Pieter Brueghel. El Triunfo de la muerte |
Otra vez un grupo de científicos
escribe una carta a Piñera para advertirle de las devastadoras consecuencias que
puede tener la epidemia de coronavirus en el país. Proyectan, en sus cálculos
más conservadores, que las muertes podrían elevarse a setenta mil.
El
gobierno, hay que reconocerlo, ha sido estrictamente consecuente en hacer caso
omiso de las recomendaciones de científicos, salubristas, gremios profesionales
y de trabajadores de la salud, en lo que se refiere a su política para
enfrrentarla. Resulta asombrosa, por decir lo menos, su tozudez para no hacerlo considerando la indesmentible evidencia de su fracaso para hacerle frente en todos estos meses.
Es como hablar con un muro. Lo único nuevo en su estrategia para enfrentar la peor crisis sanitaria de los últimos setenta años, es haber incrementado el IFE, sus montos, cobertura y extensión, aún con una serie de condiciones y cláusulas que lo mantienen en los límites de una estricta focalización -como recomiendan sus economistas- luego de haberle entregado un machete a los empresarios con su ley de "protección del empleo" por la que ya lo han perdido miles de trabajadores.
Su discurso y también sus esfuerzos se orientan, más bien, a la recuperación del dinamismo de la actividad económica cuando la gente está muriendo o en el mejor de los casos, se ve conminada, literalmente, a escoger entre la bolsa o la vida.
¿Ceguera? ¿Estulticia? ¿Ignorancia? ¿Arrogancia? De todo un poco quizás, aunque ciertamente, lo más importante en la determinación de sus decisiones sanitarias y en su sordera para escuchar las advertencias de la comunidad científica, las organizaciones sindicales de la salud y partidos de oposición, sea su adhesión dogmática a una radicalizada ideología de clase.
El único sentido posible que ésta le puede dar a la epidemia de coronavirus y las devastadoras consecuencias advertidas por la comunidad científica, es el de una circunstancia desafortunada que no tiene ninguna relación con la totalidad. Como para cualquier ideología, es una especie de maldición inexplicable.
Prueba de ello son las insólitas declaraciones de Mañalich poco antes de ser defenestrado, diciendo que no sabía de los niveles de hacinamiento y pobreza de algunos sectores de la RM.
Ello, pues esta ideología interpreta la epidemia como una condición ajena a la vida y a lo social y de pasada, le permite a los sectores dominantes de la sociedad, a empresarios, industria de la entretención masiva y magnates tercermunidtas, tranquilizar sus pequeñas buenas conciencias con acciones de caridad y tratando de transformarla en espectáculo televisivo, mientras sea posible.
Cuando lo que se ha hecho evidente es la desigualdad, la pobreza, la exclusión o en el mejor de los casos, la fragilidad de la vida bajo el sistema neoliberal, lo único que le queda para no alejarse definitivamente de ella es la caridad o apelar a pleonasmos como los que frecuentemente recita el ministro de hacienda para "descubrir" lo evidente y explicarlo sin comprenderlo en realidad.
La Imposibilidad de convivir en esta sociedad desigual y excluyente que ya se había manifestado en octubre del año pasado como protesta social, hoy en día lo hace como bancarrota total de los valores que organizaron la vida social hasta entonces. Individualismo, competitividad, emprendimiento privado, se han tornado incompatibles no ya sólo con una convivencia democrática sino con la sobrevivencia misma.
Y una vez más, quienes han sostenido el peso de esta crisis, mantenido cierta consistencia de lo social con los famélicos recursos con que el Estado subsidiario los dota, son los servicios públicos. El sistema sanitario de atención primaria y las escuelas públicas en barrios azotados por la pobreza, el hacinamiento, las necesidades materiales y la violencia, prácticamente abandonados a su suerte.
Toda la perorata de los ideólogos liberales y conservadores que por estos días abunda en medios escritos y opinología televisiva, es indigente para explicarlo. Es además un ridículo en el que han caído incluso algunos connotados dirigentes de la extinta Concertación de Partidos por la Democracia que hace meses vienen pregonando el "progreso" como si la gente pudiera seguir esperando el prometido chorreo en casuchas, sin ingresos, sin atención oportuna de salud ni alimentación garantizada por varios meses, que es lo que se va a extender la emergencia, de no mediar más chambonadas.
