Jorge Teillier |
Cuando las amadas palabras cotidianas
pierden su sentido
y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y la tristeza ha sido un anillo perdido bajo nieve,
y el recuerdo una falsa esperanza de mendigo,
y ha sido falso todo diálogo que no sea
con nuestra desolada imagen
aún se miran las destrozadas estampas
en el libro del hermano menor…
Jorge Teillier
Así parte el poema “Otoño secreto”. Describe el
desarraigo de un joven de Lautaro llegado a estudiar historia en el Pedagógico
de Santiago en los años cincuenta del siglo pasado.
Ese desarraigo es en el que nos ha sumido también el
neoliberalismo. Es el predominio de las puras fuerzas del mercado, la
imposibilidad de reflexionar y debatir acerca de las normas de convivencia de
los seres humanos y de relacionarse con la naturaleza. La expresión jurídica de
esta situación de predominio del neoliberalismo, es la Constitución del
80.
En éste, es el mercado el que dirige pautas de comportamiento
moral, social y cultural. Modela la libertad como la posibilidad de elegir
entre las diversas opciones que, en principio, se ofrecen en él. La libertad ya
no es concebida como autonomía del Sujeto para crear sino como la posibilidad
de escoger entre lo que hay en el mercado.
Los individuos no existen sino solamente en la medida en que
califican como clientes y es ese su único atributo. La actividad humana se debe
adaptar a este modelo, a esta concepción de la libertad intrínseca al mercado,
o perecer.
Por ello, en los últimos treinta años e incluso en los
últimos treinta cinco o cuarenta años, se fue consolidando una cultura liberal
de marcada impronta individualista, que hizo de la diferencia precisamente el
principio de la igualdad; por tanto, del consumo, un símbolo de diferenciación, un factor exclusivo de movilidad social y de la competencia un modo natural de comportarse .
Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de unas formas
de relacionarse los seres humanos entre sí y cómo en estas relaciones van
estableciendo ciertos principios que les sirven para orientar su propia vida,
que es una vida social.
Para la concepción dominante en la actualidad, en cambio,
la cultura es una suerte de núcleo irreductible, inmodificable, que consiste en
un repertorio de valores ya dados a hombres y mujeres, anteriores a su propia
acción y sobre los cuales sólo es posible escoger.
En efecto, para esa concepción vulgar la cultura y la moral
son un conjunto de valores trascendentes que orientan las acciones de un grupo
social. La lucha política, por lo tanto, la lucha entre sistemas de valores
opuestos y no la disputa por el poder.
Sin embargo, la cultura y la moral son la expresión de
diversas formas de concebir el mundo y las relaciones entre los seres humanos a
partir de su diversa posición frente al poder y la sociedad –esto es, frente a
otros grupos y clases sociales; no es una disputa entre conservadores y
liberales, entre demócratas y autoritarios, entre progresistas y reaccionarios,
a partir de una consideración abstracta de esos valores, entre ellos la
libertad individual.
La política dominante de la transición en este sentido, sólo en este sentido, postuló
que menos Estado iba a traer aparejado el despliegue de la iniciativa de más
sociedad civil, más autonomía, más libertades individuales y colectivas. Pero a
lo que hemos llegado es más control, exclusiones y desigualdad. Más dependencia
de los consumidores al control de las empresas; menos poder de negociación de
los sindicatos; más concentración de la riqueza y de los medios de
comunicación; incluso menos posibilidades para elegir.
Y lo que ha traído aparejado esta pérdida de libertad y
autonomía del individuo, pese a la promesa liberal es un deterioro de la
voluntad, de la iniciativa individual, y por cierto, también la colectiva.
Es esta situación la que provoca una suerte de inacción o
falta de iniciativa que el posmodernismo postulaba en el conocido tópico de la
“desaparición de los sujetos”, en el capitalismo de fines del siglo XX. En
primer lugar, la clase obrera que ha sido declarada muerta y enterrada varias
veces desde entonces, pese a que por ejemplo en Europa, en los últimos diez
años, ha habido más huelgas que en los sesenta y cinco o setenta años
transcurridos después de la segunda guerra.
