viernes, 28 de junio de 2019

Actualidad de la vía chilena al socialismo


Equipo crónica. La rendición de Torrejón, 1970


En pocos días, se celebra la promulgación, hace cuarenta y nueve años, de la ley 17.450 o Nacionalización del Cobre, bajo la presidencia del doctor Salvador Allende Gossens durante el período de la Unidad Popular.

Este solo acontecimiento marca un hito en el proceso de democratización de la sociedad chilena; construcción de soberanía e independencia y de lucha contra el subdesarrollo de nuestro país.

Comparado con la chabacanería de los fraudes del milocagate y del pacogate, y la ofensa que significa que el 75% de los excedentes que produce CODELCO vayan a parar a las FFAA -o sea, a financiar estos mega latrocinios-, este acontecimiento brilla y lo seguirá haciendo como uno de los logros más importantes del pueblo, los trabajadores y de la superioridad política y moral de la izquierda.

Esa reserva moral, sin embargo, representa un frágil punto de apoyo cuando la ultraderecha, el militarismo, las bandas de narcotraficantes y el lumpen cantado por los bardos del trap y reggaetoneros de dudoso talento pero financiados y promovidos por la industria de la entretención masiva, avanzan sin contrapesos en una carrera desbocada a la barbarie.

Ser allendista; reivindicar a la Unidad Popular y la Vía Chilena al Socialismo, como la creación más original del pueblo y especialmente, su actualidad para el pensamiento y la práctica de la izquierda, es hoy por hoy lo más auténticamente revolucionario y progresista, sólo siempre y cuando lo pongamos en la perspectiva de las tareas del momento y no como pura nostalgia o ejercicio intelectual.

La Vía Chilena no fue solamente una valorización instrumental de las relaciones entre democracia y socialismo, sino -tal como sostuvieron Luis Corvalán, el propio Alllende y los demás dirigentes de la UP tanto en sus escritos como en sus actuaciones prácticas- una concepción del tránsito del capitalismo al socialismo de nuevo tipo. 

Una concepción que entiende la independencia nacional, la realización plena de la democracia y del ejercicio del poder por los trabajadores en beneficio de las mayorías-en el marco de una institucionalidad democrática cada vez más profunda producto de las propias luchas populares-, como un proceso continuo de cambio revolucionario y que era el socialismo en pleno desarrollo, es decir con todas sus contradicciones, avances y retrocesos permenentes.

En los años sesenta y setenta, fue objeto de un acalorado debate entre las direcciones del PC y el PS; pero que también involucró posiciones maximalistas como las que sostenían el MIR, el MAPU y el autodenominado Polo Revolucionario -que incluía a sectores socialistas como los "elenos"-.

Este debate ponía permanentemente en tensión sus fuerzas, lamentablemente sin que entonces se comprendiera su significado y alcances, e incluso los peligros que implicaba su dispersión, pese a su riqueza teórica y fecundidad política.

La Revolución "con empanadas y vino tinto", como la llamaba Allende, no fue la conclusión de un congreso ni de un seminario académico. Fue el resultado de la experiencia de lucha de las masas, de explotados, sometidos, discriminados, excluídos y excluídas. 

Trabajadores y trabajadoras, jóvenes, campesinos, pobladores, artistas, profesionales y técnicos que, desde a lo menos la década del treinta del siglo pasado, luchaban por la democracia, la soberanía nacional, la justicia y la igualdad entendida en un sentido concreto: democracia, justicia e igualdad en la política, en el trabajo, en el barrio, en el liceo y la universidad.

Del debate de la izquierda; debate franco, muchas veces fuerte pero que apuntaba siempre a la unidad, nunca a la exclusión. Centrado en las tareas del momento y los intereses del pueblo, no en doctrinarismos pedantes; en la resolución de problemas de dirección política en la que las masas participaban cotidiamente en asambleas de vecinos, sindicales, de campesinos, centros de estudiantes, reuniones de partidos de masas en que militaban cientos de miles. 


lunes, 10 de junio de 2019

¿Qué es ser un partido de oposición?





