sábado, 15 de febrero de 2014

Fin de la transición

James Ensor. La intriga




Dedicado a Manuel Gutiérrez, joven asesinado por carabineros

El escenario pos electoral el 2010

Tras las elecciones del 17 de enero de 2010 muchos hablaron del fin de la transición. Llamaba la atención la perplejidad con la que sus protagonistas presenciaban lo que estaba ocurriendo; para algunos era el fin de un exitoso proceso de tránsito desde la dictadura militar a la plena democracia; y el que la derecha ganara por primera vez una elección democrática después de haber sido el sostén político de la dictadura, una demostración de esto mismo -lo que algunos llamaban  “la alternancia en el poder”.

Para estos, habría sido el resultado de la “agenda liberal” de la Concertación. ¿A qué o a quiénes culpar, entonces, de la derrota en las elecciones? A los estilos de hacer política, a las prácticas corruptas y poco democráticas de los partidos y sus funcionarios; a su incapacidad para entender y asimilar los cambios de la sociedad chilena que, por lo demás, habrían sido precisamente resultado de esa agenda liberal.

Se hablaba, entonces, del cambio cultural, de la aparición y crecimiento en los últimos veinte años de la "clase media aspiracional" para la que los grandes "relatos", las propuestas de sociedad, no dicen mucho...excepto cuando le empieza a apretar el zapato. En este sentido,  como lo planteaba en ese momento un conocido columnista ligado a ésta, con la misma pala con que la concertación cambiaba el país, la derecha cavó su tumba.

La derrota de la concertación el 17 de enero, entonces, contenía una paradoja que expresaba Ricardo Lagos el mismo día. El ex presidente consideraba la transición un éxito y a la Concertación de Partidos por la Democracia, la coalición política más importante de nuestra historia republicana, lo que según él haría inexplicable dicho resultado.

Uno de los que expresaba esta paradoja, era el MEO. Por eso su veinte por ciento. Porque representaba, en principio, el sentido y el corolario de la transición, una mezcla de liberalismo posmoderno, con tintes socialdemócratas, reivindicación de la autonomía, las redes sociales y críticas a “la clase política” aunque él mismo fuera hijo, sobrino, nieto y biznieto de conspicuos dirigentes políticos de partidos de la izquierda chilena.

La candidatura de Frei, en cambio, representaba mucho mejor la composición social de la concertación, una alianza pluriclasista, que cruza varias generaciones y una diversidad cultural e ideológica mucho más amplia.

Esta alianza, este amplio y diverso movimiento que fue la concertación pasó, a partir de entonces, por un proceso largo y doloroso lamiéndose las heridas y tratando de sacar conclusiones. Probablemente por sus vínculos con el movimiento social, aun cuando les costara hacerlo, ciertos sectores de la concertación reconocían que las causas de la derrota eran haber abjurado de su propio programa –algunos-, haberse alejado de los movimientos sociales –otros-, haberse dormido en los laureles  -casi todos-.

Sin entender muy bien las causas de la derrota del 17 de enero o a lo menos, sin poder ponerse de acuerdo en este punto, es natural que discutieran por mucho tiempo qué tipo de oposición iban a ser, deambulando entre la intransigencia y la democracia de los acuerdos.

Había mucho despecho, reproches y confusión de lo que significaría en esta nueva etapa el rótulo “progresista”. En ciertos sectores había poca autocrítica, considerando que acababan de perder la elección después de veinte años en el gobierno y que la presidenta tenía un ochenta por ciento de aprobación ciudadana, una de las más altas de toda América Latina.

La ministra de educación, Mónica Jimenez, no se cansaba de repetir los tremendos logros de su cartera que son la LGE –producto del tristemente célebre acuerdo de los brazos en alto-, la Subvención Escolar Preferencial y el Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación. Planteaba en el sitio web del ministerio, que el ministro que viniese –y que fue Joaquín Lavín- no tenía más que continuar con estas políticas porque todas fueron concordadas con la derecha. Y del otro lado, Larroulet quien iba a ser el secretario general de la presidencia de Piñera, que es precisamente lo que harían.

Una de las prioridades que se planteaba el nuevo gobierno sería la instauración de un “salario ético familiar”. Desde la huelga de los subcontratistas de CODELCO, el tema del salario mínimo había sido intensamente debatido. Monseñor Alejandro Goic en esa época propuso un salario mínimo de doscientos sesenta mil pesos, que llamó “salario ético”. En las negociaciones del salario mínimo bajo los gobiernos de la Concertación, sin embargo, siempre pudo más  la ortodoxia de los ministros de hacienda y nunca hubo reajustes del salario  mínimo más allá de la inflación proyectada.

