Equipo crónica. El alambique, de la serie La recuperación. 1967 |
Todas las mediciones
realizadas desde que asumió el gobierno Apruebo Dignidad junto a Socialismo
Democrático, han sido consistentes en cuanto a la base de apoyo que tiene. Esta
ha oscilado entre el 28 y el 32 o 33 por ciento. Tanto la derecha tradicional
como la nueva derecha y la extrema derecha, han tomado nota y manifestado de
diferentes maneras su preocupación al respecto.
Ello, pues esa base de apoyo
se ha mantenido inalterada pese a la agresiva campaña de distorsiones, ataques
y bloqueo legislativo a los que ha debido hacer frente. Actos que se
manifiestan al borde de la institucionalidad y que han sido tolerados por
razones que se han transformado en puros hechos casi, pero que no excusan el
trasfondo peligrosamente ambiguo por el que se abre paso y asecha un
neofascismo que tiene en vilo a la derecha tradicional y se propone instaurar
un orden mezcla de individualismo radical, intolerancia y libremercado
desenfrenado.
Dicha transformación de la
resistencia derechista a los cambios en un puro dato de la causa sin contenido alguno, se
expresó en el pasado en la famosa tesis de la "democracia de los
acuerdos", la que pasó por alto las privatizaciones truchas de la
dictadura, la famosa deuda social del Estado -la que incluía varias deudas
históricas, entre ellas con las universidades estatales, los profesores y
profesoras, los campesinos y los pequeños agricultores, etc-, el desmantelamiento
de los servicios públicos y su transformación en lucrativos nichos de negocios
privados y por cierto, la impunidad de la mayoría de sus crímenes.
El consenso, la estabilidad y
el orden se convirtieron en el fin de esa política precisamente como una forma
de mantener un cierto equilibrio resumido en la idea de la "gobernabilidad
democrática".
Para unos, como una manera de
garantizar las posiciones de dominio y los privilegios de los que gozan los
poderes económicos concentrados y que expresan la derecha y los conservadores
en el plano político y para otros, como una forma de garantizar cambios
graduales que favorecieran a la sociedad y que fueran duraderos, en lugar de un
maximalismo inconducente -al menos así lo argumentaron por décadas-.
La derecha y los conversos han
insistido de manera majadera, para referirse al gobierno de la UP, en la idea
de un gobierno de minoría e indiferente a la construcción de acuerdos,
distorsionando de manera grotesca la historia o tratando de justificar sus
vueltas de carnero y las posiciones políticas que entonces sostuvieron.
Pero la construcción de
acuerdos, nunca fue para Allende ni para la Unidad Popular, un fin en sí mismo
ni la garantía de estabilidad de un orden formal, sino una herramienta al
servicio de la transformación. Allende nunca renunció a la búsqueda de acuerdos
con la oposición a su gobierno poniendo siempre por delante los intereses del
pueblo y los compromisos adquiridos con éste expresados en el programa de la UP
y por el cual dio la vida.
De hecho, el día del golpe iba
a anunciar un plebiscito para comenzar a elaborar una nueva Constitución, de
manera que el pueblo, incluyendo a sus opositores, decidiera los destinos de la
patria, aun ostentando una mayoría política y social que se expresaba en el
gobierno, el movimiento campesino, sindical y juvenil; parte importante de los
municipios y luego de marzo del 73, también del Congreso.
Lo segundo es que los
acuerdos, para la izquierda, la UP y el presidente Allende nunca significaron
borrar su identidad en un consenso abstracto con pretensiones de superar las
contradicciones de la sociedad. Solo un voluntarismo muy ideologizado
pretendería eliminar las clases sociales y los intereses contrapuestos que son
parte de la vida social y de la democracia, por medio de un acuerdo político
firmado en el congreso o en un salón de eventos.
En este sentido la
movilización del pueblo es también otra de las condiciones que hacen de
cualquier acuerdo una efectiva herramienta de progreso político y social y no
una cocina, como lo caracterizó tan correctamente el ex senador Zaldívar hace
algunos años en una frase tristemente célebre.
¿Qué es lo que pone, entonces,
tan nerviosa a la derecha en la actualidad? Primero su soledad y la
imposibilidad de encontrar un interlocutor con el cual seguir acordando
políticas que vuelvan a legitimar el orden imperante en los últimos treinta
años y un poco más. Se ha tenido que conformar con un par de grupúsculos
intrascendentes que se han terminado mimetizando con ella. Dicha imposibilidad
de realizar un acuerdo por arriba es precisamente la circunstancia que, entre
otras, facilitó el estallido de rebeldía popular de octubre de 2019.
El tercio inalterable que
registran las encuestas y que pone nerviosa a la derecha, es el piso
histórico del electorado que se identifica con la izquierda y que, en la
última elección parlamentaria realizada antes del golpe de Estado en marzo de
1973, alcanzo al 43%, pese al sabotaje de la derecha y el imperialismo
norteamericano.
Ese “tercio” que con la
participación protagónica del pueblo a través de su movilización y tras
objetivos democratizadores, de justicia social y redistribución del ingreso
podría ser mucho más y como hace cincuenta años, cambiar la historia si se lo
propone.