domingo, 23 de noviembre de 2014

Acerca del anticomunismo

Francisco Goya. Los fusilamientos del 3 de mayo



El anticomunismo como ideología y como actitud política


Desde la instalación del gobierno de la Presidenta Bachelet e incluso antes, se viene desarrollando un fuerte debate acerca del rol de los comunistas en la sociedad y la política, que recientemente incluso se ha manifestado en fuertes ataques verbales en contra de importantes dirigentes sindicales que militan en sus filas; intentos por implicar al PC en la crisis de la Universidad Arcis, habiendo una comisión investigadora de la Cámara de Diputados que no ha encontrado nada que respalde esas acusaciones; y hasta la golpiza a su Secretario General, Juan Andrés Lagos.

En este caso ya no estamos hablando de un debate sino abiertamente de un anticomunismo de connotaciones fascistas.  

Es un fenómeno muy antiguo, tan antiguo como la existencia de los comunistas. De hecho, el Manifiesto del Partido Comunista de Carlos Marx, de 1848, parte con la frase “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo…” Marx habla del comunismo como de un espectro frente al que la sociedad establecida de entonces, tiene una “actitud” temerosa aunque sea obra de su propia creación. Estamos en presencia entonces de un caso típico de lo que suele denominarse “ideología”.

Hay todo un capítulo del Manifiesto que se dedica a desmitificar los argumentos con que se lo pretende descreditar y por los que se le teme y se le rechaza. Probablemente la primera y más brillante crítica al anticomunismo como ideología.

También en Chile, desde la fundación del POS en 1912, la prensa burguesa habla de los comunistas y de su nefasta influencia entre los obreros. Después de su ingreso a la Internacional Comunista en 1922, de su dependencia de la Unión Soviética, el “oro de Moscú”, etc.

El Partido Comunista de Chile, en sus más de cien años de historia ha promovido alianzas amplias de los sectores progresistas, la lucha y movilización de las masas trabajadoras por la defensa y ampliación de la democracia y los derechos civiles y políticos de chilenos y chilenas, como una cuestión de principios y como parte de su estrategia política.

Son ideas, sin embargo, que algunos pretendieron haber descubierto en el gran comunista italiano Antonio Gramsci, recién en la década de los ochenta del siglo pasado, pasando por alto aparentemente que ya eran parte de las tradiciones y las tácticas que había impulsado la izquierda y el Partido Comunista de Chile en el siglo XX.

Fue parte del Frente Popular que llevó a la presidencia a Pedro Aguirre Cerda, participó del gobierno de Gabriel González Videla hasta la promulgación de la Ley Maldita; promovió la organización de los pobladores, las primeras tomas de terreno, impulsó la renovación de la música y la gráfica popular; la ley de nacionalización del cobre incluso estando en la clandestinidad.

El Partido Comunista impulsó también la independencia y unidad de la izquierda desde la primera candidatura presidencial de Salvador Allende en 1952, concluyendo en la formación de la Unidad popular. Finalmente, la PRP en la década del ochenta fue fundamental en la derrota de la dictadura de Pinochet y la recuperación de la democracia.

Generalmente, son hechos históricos reconocidos por todo el mundo, incluso por los más acérrimos críticos del PC. Pero por lo general, suele hablarse bien del PC en tiempo pasado – también como si fuera un fantasma, prueba del carácter ideológico del anticomunismo- pero nunca para referirse al aporte que está haciendo o ha hecho en tiempos recientes.

Como por ejemplo, en el caso de la reforma al sistema electoral binominal, bandera del PC desde los años noventa, cuando para algunos no era tema porque le daba gobernabilidad a la transición y para otros era sólo una excusa de los comunistas “para ingresar al sistema”.

Es difícil hacer una generalización del significado del anticomunismo basado en su aspecto más empírico que consiste en el de ser una “actitud política”, aunque en rigor no se pueda decir mucho más de él.   Lo único que se puede decir al respecto es que es un estado de conciencia política muy primario, muy elemental. No propone nada y se funda como actitud política en el rechazo y ese rechazo que es irracional puede adoptar diferentes aspectos “ideológicos”.

En ese sentido puede también dar pie para toda clase de consecuencias políticas. En efecto, le facilita las cosas al irracionalismo y la agresividad del fascismo. Lo hace porque degrada la conciencia política al teñirla de subjetividad y una pseudoestética de connotaciones liberales y republicanas que de pasada legitiman las posiciones reaccionarias.

