miércoles, 23 de noviembre de 2022

Esperanzas constitucionales ¿Quién se hace cargo de ellas?

 

Hyacinthe Rigaud. Louis XIV

¿Cuál era finalmente el propósito de tener una nueva Constitución que reemplazara a la de Pinochet? Empezar a construir una nueva vida. Una que no dependiera única y exclusivamente del "sálvese quien pueda", lo que hacía de las personas y de éstas entre sí, adversarios u obstáculos.

Una vida que no dependiera, por lo tanto, de la capacidad monetaria u obligara a recurrir a la tarjeta de crédito, incluso para comprar el almacén del mes. Una vida basada en la confianza y la seguridad de que los hijos e hijas van a poder estudiar; de que, en caso de enfermar, se va a tener atención médica oportuna, suficiente y de calidad; de que la vejez no va a ser una tortura; de que el trabajo es garantía suficiente y éste por lo tanto, un derecho garantizado. Una vida en la que la casa propia, como lo fue en el caso de miles de trabajadores y empleados en el siglo XX, fuera el soporte material para realizar un proyecto familiar y personal.  Una vida que no iba a estar amenazada por proyectos contaminantes o por la destrucción de las ciudades para beneficio de los negocios de un puñado de magnates.

Estas aspiraciones, que son las demandas que se reclamaban en las agitadas jornadas del 18 de octubre y posteriores, son las que siguen pendientes y a las que la propuesta constitucional de la Convención no dio respuestas o que, a lo menos, no fueron percibidas por la población que asistió masivamente a votar.

La precariedad de la vida, momentáneamente, ha sido disimulada por el espectáculo y la industria de la información, negocio multimillonario que forma parte del núcleo del poder dominante. En el intertanto, la derecha tradicional sucumbe ante el avance de los republicanos de Kast y un protofascismo encarnado en el PDG, los que explotan el sentido común y las emociones más básicas como el miedo. La eclosión de una Concertación que ha agonizado lentamente en el transcurso de los últimos diez años, dio origen a un centro político que ha actuado todo este tiempo como su testaferro.

Éste no tiene ninguna viabilidad en el largo plazo y solamente representa a un segmento social que se hizo de un pequeño nicho, seguro y privilegiado al lado de la pobreza generalizada sobre la que se sostienen los equilibrios macroeconómicos, pero que son ridículos al lado de las faraónicas fortunas amasadas en los últimos treinta y cinco años desde Büchi –antiguo ministro de Pinochet, actual director de bancos y empresas financieras- a esta parte.

Las grandes organizaciones y movimientos sociales siguen haciendo lo que por décadas han hecho: luchar por sus propias reivindicaciones, sin considerar aparentemente las de los demás y lo que es peor, sin considerar que sin cambio constitucional, la respuesta a sus demandas va a ser la misma de los últimos treinta años: "....no se puede....es inconstitucional...."

En el transcurso de los confusos y paradójicos años noventa -en los que derecha y Concertación celebraban las presuntas bodas entre la sociedad civil y el mercado; durante los cuales el Estado, precisamente gracias a la Constitución que nos tiene en un limbo peligroso y decadente, se separó de la sociedad gracias al principio de subsidiariedad- el neoliberalismo se convirtió casi en una condición natural que explica en gran parte el que sea así.

 

Después del plebiscito del 4 de septiembre la situación se ha hecho explosiva en extremo. La crisis de legitimidad del sistema político se profundiza vertiginosamente y ello en beneficio de los fascistas que abominan de la política, que prefieren las soluciones facilonas y autoritarias. Tienen a la Cámara de Diputados convertida en trinchera y ya han logrado botar un par de sus autoridades y colocado al actual presidente, en una posición defensiva.

Tienen al proceso constituyente encapsulado en las alturas del Parlamento; en las conversaciones entre partidos e informado a través de medios que propalan noticias falsas y propaganda reaccionaria sin ningún pudor. Es como tener al gato cuidando la carnicería, si hacemos caso a lo que indican las encuestas acerca de la desconfianza que todas estas instituciones generan en la población.

¿Quién se puede hacer cargo entonces de las esperanzas puestas en el cambio constitucional? Ciertamente la sociedad civil, en forma autónoma y espontánea, no lo hizo ni lo hará.  Hasta ahora en todo caso no hemos escuchado a ninguno de sus voceros académicos explicarnos cómo ni por qué ha sido así. Se trata de un problema "subjetivo". Habría que tener una fe de carbonero para suponer que la realidad va a cambiar producto del desarrollo independiente de las puras condiciones "objetivas", incluyendo el desarrollo espontáneo de la "consciencia". Esto es algo que la filosofía desde el siglo XVIII propuso, llamándolo "crítica", "criticismo", etc. 

En este sentido, los partidos progresistas, desde un PDC que lamentablemente se desangra por la derecha hasta la coalición de gobierno pasando por el Socialismo Democrático, tienen una enorme responsabilidad. En primer lugar, la de sacar adelante el programa comprometido con el pueblo en las elecciones presidenciales. Quizás uno de los peores resabios de la transición, expresión del abismo existente entre el sistema político y la sociedad civil, es el de creer que ello va a ser el resultado única y exclusivamente de la política parlamentaria y de una apropiada técnica legislativa.

