James Ensor. Máscaras peleando sobfre un hombre ahorcado |
La plata no valé na, la niña gigante y la crisis cultural del neoliberalismo
El estribillo de
esta conocida canción de Juana Fe sintetiza la crisis cultural que afecta al
modelo neoliberal. El dinero, el fetiche
del sistema por excelencia, no
vale nada reza la canción. Pregúntenle, si no, a los trabajadores griegos, a
los manifestantes de ocuppy Wall Street, a los miles que exigían fin al lucro
el año pasado. El dinero de poco les sirve y sí, en cambio, es una potencia que
oprime y somete, en tanto sólo enriquece todavía más a banqueros, empresarios
de la previsión, de la salud y la educación.
El
sólo hecho de que durante 2011, prácticamente todas las semanas, fuéramos
testigos y protagonistas de marchas de entre veinte mil y cien mil personas en
la Alameda de Santiago y en todas las capitales regionales importantes; de que
todas las universidades y el sistema escolar estuvieran en paro o en toma y de
que sus alegres protagonistas no sintieran miedo o si lo sentían, recurrieran a
las antiguas pero no por eso menos eficientes estrategias de los afectos, la
cooperación, la comunicación y la denuncia, para enfrentarlo, dan cuenta de
ello.
Que
miles, en lugar de estar reuniéndose por facebook, participando en foros
virtuales o contestando encuestas de opinión, se vieran la cara,
vendieran limones, cuchuflíes o cantaran por una moneda en medio de tanta
crítica social; se disfrazaran, desfilaran detrás de un guanaco de cartón y se
mofaran del poder no de manera virtual sino muy concreta y alegre, es la
demostración de que la suspensión de la historia; el contacto virtual; la asepsia
de los afectos, no dan para más. Es la expresión de que las características
dominantes de la cultura neoliberal están en crisis.
La
imagen de Don Ramón en poleras y pancartas, el hombre común y más aún, el
hombre común de los ochenta y los setenta refuerzan esta sensación de revival
que no es otra cosa que la comprobación de que la historia vuelve sobre
nuestros pasos a cobrar su revancha pese a tanto esfuerzo por hacer aparecer
todo como “lo más grande de la historia”, lo “nunca antes visto”, lo “primero
que se hizo”, tendencia de los discursos públicos que se viene manifestando
hará unos veinte años aproximadamente.
Ello,
pues los valores del sistema neoliberal y de la globalización, del que el
dinero es el símbolo más conspicuo, invadieron toda la vida social y se
apoderaron -o intentaron hacerlo al menos- de las mentes y los cuerpos de miles
y millones de personas. Privatización, emprendimiento, competencia, “pagar por
todo”, son los valores que por muchos años, por décadas, se nos impusieron como
verdades incuestionables, como el punto culminante de la historia y el triunfo
definitivo del liberalismo.
Los
valores hegemónicos del neoliberalismo no valen nada, como el dinero que lo
simboliza. Porque la gente no comparte esos valores, porque no son sus valores,
sino los valores, la “moral”, de quienes detentan el poder desde la empresa
privada, los medios de comunicación de masas, de los que manipulan conciencias
desde el sistema escolar y universitario y contra lo que se rebelaron miles de
jóvenes el año pasado concitando la simpatía y solidaridad de todo el país.
También
la banalización de lo político y la irrelevancia aparente de la acción del
Estado, como no sea para elaborar “políticas públicas” que son lo menos público
que puede haber, como el Transantiago, el CAE o el financiamiento compartido de
la educación escolar; la entrega de nuestros recursos naturales y energéticos,
de nuestros ahorros previsionales a la empresa privada y la codicia de
especuladores y transnacionales que destruyen el medioambiente.