Y por otra parte en el discurso que postula la autonomía, en
relación a proyectos de cambio global.
Vaciada de contenido y sustancia incluso la apariencia va
reemplazando la verdadera estética; las palabras, los juegos de palabras, a las
ideas y las ideas, los símbolos y las formas a su vez, se van haciendo cada vez
más vacías. Ya no expresan supuestamente fuerzas, clases y movimientos
sociales. Son puras formas sin ninguna
sustancia humana. Y el mundo, por esa razón, una pura representación.
A la vuelta de treinta años, resultó que esta representación no se correspondía con lo real y que la gente ya no está conforme con esas formas vacías, con la pura estética ni con las infinitas posibilidades que el mercado le ofrece. Pero ese mismo malestar, que de individual mudó a social en los últimos diez años, dispone de unas “actitudes” herederas aún de la cultura individualista del liberalismo. Por ello, aunque los valores del sistema estén en franca bancarrota; habiendo una crisis generalizada del sistema político y un descrédito tan grande de sus instituciones, ello todavía no se traduce en un movimiento de masas con un sentido de transformación estructural y se debate entre el individualismo y la búsqueda de sentidos colectivos y de país.
Eso es el proceso constituyente en curso, el que -aun cuando
se le trate de limitar y encauzar- expresa la fractura que el modelo introduce
en nuestra sociedad entre un Estado de clase y una Sociedad Civil que no se ve
reflejada en él y su incapacidad de superar dicho estado.
En los inicios de lo la “transición a la democracia”,
Eugenio Tironi planteó que la mejor política de comunicaciones que podían tener
los gobiernos democráticos era “no tenerla”. Entonces, la política del Estado
en esta materia consistió en dejar que el mercado, como ocurrió también en el
ámbito educacional, la regulara. De esa manera, excepto medios ligados a los
grupos económicos y empresariales, muchos desaparecieron por su incapacidad de
sobrevivir en éste, pese al aporte que hacían al medio editorial en términos de
pluralismo informativo y al rol que jugaron en la recuperación de la democracia
(análisis, apsi, Cauce, Fortín Mapocho; más tarde La época, Rocinante, etc.).
En los años noventa del siglo pasado, además, floreció el
negocio de la televisión privada mientras los canales universitarios, que
cumplían una importante función en lo que dice relación con la cobertura de una
programación educativa y cultural, fueron enajenados por las propias
universidades en procesos sumamente complejos y tensos. Irrumpieron asimismo las grandes transnacionales de las comunicaciones y el entretenimiento como FOX, CNN y Warner.
Las radios universitarias han sobrevivido también en medio
de estas tensiones y la amenaza permanente de su enajenación.
Esta expansión de las lógicas de mercado en el ámbito de los
medios de comunicación de masas –medios escritos, televisivos y radiales-, sin
embargo, no ha resultado en un mayor pluralismo ni en informaciones y
contenidos de mejor calidad. Todo lo contrario. El mercado, en lugar de
favorecerlos, redundó en una cada vez mayor concentración de los medios; su
postración ante los poderes económicos aliados del conservadurismo moral. En la
televisión chatarra que explota el sensacionalismo y el fisgoneo, ahora además a nivel transnacional.
El trabajo tampoco ha sido objeto de un debate. El
neoliberalismo lo convirtió en un “hecho”. Todos los mecanismos de limitación
de los espacios deliberativos de la sociedad y del sistema político tuvieron
ese resultado. Y como cualquier hecho que se experimenta “naturalmente”, no se
cuestiona ni se problematiza.
Entonces, al naturalizarse el trabajo como un mero productor
de “cosas” y en tanto fuente de la subsistencia material de una sociedad
incluso, también se naturalizan las relaciones que se establecen entre quienes
son dueños de estas cosas o se las apropian y quienes las producen.