También porque deslegitima la acción de los partidos –no sólo del Partido Comunista- y finalmente obstaculiza la unidad de las fuerzas interesadas en las reformas al sistema educacional, previsional, al código laboral, a las pensiones, el mejoramiento de la salud pública y el cambio constitucional.

Es precisamente en este tipo de ataques anticomunistas en los que se asoma el resultado del neoliberalismo en los últimos treinta años. Hoy son los comunistas, mañana quizás el resto de las fuerzas de la izquierda y todos quienes se manifiesten por los cambios y la democratización del país.

Son veinticinco años que nos separan del término de la dictadura. Ojalá nuestra somnífera transición no haya sido suficiente para olvidar lo que entonces ocurría. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Actualidad y malentendidos respecto a Walter Benjamin

Paul Gauguin. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?


Walter Benjamin fue un crítico literario, filósofo, escritor, que pensó en las condiciones de surgimiento del fascismo en la Europa del período que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo a través de las señas que deja la alta cultura y la tradición en la vida cotidiana y la cultura popular -en lo que se podría denominar “expresiones de la cultura dominante”-.

Es probablemente uno de los autores más citados y parafraseados para argumentar toda clase de desvaríos políticos y teóricos en el campo de la izquierda; o en lo que se podría denominar, el área cultural de la izquierda. Abuelo del posmodernismo, teórico revisionista y heterodoxo, antecedente de la renovación, marxista de la derrota, son algunos de los adjetivos que se pueden encontrar al leer notas sobre su pensamiento y escritos.

Pero Benjamin  fue un hombre que pensó en la sociedad y la cultura de su época y aun cuando sus ideas pudieran ayudarnos a entender nuestro mundo actual e incluso trascender esa condición circunstancial, no hay que olvidar que fue un pensador judío de la Alemania de entreguerras  tratando de entender lo que entonces sucedía, que era muy grave.

Es de esa actitud teórica, que es una actitud política, que surge su pensamiento. Un pensamiento radical y comprometido, no la crítica de salón, no el supuesto esteticismo que muchos adoptan cómodamente, como su único legado teórico.

Es a partir de sus circunstancias que se hace más necesario entenderlo en la actualidad. En efecto, leerlo y estudiarlo en su circunstancia no es limitarlo o como podría suponer algún amante de la retórica profunda, convertirlo en un simple cronista de su época ni a su obra en un documento de archivo.

Es precisamente en la operación teórica que consistió en depurar todo lo contingente del pensamiento de Benjamin, en lo que reside su vulgarización. No se trata de que no sea una perspectiva teórica posible. Efectivamente, la obra crítica de Benjamin está llena de reflexiones acerca del lenguaje, la imagen y las formas, que en sí mismas tienen un valor teórico y conceptual que trasciende su época.

Pero hacerlo, sería una manera de adoptar una posición frente a la actualidad como si ésta fuera un tiempo vacío, usando a Benjamin como excusa y como si él mismo hubiese sido un fisgón. En efecto, no es posible entenderlo ni interpretarlo sin acudir necesariamente a su propia concepción de lo histórico como un tiempo pleno en que conviven simultáneamente el pasado y el futuro.

Olvidarlo en su caso, es eso: vulgarizarlo y usarlo como pretexto para sostener posiciones teóricas que son precisamente lo contrario de lo que él mismo hizo como hombre y como pensador.

Semejante depuración es lo que le convierte en un mero exégeta de la cultura, como si ésta fuese para él ya sólo eso; una especie de substancia en que lo histórico, lo político, lo contingente, fueran un mero accidente y el lenguaje una esencia que los trasciende. Ello es lo que hace posible que los estudios culturales y de género, la crítica literaria y la filosofía posmodernista, lo reivindiquen como una suerte de ancestro.

No. Benjamin es hombre de su época y es precisamente por eso que trasciende, pues a partir de esa condición histórica asume la crítica como el ejercicio de señalar los intersticios, las fracturas, las frases incompletas, los actos fallidos de la sociedad y la historia como el lugar en el que asoman la locura política, los sofisticados mecanismos de manipulación cultural y la dominación de clase.

Ello porque no entiende la época, “su época”, como una contingencia casual, un mero accidente, tal como la nuestra tampoco lo es de la pura facticidad.

Por el contrario, su concepción de la cultura es la de una construcción de clase, en la que permanecen como vestigio todos los horrores de la dominación a lo largo de toda la historia  pasada y en la que se proyectan en la actualidad y lo seguirán haciendo eventualmente en el futuro, de no mediar una decidida acción teórica y crítica –que es en última instancia una decisión política, precisamente la que adopta Benjamin frente al fascismo.

