Debería
hacerse un homenaje a Armando Rubio. Probablemente sólo un grupo de amigos
íntimos y todavía menos probablemente, un más pequeño grupo de admiradores de
su obra poética, sus apuntes en prosa, sus cuentos y diarios escritos en hojas
de cuaderno y mecanografiados en máquinas de escribir, que a estas alturas les
deben parecer a muchos piezas de museo, excepto a los que alguna vez, no hace
muchos años, las usaron para hacer trabajos en el liceo o la universidad.
Armando
Rubio es un poeta ochentista. Muy de su época, muy contemporáneo de la
dictadura militar, casi pegado al régimen, como todos los que tuvimos la
desgracia de crecer en la década del setenta. Tiene un tono opaco o tratando de
hacerle justicia, se podría decir más bien de una tristeza brillante de
empleado público cesante o de alumno adolescente de liceo fiscal, de chaqueta
azul pizarra, sin solapas, pantalón gris con raya al medio y zapatos negros.
Un
pájaro raro entre tanto antipoeta de los ochenta –como señala Jaime Quezada-,
tiene a la distancia un aura de tragedia desconocida, que le da el aspecto de
un poeta recién llegado de provincia, aunque él mismo fuera santiaguino de pies
a cabeza y amara a la ciudad quizás más que nadie.
Pero
es que en esa época, fines de los setenta y comienzos de los ochenta, Santiago
era como un pueblo de provincia, aunque lo parezca sólo a la distancia y
producto del desarraigo de los últimos veinte o veinticinco años, en que se
transformó casi en una sucursal de Disneyworld o Miami. Entre la ciudad pobre y
la ciudad bananera, Rubio sobrevive y sobrevivirá por siempre como un cronista
del Santiago que estaba por morir o que estaba muriendo bajo la suela de los
militares, igual que muchos hermanos y hermanas, amigos y novias, compañeros de
liceo o de la facultad recientemente clausurada.
No
hay que olvidar nunca que la facultad de ciencias sociales, en la que estudió
Rubio un tiempo, fue cerrada por la dictadura por esos años o que el Instituto Pedagógico, en el que estaba la facultad de periodismo en la
que estudiaba al momento de su muerte, fue separado de la Universidad de Chile por la Ley General de
Universidades en 1981, ley que todavía no ha sido derogada y que impide la
participación de los funcionarios no académicos y los estudiantes en la
elección de autoridades unipersonales y participar de los organismos colegiados de Gobierno
Universitario.
En
fin, Rubio trasunta esa atmósfera triste y decadente. La identidad propia como
depositaria y víctima -a veces inconsciente, a veces rebelde- de la represión y el desarraigo
de los años del boom y el apagón cultural. La autoimagen del desempleado o del
transeúnte en tiempos del toque de queda; la decadencia y el oscurantismo de la
moral de regimiento contrastando con el falso oropel de la empresa privada.
Todo
ello hace que su poesía sea hoy en día necesaria; porque no debemos olvidar de
dónde venimos. El poeta, el verdadero poeta, como dice su hijo, el también
poeta Rafael Rubio, siempre habla de la contingencia, pues no hay temas más
universales que los de la contingencia: No olvidar que el Chile globalizado y “moderno”
de hoy, se formó en esos años terribles en que Rubio vivió, escribió, conversó
con amigos un café en Los Cisnes, recitó en peñas y festivales, en la SECH, en
la ACU y en las facultades controladas por rectores delegados y decanos
militares.
La
poesía íntima, gentil, citadina y sin complicaciones retóricas ni formales de
Rubio, es casi una poesía contra la estetización. Una que habla de hombre a
hombre, que no tiene pretensiones de universalidad ni trascendencia
transhistórica; la poesía de un ciudadano del Santiago de los años ochenta, más
exactamente del pedagógico de los años ochenta, hablando de sí mismo y del
tiempo en que le tocó vivir.
Los
que entonces éramos muy niños y leíamos la revista La Bicicleta que compraban
nuestros hermanos mayores y donde por primera vez lo leímos, le debemos un
homenaje, que quizá no pase de ceremonia familiar, íntima. Pero necesaria.