Jean Michelle Basquiat. Notary |
El gobierno de Piñera ha sobrevivido a uno de los
levantamientos populares más intensos, radicales y prolongados de los que se
tenga recuerdo.
No es el primero de nuestra historia ni será el
último. La espontaneidad que lo ha caracterizado no es tampoco una singularidad
suya.
El mito historiográfico de la gran estabilidad de
nuestra democracia; la capacidad de nuestra institucionalidad política de
integrar a diversos grupos sociales –incluso durante el predominio del llamado
Estado de Compromiso- oculta, en efecto, la intensa lucha que han protagonizado
los trabajadores y el pueblo desde los albores de la República por conquistar
sus derechos y expandir cada vez más los límites de dicha institucionalidad, muchas
veces –quizás la mayoría de ellas- sin
programa ni táctica ni representación política.
La transformación y el cambio consisten,
precisamente, en la construcción de ese programa, de esa táctica y
representación política del pueblo. Por esa razón surgieron los partidos
populares en el transcurso del siglo XX; la Central Única de Trabajadores, y la Unidad
Popular. Por esa razón también en el transcurso de la lucha antidictatorial, estos
formaron destacamentos militares que fueron un componente esencial de dicha
lucha.
El mito original de un pueblo “puro”, que premunido
únicamente de su rabia, su necesidad y aspiraciones -igual como lo hace el de
la inmutable estabillidad de nuestra democracia- oculta el
carácter político del cambio y el que éste es también el resultado de una
voluntad de organización y combate que se propone objetivos y/o su politización
como parte esencial de su explicación.
Paradójicamente, en el transcurso de la epidemia de
coronavirus -un evento inesperado por cierto- pese a haber dejado en palmaria evidencia
la falta de escrúpulos de la derecha y el gobierno; su violencia y su
deshonestidad; su desprecio por los sufrimientos del pueblo, hay dirigentes “opositores”
que incluso plantean que en una circunstancia como la epidemia, “no se puede
actuar como oposición” o que “en momentos de crisis es importante que se respete
a las autoridades”.
Autoridades que, primero, mienten,
encubren asesinatos, mutilaciones y tortura; falsifican información, y que en
el transcurso de la epidemia la ocultan, hacen la vista gorda con los abusos de
las empresas con los consumidores y de los empleadores con los trabajadores.
Es más, que con el pretexto de la
emergencia sanitaria aprovechan de sacar adelante iniciativas en materia de
empleo y negociación colectiva y financiamiento para la banca y la empresa
privada que en otras circunstancias quizás no habrían podido.
Es evidente que todo esto solamente
hace honor a su carácter de clase. Nunca antes, quizás desde la dictadura
militar, había sido tan evidente los intereses que defiende un gobierno y la
institucionalidad política de la que dispone para ello. Ya ni siquiera disimula.
Y ello porque se prepara para lo
que viene después de la epidemia, mientras la oposición se debate entre un republicanismo chusco y la defensa de unas posiciones desvencijadas
por los embates de todo un sistema y de lo que dispone, así como de su propia
incapacidad.
La epidemia solamente se ha encargado
de hacer más notorio, lo que ya de suyo era evidente el 18 de octubre y más
urgente o más rápido lo que, de todas maneras, iba a pasar.
La derecha, como siempre, ha
aprovechado la coyuntura para sacar adelante su política y realizar los preparativos
que le permitan enfrentar lo que se venía anunciando antes del llamado “estallido
social” con el menor costo posible para quienes representa: banqueros,
financistas, empresarios, compañías transnacionales, etc. Ha hecho gala de su
inveterado sentido de la oportunidad y su falta de pudor.
El pueblo, mientras tanto, resiste
con una sensación de desamparo que conmueve y ofusca a cualquiera que tenga un
mínimo de decencia y no viva en la realidad alterna del poder o los estrechos
límites de un corporativismo que lo vuelva miope. Lo más probable es que surjan
iniciativas de sobrevivencia, de solidaridad de clase, de ayuda mutua, las que
provienen de la experiencia de a lo menos un siglo de luchas por el trabajo, la
vivienda, la salud y la educación públicas, la alimentación popular, los
derechos de la infancia.
Pero ellas están en contradicción
permanente e inevitable con un sistema político que las constriñe, que las
limita a una sobrevivencia que reproduce la exclusión pues actúan en contra de
la avaricia y afán de ganancias de la clase empresarial –lo que es denominado
eufemísticamente “crecimiento”- a menos que se oriente a la transformación
radical de las condiciones en que se produce y reparte el resultado del trabajo.
Ese es, hoy por hoy, el verdadero
límite entre oficialismo y oposición. Ya sea por miopía, por ignorancia o
derechamente por haber abdicado de su rol opositor, es lo que aparece difuso y
torpe.
La transformación de la necesidad
en programa político es lo que el momento histórico reclama de los demócratas. El
ciclo de luchas populares que se inició el 18 de octubre del año pasado, tenía
precisamente esa motivación, la de una oposición permanente y antagónica del
pueblo –aún inconscientemente y con una importante dosis de espontaneidad- con el
neoliberalismo global.
En apariencia, esto fue interrumpido
por la epidemia de coronavirus, una ocasión ciertamente muy bien aprovechada por
la derecha y el gobierno. Pero no es una interrupción. Es exactamente lo
contrario, la manifestación más radical de los funestos efectos del sistema y
las razones que lo motivaron, una manifestación de las razones que explican el
levantamiento; la demanda por una nueva Constitución y cambios profundos al
modelo de desarrollo que ha posibilitado el enriquecimiento escandaloso de unos
pocos a costa de la exclusión, la pobreza, el agotamiento y la angustia de la
mayoría.
Que algunos sectores opositores,
seducidos por décadas de un consumismo desenfrenado y por la respetabilidad académica
del dogma liberal, se debatan entre presunciones de responsabilidad política y añoranzas
de la política de los acuerdos, se ha transformado ya en el principal obstáculo
´para la unidad de la oposición.
Ello, sin embargo, no va a ser obbstáculo
tampoco para que el pueblo vuelva a manifestarse y que lo haga aún con más
radicalidad.