¿Cuál es la diferencia entre lo que dijo la Conferencia Episcopal y lo que dijo el nuevo gobierno?…que el salario ético familiar no es el salario mínimo del trabajador en tanto no son los ingresos autónomos producto de su propio trabajo, que en la noción internacionalmente aceptada de salario mínimo, son los que le permiten al trabajador subsistir sin necesidad de otras ayudas del Estado.

Es precisamente en la dirección que todos afirman debe avanzar América Latina para convertirse en un continente desarrollado, cuestión contradictoria con la política neoliberal vigente en Chile que mantiene a sus trabajadores en base a puros subsidios y ayudas del Estado o transferencias indirectas y lo que hace que, como ha dicho la CUT innumerables veces, el origen de la pobreza en Chile esté en el trabajo, tal como es concebido por el neoliberalismo.

Por el contrario, el ingreso ético familiar propuesto por la derecha también supone todos los subsidios y bonos a los que pueda postular una familia y que ya eran parte de la red de protección social. No había que ser muy sagaz para darse cuenta de que entre lo que había bajo los gobiernos de la Concertación y lo que proponía la derecha, no había gran diferencia, excepto que ésta pretendía hacerlo aparecer como un gran logro y de pasada, terminar con el salario mínimo.

Lo repetían como un mantra los empresarios, los economistas neoliberales más reputados, la editorial de El Mercurio todos los días, el salario mínimo desincentiva la contratación, especialmente de jóvenes y gente sin capacitación; por tanto, hay que eliminarlo. Y en su reemplazo instaurar un salario familiar al que, parafraseando a Monseñor Goic, le agregarían el adjetivo “ético”, que en el fondo no es más que la suma de todas las ayudas que el Estado otorga a los más pobres.

Bajo los gobiernos de la Concertación, la verdad, no era muy diferente, salvo que para ésta no era la solución a la pobreza en el país, pese a la ortodoxia neoliberal de sus ministros de hacienda a la hora de sentarse a negociar el salario mínimo con la CUT todos los años. Y por esa razón, la extensión de los márgenes de la focalización del gasto social no invalidaban, para ésta, la definición del valor del salario mínimo, por muy insuficiente que fuera.

Por eso, también, la derecha podía decir el 2010 que iba a continuar la obra de la concertación. Ésta le sacó todo el provecho posible al modelo, creó mucho dentro de sus márgenes, pero llegó hasta el límite.

La derecha no tenía mucho más que inventar. Por eso se declaraba continuadora, tal como lo hizo la concertación respecto de las posibilidades que el modelo creado por la dictadura ofrecía en los marcos de un alto crecimiento económico y en los albores de la globalización. Considerando esta viscosidad del panorama político pos concertacionista, era natural preguntarse qué tanto cambiarían las cosas bajo un gobierno de la Alianza, especialmente por su influencia en la definición de las políticas públicas de los gobiernos anteriores a través de sus centros de estudio, representados en los comités y paneles de expertos y de sus propios partidos, gracias a su sobrerrepresentación en el Parlamento y “la política de los consensos”.

El problema no era tanto lo que la Concertación estaba dispuesta a retroceder, por decirlo de alguna manera, sino de qué tanto podría haberlo hecho hacia su programa original de 1989. No era sólo una cuestión de voluntad política. A esas alturas, el problema de la Concertación era cómo ser una alternativa efectiva sin negarse a sí misma ni a su obra de veinte años. Antes de reinventarse, tendría que pasar por un proceso intenso de debate y autocrítica, recriminaciones mutuas y redefinición de su hegemonía.

En ese momento, comenzaba un proceso de redistribución del poder y de las alianzas políticas que le habían dado origen a nuestra interminable transición, como la llamó Luis Maira. En ese sentido, hablar de “un quinto gobierno de la Concertación”, como lo hicieron muchos a comienzos del período de Piñera, resultaba una simplificación grosera y una opinión muy pobre a la hora de definir una táctica para enfrentar este nuevo período.

Las siete modernizaciones y la ofensiva de la derecha

A comienzos del 2011, sin embargo, la derecha mostró sus cartas. Era, a esas alturas, el primer dato nuevo de la situación política. Piñera en una entrevista concedida al diario El Mercurio anuncia “Las siete modernizaciones” y en febrero de ese año es aprobada en el Parlamento la Ley de Calidad y Equidad de la Educación, obra del gabinete de Joaquín Lavín, anunciada después de un proceso de negociación con el Colegio de Profesores, abortado por el propio gobierno.

