sábado, 26 de diciembre de 2020

La hora del oportunismo


Honoré Daumier. Crispin y Scapin 



Estos días, que el reloj corre en contra respecto de un acuerdo opositor para la inscripción de las listas para la elección de convencionales para la constituyente, abundan los llamados a la unidad.

Un poco tarde. En efecto, los mismos que negociaron condiciones que la hacen prácticamente irrealizable y que han actuado como si no hubiese pasado nada después del 18 de octubre, tratando de reeditar la impopular fórmula de la "democracia de los acuerdos", han sido los más entusiastas después de haberle dado portazos no sólo en esta ocasión. En efecto, son los mismos que lo hicieron en los años noventa, una y otra vez, prefiriendo pactar con la derecha para consolidar una ínsipida democracia "en la medida de lo posible" en vez de hacerlo con la izquierda que estaba fuera de la Concertación.

Mientras el PH y el PC, un diverso y enmarañado conjunto de organizaciones sociales, colectivos territoriales, organizaciones de DDHH, sindicales, de defensa de la diversidad sexual y de género, ambientalistas, del movimiento estudiantil y los pueblos originarios, resistían la tan cacareada "agenda liberal" de la Concertación, ésta impulsaba efectivamente acuerdos de libre comercio, privatizaciones, concesionaba servicios, perfeccionaba el sistema de AFP, o privatizaba los sistemas de financiamiento de la educación escolar y universitaria, favoreciendo el crecimiento estrambótico del sistema privado, escolar y universitario, una de las fuentes principales de endeudamiento de la clase media en la actualidad. . 

Mientras organizaciones y movimientos sociales  trataban de convencer a sus parlamentarios y/o negociaban con sus ministros y jefes de servicio, en torno a la introducción de regulaciones, medidas y acciones que resguardaran mínimamente los derechos de las comunidades afectadas por las privatizaciones, las licitaciones y concesiones con las que el Estado entregó a la empresa privada, recursos y servicios básicos, la Concertación -salvo honrosas excepciones- festejaba la disminución de la pobreza como si fuera sinónimo del aumento del consumo aunque los salarios fueran una porquería y los contratos cada vez más excepcionales.

Es de un fariseismo que resulta irritante, que se publiquen cartas y opiniones que pretendan que es la izquierda la que obstruye la unidad de la oposición para enfrentar la elección de convencionales para la constituyente. Y que con un tono hipócrita, el señor Carlos Ominami por ejemplo pretenda dar lecciones o recomendaciones públicas a la izquierda acerca de lo que debe hacer, cuando él fue ministro, senador de la Concertación y miembro la directiva de uno de los partidos políticos que tiene  responsabilidad en el estado actual de cosas. 

Claro, para los infrascritos del acuerdo del 15 de noviembre, igual que como para los nostálgicos del plebiscito de hace más de treinta años no existieron protestas nacionales, movimiento de mujeres por la Vida, Paros nacionales impulsados por los sindicatos, lucha contra la municipalización de la educación desde mediados de los ochenta, denuncia y movilización de los familiares de los Detenidos Desaparecidos y las organizaciones de DDHH desde fines de los setenta, el plebiscito y la Convención Constitucional son producto de su inteligencia táctica y todos los que han participado del proceso, unos oportunistas que se suben al carro de la victoria. 

El señor Ignacio Walker, ex presidente de la DC, ex ministro de la Concertación y ex senador de la República, es al menos más franco. En una columna que parece inspirada en algún informe del equipo de inteligencia de su partido, da por cerrada la posibilidad de cualquier entendimiento con la izquierda. No hay más vuelta que darle. Después de un largo, tedioso y por cierto, erróneo análisis de las resoluciones del XXVI Congreso del PC, da a entender que la unidad opositora no es posible. Parece en realidad que la suya, es una respuesta a otra interesante columna del senador de su partido Francisco Huenchumilla, quien en las páginas del mismo medio, días antes defendía la idea de la unidad opositora e incluso, señalaba los acuerdos programáticos que ni Walker, ni Ominami mencionan en sus respectivos escritos, como plausibles para constituir la unidad opositora.

