Alberto Giacometti. Diego, 1953 |
Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de unas formas de relacionarse los seres humanos entre sí y cómo en estas relaciones van estableciendo ciertos principios que les sirven para orientar su propia vida, que es una vida social.
Por consiguiente, estamos hablando además, de una “moral”. Ello, en el sentido de una concepción del mundo y unos valores que le dan consistencia a un grupo social porque le ayudan a entenderlo, a relacionarse con él y entre sus miembros, a modelarlo y en este proceso, modelarse a sí mismo como grupo.
Los valores que inspiran a una sociedad, por lo tanto, no son el resultado estadístico de la reunión de los valores individuales.
No se trata, en efecto, de principios abstractos que se pueden vivir supuestamente en la soledad de una conciencia divorciada de lo social. Ni los valores –sean éticos, estéticos, o políticos - ni la cultura son el promedio de las conciencias individuales pues éstas se van formando juntas y en la relación que establecen entre sí.
Para la concepción dominante en la actualidad, sin embargo, la cultura es una suerte de núcleo irreductible, inmodificable, que consiste en un repertorio de valores ya dados a hombres y mujeres, anteriores a su propia acción y sobre los cuales sólo es posible escoger entre “esto o aquello”.
Es la razón para que las encuestas y los estudios de opinión se convirtieran en jueces irrefutables de la sociedad y actúen como potencias determinantes de la política y la cultura.
La popularización de una versión vulgarizada del pensamiento de Antonio Gramsci, tuvo hondas repercusiones en el pensamiento de la izquierda, desde los años ochenta en adelante y ello en la legitimación de esta concepción de la cultura.
En efecto, para esa concepción vulgar la cultura y la moral -que en el pensamiento de Gramsci son el resultado final de toda acción política y de la lucha de clases- son una suerte de esencia trascendente que orienta las acciones de un grupo social. La lucha política por lo tanto, la lucha entre dos sistemas de valores opuestos y no la disputa por el poder.
Cuando para Gramsci son la cultura y la moral la expresión de diversas formas de concebir el mundo y las relaciones entre los seres humanos a partir de su diversa posición frente al poder y la sociedad –esto es, frente a otros grupos y clases sociales - y no un posicionamiento de los seres humanos frente a la sociedad a partir, originariamente, de aquellos valores que conformarían la cultura.
Para la concepción popularizada de Gramsci en el último tiempo -hegemónica en el campo de la izquierda hasta hoy- la lucha política consiste, pues, en una disputa entre conservadores y liberales, entre demócratas y autoritarios, entre racionalistas laicos y fundamentalistas religiosos, entre progresistas y reaccionarios.
De esa manera, la política se fue convirtiendo desde fines de los ochenta del siglo XX en una esfera cada vez más separada de la sociedad real y en el hiperuranio del poder, en el que incluso tratándose de enormes movilizaciones de masas, éstas no lo hacen en torno al poder político sino en función de esas ideas, supuestamente autónomas, trascendentes y objetivas.
La política, entonces, llegó a no tener nada que ver con lo real y a no materializarse por consiguiente, en ninguna reforma cultural, que era la promesa de la transición y a dejar las cosas casi intactas en relación a como las dejó la dictadura.
La política dominante de la transición de hecho –incluyendo a un segmento importante de la izquierda-, postuló que menos Estado iba a traer aparejado el despliegue de la iniciativa de más sociedad civil, más autonomía, más libertades individuales y colectivas. Pero a lo que hemos llegado es más control, exclusiones y desigualdad. Más dependencia de los consumidores al control de las empresas; menos poder de negociación de los sindicatos; más concentración de la riqueza y de los medios de comunicación; incluso menos posibilidades para elegir.
O sea todo lo contrario de lo prometido entonces. En resumidas cuentas, menos sociedad civil.
Y lo que ha traído aparejado esta pérdida de libertad y autonomía del individuo, pese a la promesa liberal -la “agenda liberal” como la llamaban algunos durante los gobiernos de la concertación- es un deterioro de la voluntad, de la iniciativa individual, y por cierto, también la colectiva, en el capitalismo actual.
