Hyacinthe Rigaud. Louis XIV |
¿Cuál era finalmente el propósito
de tener una nueva Constitución que reemplazara a la de Pinochet? Empezar a
construir una nueva vida. Una que no dependiera única y exclusivamente del
"sálvese quien pueda", lo que hacía de las personas y de éstas entre
sí, adversarios u obstáculos.
Una vida que no dependiera, por
lo tanto, de la capacidad monetaria u obligara a recurrir a la tarjeta de
crédito, incluso para comprar el almacén del mes. Una vida basada en la
confianza y la seguridad de que los hijos e hijas van a poder estudiar; de que,
en caso de enfermar, se va a tener atención médica oportuna, suficiente y de
calidad; de que la vejez no va a ser una tortura; de que el trabajo es garantía
suficiente y éste por lo tanto, un derecho garantizado. Una vida en la que la
casa propia, como lo fue en el caso de miles de trabajadores y empleados en el
siglo XX, fuera el soporte material para realizar un proyecto familiar y
personal. Una vida que no iba a estar
amenazada por proyectos contaminantes o por la destrucción de las ciudades para
beneficio de los negocios de un puñado de magnates.
Estas aspiraciones, que son las
demandas que se reclamaban en las agitadas jornadas del 18 de octubre y
posteriores, son las que siguen pendientes y a las que la propuesta
constitucional de la Convención no dio respuestas o que, a lo menos, no fueron
percibidas por la población que asistió masivamente a votar.
La precariedad de la vida,
momentáneamente, ha sido disimulada por el espectáculo y la industria de la
información, negocio multimillonario que forma parte del núcleo del poder
dominante. En el intertanto, la derecha tradicional sucumbe ante el avance de
los republicanos de Kast y un protofascismo encarnado en el PDG, los que
explotan el sentido común y las emociones más básicas como el miedo. La
eclosión de una Concertación que ha agonizado lentamente en el transcurso de
los últimos diez años, dio origen a un centro político que ha actuado todo este
tiempo como su testaferro.
Éste no tiene ninguna viabilidad
en el largo plazo y solamente representa a un segmento social que se hizo de un
pequeño nicho, seguro y privilegiado al lado de la pobreza generalizada sobre
la que se sostienen los equilibrios macroeconómicos, pero que son ridículos al
lado de las faraónicas fortunas amasadas en los últimos treinta y cinco años
desde Büchi –antiguo ministro de Pinochet, actual director de bancos y empresas
financieras- a esta parte.
Las grandes organizaciones y
movimientos sociales siguen haciendo lo que por décadas han hecho: luchar por
sus propias reivindicaciones, sin considerar aparentemente las de los demás y
lo que es peor, sin considerar que sin cambio constitucional, la respuesta a
sus demandas va a ser la misma de los últimos treinta años: "....no se
puede....es inconstitucional...."
En el transcurso de los confusos
y paradójicos años noventa -en los que derecha y Concertación celebraban las
presuntas bodas entre la sociedad civil y el mercado; durante los cuales el
Estado, precisamente gracias a la Constitución que nos tiene en un limbo
peligroso y decadente, se separó de la sociedad gracias al principio de
subsidiariedad- el neoliberalismo se convirtió casi en una condición natural
que explica en gran parte el que sea así.
Después del plebiscito del 4 de
septiembre la situación se ha hecho explosiva en extremo. La crisis de
legitimidad del sistema político se profundiza vertiginosamente y ello en
beneficio de los fascistas que abominan de la política, que prefieren las
soluciones facilonas y autoritarias. Tienen a la Cámara de Diputados convertida
en trinchera y ya han logrado botar un par de sus autoridades y colocado al
actual presidente, en una posición defensiva.
Tienen al proceso constituyente
encapsulado en las alturas del Parlamento; en las conversaciones entre partidos
e informado a través de medios que propalan noticias falsas y propaganda
reaccionaria sin ningún pudor. Es como tener al gato cuidando la carnicería, si
hacemos caso a lo que indican las encuestas acerca de la desconfianza que todas
estas instituciones generan en la población.
¿Quién se puede hacer cargo
entonces de las esperanzas puestas en el cambio constitucional? Ciertamente la
sociedad civil, en forma autónoma y espontánea, no lo hizo ni lo hará. Hasta ahora en todo caso no hemos escuchado a
ninguno de sus voceros académicos explicarnos cómo ni por qué ha sido así. Se
trata de un problema "subjetivo". Habría que tener una fe de
carbonero para suponer que la realidad va a cambiar producto del desarrollo
independiente de las puras condiciones "objetivas", incluyendo el
desarrollo espontáneo de la "consciencia". Esto es algo que la
filosofía desde el siglo XVIII propuso, llamándolo "crítica",
"criticismo", etc.
En este sentido, los partidos progresistas,
desde un PDC que lamentablemente se desangra por la derecha hasta la coalición
de gobierno pasando por el Socialismo Democrático, tienen una enorme
responsabilidad. En primer lugar, la de sacar adelante el programa comprometido
con el pueblo en las elecciones presidenciales. Quizás uno de los peores
resabios de la transición, expresión del abismo existente entre el sistema
político y la sociedad civil, es el de creer que ello va a ser el resultado
única y exclusivamente de la política parlamentaria y de una apropiada técnica
legislativa.
Recuperar la credibilidad de la
sociedad pasa, entre otras cosas, por confiar en las masas y devolverles el
protagonismo a este respecto. La negociación con la derecha en el Parlamento es
una necesidad por la correlación de fuerzas en él. Ello, sin embargo, para algunos se
trasformó en virtud y de pasada desmovilizó a la sociedad civil, pero ese
republicanismo conservador explotó el 18 de octubre de 2019, mandando los
consensos al tacho de la basura de la historia y lo volverá a hacer mientras la
política se siga haciendo en las alturas y esté determinada por él.
Ello tanto en lo que se refiere a
la agenda de transformaciones contenidas en el programa de gobierno, como en lo
que respecta al proceso constituyente. Una vuelta atrás, a los viejos buenos
tiempos de la democracia de los acuerdos, es imposible pero una involución
autoritaria, como la que sufrió Brasil hace algunos años no se puede descartar.
Sólo la acción de las masas podrá evitarlo.