Ello pues, en su concepción la vida humana tiene sentido en la medida que asume la experiencia críticamente y no como un mero acontecer. La locura del fascismo consiste precisamente en la negación de la experiencia y su limitación a lo más abstracto o lo que es lo mismo, a su empobrecimiento.

Por ello  Benjamin tampoco es una especie de compañero de camino para quienes creen estar en el plano menos sublime de la política. Su obra no es crítica académica, no es “crítica cultural” como si los estudios culturales, a los que se endosa su paternidad, fueran un disciplina autónoma o un género literario.

En momentos como el actual, en que el modelo neoliberal ha conducido al planeta a su mayor catástrofe ambiental; a la hambruna de millones de seres humanos; las guerras, las pandemias; en que es incapaz incluso de  satisfacer las necesidades de reproducción del capital, asumir la experiencia críticamente; la crítica como actitud política y no como ocupación académica; y la política como crítica cultural es más necesario que nunca.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Tensiones del nuevo ciclo

Dante y Virgilio. Eugene Delacroix


Cultura y cambio social en el Chile actual

“Si  mi cultura existe es porque es la formación humana de un programa sobrepujado por un sistema arterial de ideas, que se hicieron en las entrañas de quien escribe no porque tenga poco o mucho que decir, sino porque el expresar es la ley de su estilo y él es su imagen ensangrentada (…) somos todo tiempo-espacio y toda la historia, conquistándose (…) el hombre es hombre únicamente porque la sociedad existe y existe como representación que representa, como contradicción que contradice y engendra superaciones heroicas (…) Y además, su imagen, su estilo, su imagen, es decir, la pelea del hombre con el hombre adentro del hombre, porque el estilo, que es la imagen del hombre, es el peligro, el objeto, el abismo del destino del hombre, ‘la negación de la negación’ y con él, la batalla del hombre, por el destino del hombre (…)”
Pablo de Rokha

La inquietud que agita a nuestra sociedad actualmente, es la de un modelo neoliberal agónico, incapaz ya de dar respuestas a las contradicciones que genera en todas las esferas de la vida nacional y niega las necesidades de desarrollo del país y los derechos de sus ciudadanos. Esta contradicción se manifiesta de múltiples maneras, en diversos ámbitos e intensidades: productivo, laboral, social, ambiental, territorial, educacional, jurídico e institucional.

La resolución de esta contradicción no va a ser fácil ni va a consistir fatalmente en la democratización del país ni ha significado hasta ahora, como supuso Alberto Mayol el 2011, el derrumbe del modelo. Presentar, sin embargo, los obstáculos que enfrentan las fuerzas democratizadoras de la sociedad como una evidencia de su imposibilidad, es la expresión de un velado y profundo conservadurismo.

Las fuerzas políticas y culturales que lo sostienen -el empresariado, los partidos de derecha, la intelectualidad conservadora, la reacción católica, burócratas del intricado sistema de traspaso de fondos públicos a la empresa privada - han actuado, en cambio, con coherencia y sin ambages por la defensa de los intereses que resguarda y sobre los que se sostiene.

Efectivamente, han usado todos los recursos posibles y con los cuales cuentan para oponerle resistencia: redes de influencia, poder político, dinero, estudios de opinión, medios de comunicación y hasta la incipiente articulación de movimientos de masas anclados  en la llamada “clase media aspiracional” conformada al calor de las modernizaciones neoliberales de los años noventa.

El problema es que a la consistencia de su acción, no se le ha opuesto hasta ahora una fuerza equivalente, excepto por episodios y respecto de contradicciones específicas.

Los empresarios y los grupos conservadores tienen mucho que perder en esta coyuntura histórica y su reacción frente a las reformas emprendidas por el actual gobierno, ha sido como si se estuvieran enfrentando a cambios estructurales, cuestión evidentemente falsa o a lo menos inexacta.

Lo que sucede es que el programa de reformas de la Nueva Mayoría, de realizarse, generaría mejores, mucho mejores, condiciones para comenzar a ejecutarlos efectivamente. La reacción pareciera haberlo entendido a la perfección y por ello mismo, no estar dispuesta a ceder un milímetro.

Es un programa reformista, que concitó el respaldo del 62% de los electores en la última elección presidencial y parlamentaria. Sin embargo, esa misma fuerza electoral, en principio, no se ha expresado como un movimiento de masas llegada la hora de implementarlo y defenderlo.