Ese
es precisamente uno de los valores de la cultura dominante que está en crisis y
contra lo que protestan jóvenes y viejos; que se expresa en el abstencionismo,
tanto como en la movilización callejera. Se trata de una manifestación
ideológica del sistema neoliberal que como un espejo invertido se refleja
en furiosos discursos contra los partidos políticos y a favor de una
supuesta autonomía de lo social que lo considera como una “cosa” que existe con
independencia de la voluntad y la acción de los sujetos y que favorece los
populismos de la peor especie.
Por
eso protesta la gente, los estudiantes, los habitantes de Aysén, de Magallanes
y Calama –nueva forma de explosión social que aparentemente es una
característica propia del neoliberalismo y que con toda probabilidad se seguirá
manifestando en el futuro-. Porque la realidad no es una cosa. Es el resultado
de las aspiraciones y luchas de estudiantes, trabajadores, mujeres,
ambientalistas, pueblos originarios, pobladores sin casa. Y a menos que se restituya
la soberanía en el pueblo y los ciudadanos –no en los clientes- lo más probable
es que la explosión social sea todavía más grande de lo que fue el año pasado.
Entonces,
el campo de batalla principal del campo opositor, no es el del sentido común, no
es “cultural” en el sentido estrecho que lo asimila a los carros alegóricos o a
los megaeventos, como La niña gigante. La explosión social puede ser, en estas
circunstancias, tanto para producir las reformas por largos años postergadas
-en la educación, en la previsión, en el sistema político- como para abrir paso
a una involución de tipo autoritaria todavía mayor, si es que en campo
cultural no elaboramos una política que cuestione los valores dominantes con un
sentido de reforma material que señale objetivos, tareas y delimite claramente
los campos en disputa.
El
lugar de la lucha en el campo cultural, en un sentido estrecho, es otorgar la
“forma”, que por ahora se manifiesta en la crítica al proceso de transición
pactada. Al predominio del dinero en la relación social; al escamoteo de la
política de los sujetos que la ha hecho patrimonio de especialistas y cuadros
técnicos provenientes de la empresa privada o que se someten a su voluntad. A
la discriminación y la exclusión por motivos políticos, ideológicos, étnicos,
de género, regionales, territoriales y también generacionales, en un una frase
discriminación de todo aquello que no integra la cultura mercantilista,
individualista, fragmentadora y enajenada del sistema neoliberal –sea porque se
margina voluntariamente o porque es expulsado por la propia lógica del modelo
sin que haya habido política regulatoria capaz de evitarlo-.
La
reivindicación de la memoria como oposición al empeño pertinaz del
neoliberalismo por ser fundacional. Don Ramón paseándose entre los
manifestantes; los covers de Violeta Parra, Quilapayún; homenajes a Víctor
Jara; el discurso de despedida del Presidente Allende diciendo “otros hombres
superarán este momento gris y amargo”. El rescate de nuestra historia, que es
la historia de lo popular y que lo recrea con un eclecticismo que no es
la posmodernidad. Es la diversidad propia de lo popular en una época en que lo
real es como un espejo roto pero que refleja bajo esa aparente diferencia, los
valores de la gente humilde y de trabajo. Como en La Cantata Santa María de
Luis Advis. Que valora la cotidianidad de los hombres y las mujeres
comunes; el compañerismo en las relaciones sociales, los afectos y la
corporalidad de los seres humanos; la consecuencia de la práctica y el discurso,
entre la poesía y lo real.
Esa
es la crisis cultural del modelo y el tipo de tareas que impone al campo
opositor; no es la crisis del sentido común, que puede ser resuelta por el
expediente fácil de reemplazarlo por otros imaginarios, por otro sentido común
que deje intactas las mismas concepciones de “lo público”, de las relaciones
sociales, de la relación del hombre con la naturaleza y que, como La Niña
Gigante movilice a miles sin indicar otro lugar. Movilizar a miles que no se
expresen como una fuerza política y de masas con sentido transformador y que,
incluso, se puedan inclinar hacia el autoritarismo y la represión.
Lamentablemente, ejemplos en la historia reciente tenemos varios.
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