Pero dejando a un lado el hecho de que es aparentemente en Unidad Constituyente donde no hay certeza acerca de la unidad -ni siquiera entre quienes la componen-, el punto es que una vez constituida la Convención, es en ella donde la unidad opositora tendrá que expresarse en la discusión de los contenidos que expliquen la construcción de un Estado Democrático. Con lista única o más de una en la elección de convencionales, el problema será el mismo. La experiencia del gobierno de la NM, tal como plantea el documento de resoluciones del Congreso del PC, demuestra que el acuerdo y la mayoría formal no lo garantizan necesariamente. El comportamiento del PDC y de representantes del sector socialdemócrata de la NM durante la administración de la Presidenta Bachelet lo demuestran. Igualmente, la actuación de la oposición en el transcurso de los tres años del desastroso segundo gobierno de Sebastián Piñera.

La unidad no se construye pontificando. Es la experiencia práctica del pueblo, de sus luchas, de sus aspiraciones la que finalmente la impone a quienes pretenden representarlo en las instituciones o facilitar su participación directa en la toma de decisiones. No es la inteligencia de algún grupo de "iluminados"  sino la experiencia práctica de las masas. Son precisamente los que le temen, los que hacen llamados desesperados a una unidad de última hora y que se basa en la idea de constituir mayorías formales y no expresiones de movimientos y luchas sociales, como sí lo fueron los frentes populares, en el siglo XX por ejemplo.

Lo demás, es oportunismo.


jueves, 17 de diciembre de 2020

¿Cómo se gobierna con el siete por ciento?



                Jacques Louis David. La coronaciòn de Napoleòn



Sebastián Piñera sólo se supera a sí mismo y su segundo gobierno, no ha sido más que la repetición de la archiconocida receta de antiguas modernizaciones del recetario neoliberal. Ni una pizca de novedad, de audacia teórica o renovación del pensamiento derechista. Algo similar a Macri, Bolsonaro, Duque y el resto de la derecha latinoamericana, representante de la oligarquía más ignorante y prosaica de la historia de nuestro continente. De ahí que, ciertamente, sus segundas partes, reedición chusca de la política noventera, no haya tenido ningún glamour, no representara ningún progreso y termine en los fracasos más mediocres, aunque algunos de nuestros derechistas se crean Napoleón o Churchill. 

La caída del breve gobierno peruano surgido tras la destitución de Vizcarra y la vuelta del MAS en Bolivia tras el efímero gobierno de facto de Janine Añez, son demostración de que en el continente la derecha no representa una alternativa sustentable de gobierno para la región. El imperialismo norteamericano, además, no ha podido evitarlo ni responder con la clásica receta de golpes militares e instalación de gobiernos gorilas para suplir esta incapacidad de sus testaferros locales, lo que no significa en todo caso que no lo considere. 

El Lawfare, la invasión de noticias falsas en los medios y la manipulación ideológica de masas que le dieron buenos resultados en Brasil y Argentina hace no mucho, hoy en día no están siendo suficientes al parecer para evitar que la derecha latinoamericana vaya a dar al tarro de la basura de la historia, de donde nunca debió haber salido. 

¿Cómo se explica entonces que el Presidente chileno siga gobernando cuando las encuestas le dan apenas un siete por ciento de respaldo y su impopularidad alcanza cifras desconocidas en nuestra historia republicana? Sólo comparable a Pinochet por su impopularidad, el gobierno de Piñera se hunde en el fiasco mientras él y sus ministros se deshacen en gestos de un republicanismo grotesco,  parecidos a la escena de una sitcom. Pero lo peor, y ahí está el núcleo de la paradoja chilena, es que así y todo ejerce aún una fuerza y capacidad que lo mantienen en pie e incluso impedir mayores avances del campo democrático, social y popular. 

En efecto, en materia de negociación con los empleados públicos y determinación del salario mínimo; en lo que se refiere a políticas para enfrentar las consecuencias de la pandemia de coronavirus, caracterizadas por su milimétrica focalización y avaricia; también en cuanto al diseño y determinación de los términos en que se desarrollará el proceso constituyente, arrancado por el pueblo en las calles a una elite política mediocre y autocomplaciente. En fin, en todo orden de cosas, el gobierno pareciera ostentar un poder que no se condice con lo que representa socialmente ni lo que es frente a la oposición. 