Es la tensión latente del nuevo ciclo entre las necesidades de reforma política y social,  -tareas contenidas en el programa de la Nueva Mayoría- y el sentido común formado en veinte o treinta años de liberalismo, desde la dictadura militar pasando por los primeros gobiernos democráticos que le siguieron conformados por la extinta Concertación de Partidos por la Democracia.

Esto es, la contradicción entre el cambio cultural que implica la limitación del mercado y la recuperación de lo público en el modo de vida, los hábitos y las costumbres de hombres y mujeres, jóvenes y especialmente de los niños, con los valores, las formas de relación social y de entender al otro que se basan en la privatización de los servicios, el individualismo desenfrenado y la competencia a todo evento.

Es finalmente la misma contradicción que determinó, además, su disolución luego de las elecciones presidenciales del 2010.

Se trata por lo tanto de un programa de reforma política que es también una reforma cultural, precisamente porque en última instancia implica otra manera de concebir la relación social; a los ciudadanos y ciudadanas como Sujetos de Derecho y no como consumidores. Sin enfrentar esta condición, es decir, sin asumir que el programa implica un cambio subjetivo y cultural, es altamente probable que no logre avanzar lo suficiente como para comenzar la transición efectiva hacia una sociedad que supere el neoliberalismo y la constitución pinochetista.

Asumir la realización del programa sólo como una cuestión de tomar ciertas medidas en el plano político, económico o social incluso -como si fuera sólo cuestión de redactar decretos, proponer leyes o resolver acerca de la mejor manera de administrar los recursos- puede hacer que termine por no ser más que una especie de  declaración de buenas intenciones.

Por el contrario, el programa de gobierno debiera ser una estrategia política, una hoja de ruta, la línea de construcción de una fuerza política y social que trata de superar el neoliberalismo y al mismo tiempo, propone nuevos horizontes de desarrollo y progreso al país.

La batalla cultural y por la hegemonía de las conciencias, ha sido enfrentada por las fuerzas de la reacción de manera decidida.

En efecto, el rol de las grandes cadenas de medios comunicación, escritos y audiovisuales, han actuado no ya como adormecedores de las conciencias, rol que ocuparon en los años de la euforia liberal y de la globalización en los años noventa del siglo pasado, sino como verdaderos panfletos, profesiones de fe liberal que hacen aparecer todos los esfuerzos de reforma económica, política o social como intentos voluntaristas de modificar el orden natural de las cosas.

Sin embargo, todo tiene su historia; el actual ordenamiento económico, social, jurídico y político del país, no es un hecho natural. Se formó primero bajo la dictadura militar y luego, en los años noventa del siglo pasado, durante los gobiernos de la Concertación, bajo la Constitución de Pinochet, los principios de subsidiariedad del Estado y libre competencia; la impunidad de los violadores de los Derechos Humanos y como se ha hecho público últimamente, en connubio con las grandes empresas.

El Programa de gobierno de la Nueva Mayoría tiene, también, su historia. Reivindicarla, recrearla en un ejercicio permanente de reinterpretación es urgente y necesario. Que los partidos que la conforman asuman el debate y entren en contradicción cuando se trata de implementarlo, es no sólo esperable sino necesario.

Si no fuera por esa condición, probablemente el país seguiría detenido en esa somnolencia aburrida, en esa “alegría triste y falsa” de la globalización neoliberal de los años noventa.

Un programa de reforma cultural debe asumir entonces el desafío de poner en debate la historia reciente y  la no tan reciente del país. Porque el programa tiene su historia, que son las luchas del movimiento social y de los sectores interesados en la democracia y el progreso de nuestra sociedad.

Es lo que, por ejemplo, hizo el embajador Eduardo Contreras, generando una campaña desproporcionada por parte de la derecha y sus medios, propia de fariseos y plagada de caricaturas. Es lo que por muchos años hicieron Gladys Marín y Volodia Teitelboim señalando permanentemente los efectos del modelo y denunciando la exclusión generada, entre otras cosas,  por el sistema electoral binominal y la política de los consensos.


Para que una reforma política sea efectiva debe por lo tanto consistir también en una nueva forma de ver el país y la sociedad y de actuar conforme a esa manera de concebirlos. No habrá cambio social efectivo sin un cambio cultural, así como la historia reciente de nuestra interminable transición demuestra que un cambio en los estilos, la pura estética y el tono, no son un cambio cultural ni social.