Los empresarios mantienen una posición de dominio casi
inexpugnable que proviene de su propiedad sobre éstas, mediada de las más
diversas y sofisticadas maneras -mediaciones que se dan en el sistema
educacional, los medios de comunicación, el sistema político y que luego se
reproducen en hábitos y costumbres-.
Por ello, esta posición hegemónica de una clase es vivida
como algo “natural”.
El trabajador, en efecto, ocupa una posición subordinada en
tanto su sobrevivencia material, está determinada por la voluntad de quienes
poseen la propiedad de las cosas, los objetos producidos y los medios para
hacerlo: contratar o despedir, asignar funciones o trasladar al trabajador,
flexibilizar la jornada, fijar salarios en forma, prácticamente, unilateral,
etc.
En eso consiste la “hegemonía cultural”. Consiste en la
naturalización de los intereses, consecuentemente los valores, las costumbres,
y la concepción del mundo de una clase, como si estas fueran las de toda la
sociedad o como si fueran "naturales".
Si para esta cultura hegemónica, el mundo es una reunión de
hechos y de cosas; la “creación” se convierte por consiguiente en una realidad
exterior o ajena al ser humano, no un resultado de su actividad práctica.
Estas cosas se constituyen en mercancías y criterio de
“valor”. Legitiman en efecto la relaciones sociales y culturales como un
intercambio de cosas entre quienes las poseen y quienes no las poseen y
valoradas en cuanto tales sólo en la medida que se les asigna un precio.
Por ello la actividad de hombres y mujeres tiene como
finalidad, en la cultura dominante de los últimos treinta años, la posesión de
estas cosas. El consumismo en este sentido no es una anomalía sino uno de los
rasgos esenciales de la cultura dominante y de nuestra vida social.
El que no haya un debate sobre el sentido, la dimensión
creativa del trabajo, su utilidad social, una reflexión sobre los objetos
producidos, afecta también la actividad artística desde el momento mismo en que
no hay espacios institucionales que permitan este debate; medios de difusión y
exhibición, como no sean los del mercado.
Pero al mercado no asisten “ideas”; o “formas” en el sentido
que tradicionalmente la estética ha asignado a este concepto. Para el mercado
existen cosas, objetos denominados en este caso “obras de arte”; objetos
exteriores y ajenos a sus propios creadores, separados y/o diferentes del
debate sobre su “sentido”, “utilidad”, etc.
Objetos que se pueden medir y evaluar; por tanto, mercancías,
fuente de sobrevivencia material para quienes las producen y no una reflexión
sobre sí mismas, los procedimientos para crearlas, los contenidos que las
animan; su eficacia como lenguaje ni en una toma de posición frente a la sociedad.
De esa manera, los profesionales del arte, ya no son los
productores de una cultura alternativa, cuestionamiento de los valores de la
sociedad de consumo y la masificación de las imágenes como formas de dominación
y de control social.
Este mismo fenómeno afectó a la gente de las letras, de la
filosofía y las humanidades en general, quienes están sometidos a los concursos
por fondos para la investigación y al cumplimiento de estándares para la
difusión de su pensamiento en publicaciones u ocupar puestos en la academia .
En resumidas cuentas, los artistas y los intelectuales, no
han sido inmunes a la situación de enajenación del trabajo bajo el predominio
del neoliberalismo. Enajenación que se ve agravada en su caso, además, porque
quienes profesionalmente cumplieron una función de creación, crítica y
pensamiento alternativo, han visto su trabajo, su “creación” –como la de todos
los trabajadores- convertido en una cosa, una mercancía transable y por lo
tanto, incorporados al sistema como un engranaje más.
El refinado totalitarismo del modelo neoliberal, entonces, arrebató a los trabajadores de la cultura, de las artes y las humanidades la precaria autonomía de que gozaron en el pasado para reflexionar y elaborar un pensamiento crítico que actuaba como motivación para la expansión de la democracia y los derechos económico sociales y culturales de chilenos y chilenas.