Ésta flexibilizaba extraordinariamente el Estatuto Docente introduciendo más evaluaciones, nuevas atribuciones a los directores en las contrataciones y los despidos y hasta en la determinación de las rentas y acababa con el Ingreso Mínimo Docente.

Se incorporaron dos importantes cuadros de los partidos de derecha, y parlamentarios en ejercicio al momento de su nombramiento, al gabinete –Andrés Allamand a Defensa y Evelyn Mathei en Trabajo y Previsión Social- y salió Jaime Ravinet, el único democratacristiano (o ex dc) que había en el gobierno. Todo indicaba entonces  que empezaban a gobernar en serio.

Joaquín Lavín convoca la conformación de un panel de expertos o comisión técnica para elaborar propuestas de reformas a la educación, presidido por uno de los mejores cuadros de la derecha, el economista del CEP Harald Beyer, y que avanza en propuestas sobre carrera docente y administración del sistema de educación pública de propiedad del Estado. En el comité de expertos que nombró Lavín, estaba el infaltable J.J. Brunner y varios ex ministros de los anteriores gobiernos.

El informe del panel resultaba peor que decir "privatización de la educación". Se trataba de la destrucción definitiva de lo poco que queda de sistema nacional de educación; era el resultado de la política de los liberales y curiosamente, el paraíso de los conservadores. La concertación algo tendría que decir al respecto pero le resultaría más que complicado en tanto era una profundización de lo que ya había hecho mientras fue gobierno y en ciertos aspectos, la continuidad del acuerdo de los brazos en alto.

Como no podrían haberse declarado opositores por cuestiones políticas, programáticas o hasta doctrinarias, apelar a cuestiones éticas como la denuncia de  los conflictos de interés y de “la letra chica” con la que efectivamente iban todos los proyectos de ley que enviaba el Poder Ejecutivo al Parlamento, resultó bastante razonable y cómodo.

Pero no iba a resultar sustentable. En efecto, aprobaron en medio de un mar de recriminaciones mutuas la ley de calidad y equidad de la educación de Lavín, de manera que les resultaría complicado opinar y actuar respecto de las conclusiones del comité que armó para hacer propuestas sobre nueva administración de la educación pública o referirse a las intenciones de introducir más normas de flexibilidad laboral, como ya las contenía la ley de calidad y equidad en el caso del magisterio, para el resto de los trabajadores del país.

Obviamente si se podía hacer con el magisterio, que es un gremio poderoso, con miles de socios en todo Chile y capacidad de movilizarse, eventualmente se podría hacer cualquier día con los demás sectores de trabajadores e introducir la flexibilidad laboral, que es una de las famosas modernizaciones que anunciaba Piñera a comienzos del 2011.

El problema de dirección política que cruza a la oposición, a esas alturas del gobierno de Piñera, es fenomenal; tan confuso es su estado, que la ofensiva de la derecha para profundizar el modelo parece irreversible. Ello, a su vez, hace que aquella crisis de dirección se siga profundizando; pues excepto la izquierda, que siempre había sido contraria al modelo neoliberal, la oposición aparece sin política.

La socialdemocracia y el “progresismo” estaban pasando por un momento muy similar al de la izquierda de fines de los ochenta. A ésta se le cayó el muro de Berlín. A la socialdemocracia, Wall Street. En Chile la esperanza de regular el modelo neoliberal. Ya no tenía política lo que se expresaba en el debate opositor, la discusión al interior de los partidos, en sus publicaciones y el trabajo de sus centros de estudio.

No es solamente una cuestión doctrinaria o política. Esa fractura cultural que cruzaba a la concertación entre liberales y socialdemócratas es incluso generacional: los viejos cuadros de izquierda de la Concertación que se formaron en la década del setenta, que lucharon contra la dictadura, no tienen nada que ver con sus epígonos liberales de los años noventa y quizás hasta ni siquiera reconozcan su paternidad.

Entre otras, la agenda liberal de la Concertación consistió en haber hecho de la “democracia” -partidaria en este caso- y de la convivencia y el debate al interior de la izquierda, algo en que todo vale. “Todo vale porque no tenemos dogmas de fe”.

El resultado de la última elección presidencial demostraría que en ese caso es intrascendente que exista, pues como toda vale, podrían estar en cualquier posición y defendiendo cualquier causa, incluso con las empresas transnacionales y proyectos  que destruyen el medioambiente –que es el caso, por ejemplo, del ex ministro y militante del PPD Daniel Fernández, miembro del directorio de Hidroaysén- o asesorando al ministro de educación en el diseño de políticas de privatización y desarticulación del sistema escolar.