Por una parte, sigue pesando lamentablemente la sombra del binominalismo expresado en los mega quórum que requieren ciertas reformas que permitirían avanzar más rápido y más profundamente en la democratización del país. En efecto, cada medida propuesta para hacer de la Convención Constitucional una auténtica expresión de la soberanía popular, ha encontrado en el Parlamento no un facilitador que module e términos legales los anhelos políticos del pueblo, sino una tenaz barrera de contención. Para qué decir en lo que se refiere al enfrentamiento a la crítica situación provocada por la epidemia de coronavirus, que como siempre ha golpeado sin piedad fundamentalmente a los trabajadores y trabajadoras, infancia y juventud popular, a ancianos y sectores excluidos. 

Sin embargo, hay un factor más que le ha permitido a Piñera y la derecha seguir gobernando pese a su estrepitoso fracaso; también pese a los crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes del Estado, desde Camilo Catrillanca hasta el día de hoy; pese incluso a su impopularid y a no controlar plenamente la agenda legislativa, lo que ya es mucho decir considerando el hiperpresidencialismo patagruélico consagrado en la Constitución Zombi que todavía nos rige.

Ese factor es el comportamiento mediocre de la oposición que salvo honrosas excepciones, no ha sido una alternativa de gobierno a la administración derechista e incluso a ratos pareciera no querer serlo. 

Sectores de oposición, en más de una ocasión, han votado con la derecha en importantes materias; han salvado a sus ministros de acusaciones constitucionales que más allá de su oportunidad o conveniencia coyuntural, tenían sobradas razones. A este respecto, no han faltado los oportunistas y demagogos que haciendo uso de retorcidos razonamientos "tácticos" y en ocasiones, apelando a principios de un republicanismo abstracto han preferido contener la debacle Piñerista a abrir cauce a un proceso definitivo de democratización de la sociedad, que no es otra cosa que acabar con la Constitución pinochetista, expresión jurídica de la sociedad neoliberal. 

Lo que en el pasado, ideológicamente, argumentaban como "necesidad", graciosamente lo transformaron en "virtud republicana". Así, intentan reeditar la democracia de los acuerdos como sinónimo de progreso mientras ésta no hizo sino profundizar la desigualdad, consagrando el acuerdo de los de arriba a costa de la exclusión de los de abajo, dejando como herencia a las actuales generaciones de chilenos y chilenas que han protagonizado las épicas jornadas de protesta social desde el 18 de octubre pasado, una sociedad cruzada por la más profunda división de clase, similar probablemente sòlo a la descrita por Baldomero Lillo, Augusto D'halmar, Josè Santos Gonzàlez Vera y los pintores de la Generación del Trece, atenuada a través de la ilusión de progreso vendida por la industria de la entretención masiva y el consumo facilitado por el crédito, hasta que esto se hizo insostenible. 

La democracia de los acuerdos que es, pues, la línea de crédito que sostiene todavía a Piñera,  no es otra cosa que la expresión de una concepción clasista de la sociedad. La imposibilidad de llegar a un acuerdo en las primarias a gobernadores y las complicaciones para concretar una lista única de candidatos de oposición a la Convención Constitucional, no son solamente la expresión de una complicada ingeniería electoral, producto del mamarracho del 15 de noviembre -imbunche que ha tenido que sufrir sucesivas reformas en el Parlamento, lamentablemente, no siempre con éxito, como lo demuestran la solución para la participación de independientes y pueblos originarios- sino de unas contradicciones mucho más profundas que se refieren a diferentes modelos de sociedad.

Difícil llegar a acuerdos coyunturales cuando lo que se define va a tener consecuencias mucho más duraderas y fundamentos de clase tan profundos. 

La unidad de la izquierda, por esta razón, no es solamente una necesidad que se refiera a "mínimos programáticos" o a una ingeniera electoral eficiente para enfrentar la elección de la Convención Constitucional sino para hacer de ésta, un combate de masas que se desarrolle en cabildos barriales, en las luchas por el derecho a la salud y la educación públicas, mejores salarios, contra la discriminación, la justicia en los casos de violaciones a los Derechos Humanos y la cultura. La Convención debe ser expresión precisamente de estas, y la unidad de la izquierda  un instrumento al servicio del pueblo que se proyecte en las próximas décadas para construir una nueva sociedad.