Por paradójico que parezca, es supuestamente la libre iniciativa individual el fundamento de la vida social para la cultura dominante; y sin embargo, lo que menos hay es libertad individual y acción intencionada. Esta se limita a la libre elección de las posibilidades que aquella ofrece.
Esta capacidad de elección está limitada además -según reconocen los mismos liberales- por el acceso a la información y las posibilidades disponibles en el mercado (que en el neoliberalismo puede ser de cualquier cosa). Pero ello, a su vez, está limitado por la desigualdad inherente del sistema, que es una característica esencial de tipo de subjetividad diversa de la concepción antropológica dominante en la actualidad, supuesto fundamento de la competencia y por lo tanto de la creatividad y la iniciativa.
Es decir, las asimetrías de información de las que se quejan los liberales como causantes de la desigualdad, la exclusión y las asimetrías de poder y por lo tanto, la causa de la pérdida de libertad y autonomía individual, proviene de la misma concepción antropológica del liberalismo y de la naturaleza del mercado que actúa como su estructura determinante en última instancia.
Es esta situación la que provoca una suerte de inacción o falta de iniciativa que el posmodernismo postulaba en el conocido tópico de la “desaparición de los sujetos”, en el capitalismo de fines del siglo XX. En primer lugar la clase obrera, que ha sido declarada muerta y enterrada varias veces desde entonces, pese a que por ejemplo en Europa, en los últimos cinco años ha habido más huelgas que en los sesenta y cinco o setenta años transcurridos después de la segunda guerra.
Y por otra parte en el discurso que postula la autonomía, en relación a proyectos de cambio global o como planteaba el posmodernismo en los años ochenta del siglo pasado, y que es una de las fuentes de la renovación, la crítica de los “metarrelatos”, que ha sido la motivación para la construcción de teorías de diverso signo que postulan la primacía de lo local; de la autonomía de las luchas y los conflictos sectoriales y la crítica de la “clase política”.
Ésta, es una concepción que aún originándose en un área cultural europeizante, de raíz socialdemócrata –igual que las concepciones más populares y distorsionadas de Gramsci- han servido también para la construcción de un discurso radical en historia y ciencias sociales, que ha legitimado académicamente el distanciamiento de las luchas sociales de las disputas por el poder; y sembrado el apoliticismo y el sectarismo en el movimiento social.
Ahora bien, esto se expresa también en el maximalismo que renuncia a la lucha por las reformas bajo el supuesto de que éstas son inútiles porque los cambios estructurales o de fondo nunca se realizan o se posponen para un futuro indeterminado, cuando es precisamente lo contrario.
Ésta, que es una posición muy antigua y conocida en el campo de la izquierda desde inicios del siglo XX, presenta la particularidad de estar muy extendida a nivel social y no solamente entre los militantes de partidos y colectivos de izquierda. Se puede apreciar especialmente en sectores de clase media (como los estudiantes y los profesores) muy despolitizados y termina manifestándose en un repliegue no en lo social, sino en la vida privada –que está completamente permeada por el consumismo y la cultura dominante.
En resumidas cuentas, la pérdida de autonomía y libertad, que se limitan a la elección entre las posibilidades que brinda la cultura dominante como estructura ya dada y no como el resultado de la práctica humana, que ha originado el capitalismo neoliberal en los últimos treinta años en nuestro país, no solamente ha redundado en una inacción y deterioro de la voluntad a nivel individual, sino que además, ha actuado como mecanismo de freno a todo proyecto colectivo de reforma social y también cultural. Y ello, lo que resulta más grave, entre los mismos colectivos sociales y políticos, como sindicatos, organizaciones estudiantiles y hasta partidos de izquierda.
Ello se puede apreciar en el apoliticismo, un confuso maximalismo y el discurso autonomista.
Este no es el resultado inesperado o aleatorio de acontecimientos impredecibles. Ha sido así por una acción intencionada, el resultado de luchas en que las clases dominantes del país impusieron un sistema que no es sólo económico o político. Es fundamentalmente un modelo cultural impuesto desde el Estado y que puso al mercado como paradigma. Se trata entonces de un problema político que requiere una solución política y respecto del cual, aparte el propio Estado, las organizaciones sociales y los partidos, especialmente los partidos de izquierda, tienen una gran responsabilidad.