Max Beckmann. El hijo prodigo


“los mismos partidos socialistas o socialdemócratas se han creído la tesis de que con la caída del comunismo no queda ya lugar para el socialismo en este mundo; y perdieron toda confianza en el movimiento obrero (…) Cuando uno abandona su tradición, se entrega a la nada. (…) Tenemos que ofrecer resistencia al neoliberalismo global. Mientras tanto, los intelectuales se tragan la bronca, y lo único que logran son úlceras estomacales, nada más. Hay que decir las cosas como son. Y dudo que podamos dejarlas libradas exclusivamente a los intelectuales.”

Günther Grass



El retroceso sufrido en las últimas elecciones presidenciales, no ha sido medido en toda su magnitud por quienes fueron derrotados.

El país está sumido en una grave situación que ya nadie niega, aunque le atribuya diferentes causas y significados. 

El Poder Ejecutivo y la derecha -a pesar de toda su torpeza, agresividad y falta de ideas- tienen la iniciativa y la oposición,  no representa, y a ratos pareciera no quererlo, una alternativa de gobierno, al menos por ahora.

En efecto, ha sido probablemente la administración más corrupta, reaccionaria y violenta que hemos tenido después de la dictadura militar y sin embargo, pareciera no existir oposición, excepto por el hecho de que hay partidos y coaliciones cuyos candidatos perdieron la elección anterior aunque a veces parecieran no darse por aludidos o hasta sentirse satisfechos por su votación de entonces, como si eso bastara para ser alternativa política.

El asunto es que partidos y movimientos de centro y de izquierda, considerados en un sentido amplio, han abandonado en los últimos treinta años  -algunos voluntariamente y otros por circunstancias o incapacidad- su vocación de cambio estructural.

No tienen qué ofrecer, excepto algunas reformas –necesarias por cierto aunque no trasciendan los límites de la sociedad actual a no ser por un vago ethos “progresista” que da lo mismo para un fregado que para un barrido-.

¿Qué diferencia en esas circunstancias a un partido, de un sindicato, una junta de vecinos o un centro de estudiantes? Nada. Hay quienes incluso han hecho de esto una virtud y en sentido contrario, de diferenciarse un defecto -la tan mentada traición de la clase política-.

Lo político como el momento de superación y síntesis del conjunto de las contradicciones que agitan a la sociedad, es aparentemente lo que los partidos han abandonado.

De esa manera, su política consiste en reaccionar a situaciones coyunturales -un proyecto de ley, un anuncio presidencial, un escándalo, una intriga-, tomando reivindicaciones, sin darles una dirección que las trascienda, como si eso bastara para disputar el gobierno.

Desde los llamados temas “emergentes”, que ya no lo son, hasta las clásicas reivindicaciones económicas y gremiales, no existe una propuesta de cambio estructural o como últimamente se dice, un “relato” de sociedad.

El mismo concepto -“relato”- da cuenta de lo poco conectado con la realidad que se encuentran. Tras esa pretensión de ser el portavoz de las demandas de la sociedad civil, se oculta en realidad su indigencia doctrinaria y política. 

Y el famoso relato, por consiguiente, no es más que un paramento ideológico para ocultar tanto esa desconexión con lo real como su incapacidad para realizar análisis y propuestas políticas que se hagan cargo de la sociedad actual.

Quizás por esta razón, algunos se proponen reemplazar aparentemente un programa político por una ideología o por un refrito que reúne de todo y conduce a nada. 

Esa ideología es el tan mentado “progresismo”. Es, por lo demás, la única razón que explica su supervivencia y también su incapacidad e intrascendencia.

El desafío del progresismo, que es lo mismo que decir “la oposición”, es en realidad la proposición de una alternativa al neoliberalismo global  representado, hoy por hoy, por Sebastián Piñera y su gobierno plutocrático y no sólo a sus externalidades negativas o sus resultados indeseados.

Evidentemente, como dice Grass, no es un problema de los intelectuales. Es un problema de masas y por lo tanto, para los partidos de oposición, cómo involucrarlas en la política. Empezando por los trabajadores, que son no solamente la mayoría de la población y quienes producen la riqueza de la sociedad sino además, de acuerdo a toda la evidencia empírica disponible, los más explotados.

Los pobres son los trabajadores y aunque sea una sentencia tan antigua como el capitalismo, sólo en la medida en que estos participen y en lo posible, incidan en la política esta dejará de ser una actividad que reproduce e incluso profundiza el orden social vigente.