lo real y que explican que esté cambiando permanentemente.

Porque toda la sociedad es una suerte de campo de “operaciones”, de movimientos de fuerzas que se oponen; que en otras oportunidades colaboran, se alían y luego se separan.

En este sentido, resulta evidente que la red de conflictos y contradicciones que cruzan a cualquier sociedad es muy diversa. Salvo en los regímenes dictatoriales, y ni siquiera eso, la política es sumamente compleja. Las visiones maniqueas de la sociedad, de la lucha de clases y la política, tienden a borrar esta complejidad y a convertirla en un asunto de principios, inspirado más bien en una suerte de máxima guiada por el “deber ser”, propia de un idealismo objetivo más que de una visión histórica, la que aísla irremediablemente a quienes las sostienen en pequeñas sectas fundamentalistas sin ninguna incidencia en el devenir de los acontecimientos.

Tal como Lenin recuerda la frase del Fausto de Goethe, “gris es el árbol de toda teoría y verde el árbol de oro de la vida”, la política es precisamente un asunto que aún  encontrando explicaciones y fundamento en ciertos principios de orden general, es siempre concreta, contingente, actual y sobre todo compleja.

No es la confirmación de normas de carácter general, sino por el contrario, la manifestación de la excepción, el momento de quiebre de la regularidad. Es lo que sostiene el Che en su artículo “Cuba, excepción histórica o vanguardia en la lucha anticolonialista”; lo que le reprocha Marcuse a Karl Popper sobre su noción del historicismo y lo que, contrariamente a lo que sostienen las versiones vulgares, afirma el leninismo.

El cambio no es el producto de la confirmación de la norma, sino al contrario de su excepción, la que además es producto de la acción consciente, intencionada de una voluntad histórica, de una “subjetividad”. Va más allá de lo inmediatamente dado y apela precisamente a una sociedad que trasciende lo actualmente existente.

Entonces, además de un concepto de lo real, es también una teoría del cambio político entendido como el resultado de la acción de una voluntad consciente, de una subjetividad que actúa y es capaz de incidir de manera determinante en las condiciones comúnmente denominadas “objetivas”, ello suponiendo que la acción política no fuera también “objetiva” ni tuviera una existencia real y fuera sólo expresión de unos valores y principios matafísicos.

No. Sólo para el evolucionismo, las concepciones positivistas, naturalistas y que hasta en algunos casos se podrían tildar de “ingenuas”, los acontecimientos son el resultado de condiciones inmodificables, “estructurales”, “ya dadas”, anteriores a la acción teórica y práctica de los seres humanos.
 
De ser así, no es concebible el cambio histórico y hasta la democracia misma sería innecesaria en tanto la sociedad se va acomodando naturalmente en función de esas leyes históricas inmodificables, objetivas y permanentes. Es lo que termina justificando visiones totalitarias y antidemocráticas y que no dan cuenta de la sociedad real.

Es el punto de vista que sostuvo Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y que hasta el día de hoy postula un neoliberalismo agónico y que explica la posición que el Comandante Fidel Castro sostuviera a lo largo de todos los años noventa del siglo pasado señalando como contradicción principal del período, la existente entre neoliberalismo y democracia, contradicción que se sigue manifestando en la actualidad en todo el mundo y probablemente con más radicalidad que entonces.

De esa manera, la “utopía” en los proyectos de cambio político y social, para el leninismo ocupa un lugar primordial; ciertamente el realismo, la consideración de lo contingente, de lo complejo son uno de los rasgos fundamentales del leninismo, pero el utopismo, la apelación a una nueva sociedad, es también uno de sus rasgos esenciales y no uno que esté en contradicción con aquel sino que actúa en la  fractura, en lo complejo, dando origen a lo nuevo, lo inesperado, lo improbable, como explicación del cambio.

Principio, que fue reemplazado por las éticas de la responsabilidad, propias de la renovación socialista de los tiempos de la denominada “transición a la democracia” y que intentaban acomodar, inúltimente, los idearios de cambio radical al predominio del libremercado y la globalización como si fueran el límite de la historia humana.