En resumidas cuentas, la pérdida de autonomía y libertad,
que se limitan a la elección entre las posibilidades que brinda la cultura
dominante, que ha originado el capitalismo neoliberal en los últimos treinta
años en nuestro país, no solamente ha redundado en una inacción y deterioro de
la voluntad a nivel individual, sino que además, ha actuado como mecanismo de
freno a todo proyecto colectivo de reforma social y también cultural.
La crisis que afecta al modelo neoliberal da cuenta del
antagonismo que existe entre democracia y la “representación” estética que ha
hecho de sí misma y de la subjetividad. Se trata por lo tanto además de una
crisis cultural.
Ello, pues los valores del sistema neoliberal y de la
globalización, invadieron toda la vida social y se apoderaron -o intentaron
hacerlo al menos- de las mentes y los cuerpos de miles y millones de personas.
Privatización, emprendimiento, competencia, “pagar por todo”, son los valores
que, por muchos años, por décadas, se nos impusieron como verdades
incuestionables, como el punto culminante de la historia y el triunfo
definitivo del liberalismo.
Los valores hegemónicos del neoliberalismo sin embargo no
son los valores del pueblo, sino los valores, la “moral”, de quienes detentan
el poder desde la empresa privada, los medios de comunicación de masas, de los
que manipulan conciencias desde el sistema escolar y universitario.
También la banalización de lo político y la irrelevancia
aparente de la acción del Estado es una característica de la crisis cultural
del neoliberalismo.
Crisis que se expresa en el abstencionismo, tanto como en
los estallidos periódicos del movimiento social. Se trata de una manifestación
ideológica del sistema neoliberal que se refleja en furiosos discursos contra
los partidos políticos y a favor de una supuesta autonomía de lo social que lo
considera como una “cosa” que existe con independencia de la voluntad y la
acción de los sujetos y que favorece los populismos de la peor especie.
Pero la realidad no es una cosa. Es el resultado de las
aspiraciones y luchas de estudiantes, trabajadores, mujeres, ambientalistas,
pueblos originarios, pobladores sin casa. Y a menos que se restituya la
soberanía en el pueblo y los ciudadanos –que son ellos y no “hombres”
abstractos- lo más probable es que la explosión social sea todavía más grande.
Entonces, el objetivo principal de los trabajadores, del
campo social y popular es elaborar una política que cuestione los valores
dominantes con un sentido de reforma material que señale objetivos y tareas.
El lugar de la lucha en el campo cultural, en un sentido
estrecho, es otorgar la “forma” y construir un sentido que por ahora se manifiesta en la crítica al
proceso de transición pactada. Al predominio del dinero en la relación social;
al escamoteo de la política de los sujetos que la ha hecho patrimonio de
especialistas. A la discriminación y la exclusión por motivos políticos,
ideológicos, étnicos, de género, regionales, territoriales y también
generacionales, en una frase discriminación de todo aquello que no integra la
cultura mercantilista, individualista, fragmentadora y enajenada del sistema
neoliberal.
También consiste en la reivindicación de la memoria. El
rescate de la historia, que es la historia de la diversidad propia de lo
popular. Que valora la cotidianidad; el compañerismo en las relaciones
sociales, los afectos el cuerpo y la sexualidad de los seres humanos; la
consecuencia de la práctica y el discurso, entre la poesía y lo real.
La crisis cultural del neoliberalismo es la crisis de una
determinada manera de concebir las relaciones sociales y el Estado; la
ciudadanía, la soberanía y sus relaciones con el mercado.
No asumirlo y movilizar a miles que no se expresen como una
fuerza política y de masas con sentido de transformación culrtural y que,
incluso, se puedan inclinar hacia el autoritarismo y la represión, es un riesgo
presente de la situación actual. Lamentablemente, ejemplos en la historia
reciente tenemos varios.