Recuperar la credibilidad de la sociedad pasa, entre otras cosas, por confiar en las masas y devolverles el protagonismo a este respecto. La negociación con la derecha en el Parlamento es una necesidad por la correlación de fuerzas en él. Ello, sin embargo, para algunos se trasformó en virtud y de pasada desmovilizó a la sociedad civil, pero ese republicanismo conservador explotó el 18 de octubre de 2019, mandando los consensos al tacho de la basura de la historia y lo volverá a hacer mientras la política se siga haciendo en las alturas y esté determinada por él.

Ello tanto en lo que se refiere a la agenda de transformaciones contenidas en el programa de gobierno, como en lo que respecta al proceso constituyente. Una vuelta atrás, a los viejos buenos tiempos de la democracia de los acuerdos, es imposible pero una involución autoritaria, como la que sufrió Brasil hace algunos años no se puede descartar. Sólo la acción de las masas podrá evitarlo. 


martes, 15 de noviembre de 2022

Hasta cuándo?

Juan Domingo Dávila. Miss Freud. 1981



La derecha hizo de la política de los consensos la piedra angular de su ideario en los noventa del siglo pasado. Nada de raro, considerando que los consensos fueron el  dispositivo que le permitía complementar su situación de minoría política con un sistema electoral concebido y aplicado explícitamente con el fin de mantener la estabilidad de un orden social, político y económico autoritario y excluyente que explotó el 18 de octubre de 2019 y que dio origen al proceso constituyente. 

En la actualidad, la derecha pontifica sin ninguna consideración acerca del valor del consenso y al mismo tiempo, tiene al país en vilo respecto de la continuidad del proceso constituyente; defiende con uñas y dientes el sistema de AFP´s; se opone tenazmente a la reforma tributaria y se refiere al Presidente de la República, sus ministros, parlamentarios oficialistas y otras autoridades del Estado de forma despectiva y grosera. 

Acto seguido, se lamenta del deterioro de las relaciones entre gobierno y oposición,; entre partidos políticos y entona una letanía lastimera añorando los viejos buenos tiempos en que gracias a la democracia de los acuerdos, podía determinar los límites de cualquier intento de reforma democratizadora. En el último tiempo, además, se ha ido imponiendo su sector más conservador y autoritario. Mezcla de catolicismo decimonónico, neoliberalismo chusco; arribismo social y cultural; fundamentalismo evangélico y nostálgicos velados de la dictadura militar. 

La reciente elección de la presidencia de la Cámara de Diputados -comedia de enredos y traiciones que demuestran por qué el Parlamento es una de las instituciones más desprestigiadas y poco confiables de nuestra triste republiqueta- es una expresión de la capacidad de la ultraderecha; de la inconsistencia de los "librepensadores" y el oportunismo de amplios sectores del centro político -afortunadamente, no todos-.

En efecto, usando como testaferro a la bancada de diputados de la DC y el inconcebible PDG, impuso un chantaje que bloqueó la candidatura de la diputada Karol Cariola a presidirla. Si no fuera por la actitud políticamente responsable y unitaria del PCCH, lo más probable es que la mesa de la Cámara estaría en manos de la derecha o de algún aventurero inescrupuloso de los que abundan en ella. 

A la derecha no se le puede responder con palabras de buena crianza ni con gestos de "amistad cívica". Hace rato -más específicamente desde su estrepitosa derrota en el plebiscito de entrada del proceso constituyente y la instalación de la Convención- está en una campaña sistemática y permanente por impedir cualquier reforma al sistema político, económico y social que pueda poner en peligro los privilegios y las condiciones de dominación de las clases poseedoras de nuestro país y de las empresas transnacionales que se han hecho el pino, gracias a la venalidad y el entreguismo del empresariado criollo y una Constitución ad hoc. 

El país está completamente fracturado por una desigualdad escandalosa y que está consagrada en la Constitución actual, como una suerte de orden natural, que probablemente se podría morigerar, pero que es el resultado de la acción espontánea y libre de individuos e instituciones respecto de las cuales el Estado no puede actuar sin vulnerar su iniciativa. Esa es la razón finalmente para que en su versión original, la Constitución del 80 proscribiera en el fatídico art. 8°, por el cual fue procesado Clodomiro Almeyda, las doctrinas que "propugnaban" la lucha de clases. En sus delirios anticomunistas, Guzmán, Pinochet, y el resto, creían que era posible eliminarla por decreto. 

El problema es que la lucha de clases existe. Creer que por medio de gestos de amistad cívica o mediante consensos políticos o legislativos va a desaparecer o a lo menos, resolverse armoniosamente, es en el mejor de los casos una quimera, cuando no una pura ideología conservadora. Ocultarla y seguir esperando a que la derecha se digne a asistir a uno que culmine el proceso constituyente, sin confrontarla, es de una ingenuidad imperdonable, que probablemente es una de las razones -aunque ciertamente no la más importante- por las cuales la propuesta constitucional de la Convención fue derrotada en septiembre. 

El país no puede seguir esperando.