Este progresismo noventero, no puede pensar ni proponer una solución racional a esta situación pues sus notables razonamientos lógicos no se refieren a la realidad; no dan cuenta de la catástrofe social y humanitaria que azota al país y pospone, como toda ideología, la solución para un porvenir del que muchos tal vez ni siquiera van a ser testigos pues van a estar muertos.
Así de radical es la situación. La cacareada crisis de confianza de la que habla el periodismo librepensador, es en realidad la crisis de los valores y las promesas liberales que después de treinta años nos colocaron exactamente adonde estamos, no el coronavirus.
La tozudez, el dogmatismo y la arrogancia del gobierno; su resistencia a escuchar evidencia científica, recomendaciones en materia sanitaria y manejo de la crisis, son en realidad expresión de la defensa de su última línea, de los valores y la cultura que sostienen su concepción de la realidad y fundamentan su política, y que en última instancia, defiende unos intereses de clase evidentes para cualquiera hoy por hoy.
El pueblo va a recuperar la confianza cuando precisamente en esta última línea, la oposición se atreva a dar la batalla definitiva.
Prueba de ello son las insólitas declaraciones de Mañalich poco antes de ser defenestrado, diciendo que no sabía de los niveles de hacinamiento y pobreza de algunos sectores de la RM.
Ello, pues esta ideología interpreta la epidemia como una condición ajena a la vida y a lo social y de pasada, le permite a los sectores dominantes de la sociedad, a empresarios, industria de la entretención masiva y magnates tercermunidtas, tranquilizar sus pequeñas buenas conciencias con acciones de caridad y tratando de transformarla en espectáculo televisivo, mientras sea posible.
Cuando lo que se ha hecho evidente es la desigualdad, la pobreza, la exclusión o en el mejor de los casos, la fragilidad de la vida bajo el sistema neoliberal, lo único que le queda para no alejarse definitivamente de ella es la caridad o apelar a pleonasmos como los que frecuentemente recita el ministro de hacienda para "descubrir" lo evidente y explicarlo sin comprenderlo en realidad.
La Imposibilidad de convivir en esta sociedad desigual y excluyente que ya se había manifestado en octubre del año pasado como protesta social, hoy en día lo hace como bancarrota total de los valores que organizaron la vida social hasta entonces. Individualismo, competitividad, emprendimiento privado, se han tornado incompatibles no ya sólo con una convivencia democrática sino con la sobrevivencia misma.
Y una vez más, quienes han sostenido el peso de esta crisis, mantenido cierta consistencia de lo social con los famélicos recursos con que el Estado subsidiario los dota, son los servicios públicos. El sistema sanitario de atención primaria y las escuelas públicas en barrios azotados por la pobreza, el hacinamiento, las necesidades materiales y la violencia, prácticamente abandonados a su suerte.
Toda la perorata de los ideólogos liberales y conservadores que por estos días abunda en medios escritos y opinología televisiva, es indigente para explicarlo. Es además un ridículo en el que han caído incluso algunos connotados dirigentes de la extinta Concertación de Partidos por la Democracia que hace meses vienen pregonando el "progreso" como si la gente pudiera seguir esperando el prometido chorreo en casuchas, sin ingresos, sin atención oportuna de salud ni alimentación garantizada por varios meses, que es lo que se va a extender la emergencia, de no mediar más chambonadas.
Este progresismo noventero, no puede pensar ni proponer una solución racional a esta situación pues sus notables razonamientos lógicos no se refieren a la realidad; no dan cuenta de la catástrofe social y humanitaria que azota al país y pospone, como toda ideología, la solución para un porvenir del que muchos tal vez ni siquiera van a ser testigos pues van a estar muertos.
Así de radical es la situación. La cacareada crisis de confianza de la que habla el periodismo librepensador, es en realidad la crisis de los valores y las promesas liberales que después de treinta años nos colocaron exactamente adonde estamos, no el coronavirus.
La tozudez, el dogmatismo y la arrogancia del gobierno; su resistencia a escuchar evidencia científica, recomendaciones en materia sanitaria y manejo de la crisis, son en realidad expresión de la defensa de su última línea, de los valores y la cultura que sostienen su concepción de la realidad y fundamentan su política, y que en última instancia, defiende unos intereses de clase evidentes para cualquiera hoy por hoy.
El pueblo va a recuperar la confianza cuando precisamente en esta última línea, la oposición se atreva a dar la batalla definitiva.