La concertación, en esas circunstancias, mejor que se olvidara de volver a ser gobierno algún día. En caso de hacerlo, lo haría sólo para entregarle el gobierno a la derecha nuevamente sin modificar en nada el orden de cosas actual, transformándose en una burocracia sin contenido. Su única alternativa, transformarse en algo diferente, lo que por ejemplo Océanos Azules, el equipo a cargo de la elaboración del programa de Frei planteaba, llamando a constituir un nuevo referente que agrupara a la centroizquierda y a los movimientos ciudadanos, y que es también lo que desde ese momento empezaban a plantear el Partido Radical y el PPD.

Esta  crisis en la  dirección política de la oposición se reproducía casi idénticamente en el movimiento social, expresándose en un estado de inmovilismo y despolitización alarmante.

Subía el precio de los alimentos; la locomoción; había miles de despidos en la administración pública; el gobierno no ocultaba sus intenciones de privatizar la educación y la salud, vender ENAP, las sanitarias, ojalá CODELCO, etc. y eso no se resolvería a esas alturas introduciendo un par de regulaciones. En ese momento llegó la hora de adoptar posiciones más políticas y dejar de atrincherarse en la lucha reivindicativa o críticas de forma al gobierno de derecha.

La irrupción del descontento y la lucha de masas

A comienzos del 2011, se aprobó la construcción de dos centrales hidroeléctricas en Aysén, cuestión fuertemente resistida por las organizaciones ambientalistas y un amplio arco de fuerzas políticas, también por el movimiento estudiantil, y comienzan las primeras manifestaciones de masas importantes bajo el gobierno de Piñera, las que van acompañadas del paro regional en Magallanes  por el alza del precio del gas.

Las movilizaciones contra la construcción de dichas centrales convocan a miles, especialmente jóvenes, tal como estaba sucediendo con el paro regional en Magallanes, en el que incluso participan autoridades municipales como el alcalde de Punta Arenas. Es una tónica que se reproduciría casi idénticamente en el levantamiento de Aysén, caso en el que también se genera una amplia alianza de organizaciones sociales y en este caso, también de fuerzas políticas.

En las marchas contra el proyecto Hidroaysén se hablaba de entre quince y cuarenta mil manifestantes, especialmente jóvenes. Pocos días después, los estudiantes universitarios, primero el 28 de abril y luego, el 12 de mayo, convocan a marchar contra el lucro en educación y por los anuncios que el gobierno, a través del director de la división de educación superior del mineduc, Juan José Ugarte, habría realizado a inicios del año. De hecho, ya en la inauguración del año académico, el rector de la Universidad de Chile, Víctor Pérez, en el mes de marzo, habría expresado sus críticas a la política de educación superior de gobierno frente al mismísimo Presidente de la República, invitado como todos los años a la ceremonia.

El 21 de mayo la CUT llama a movilizarse a Valparaíso con ocasión del Informe al Congreso Pleno del Presidente Piñera y esta vez son más de veinticinco mil manifestantes en las calles del puerto. Además hubo manifestaciones en todo Chile, en Concepción, en Santiago, en Iquique y La Serena. Fue una especie de protesta nacional. Dentro del congreso a Piñera lo interrumpieron siete veces; un grupo de parlamentarios sacó un lienzo contra Hidroaysén y estudiantes universitarios arrojaron panfletos desde las graderías. El día anterior, en Iquique había sido detenido por carabineros el diputado Hugo Gutiérrez -pese a que tiene fuero- en protestas contra la construcción de centrales termoeléctricas.

Las cosas empezaron a cambiar. Resultaba impresionante  ver cómo en tan pocos meses la situación había cambiado tanto. Irrumpieron fuerzas nuevas, específicamente el movimiento juvenil y en especial los estudiantes.

Hasta ese momento, la concertación cae en las encuestas y según éstas, tiene como un setenta por ciento de rechazo. Pese a eso, también según las encuestas, si la elección hubiese sido entonces, la ex presidenta Michelle Bachellet habría ganado por una amplia mayoría. Era la esquizofrenia misma visto desde un punto de vista superficial.

La disputa por la dirección de la oposición, entonces, su puso a la orden del día. Las mismas movilizaciones daban cuenta de eso. Primero, en la conmemoración del 8 de marzo hubo dos marchas, una convocada por la CUT y otra por las organizaciones feministas. La primera con un claro contenido político de oposición al gobierno  y a su proyecto de falsa extensión del pos natal, a la que fueron unas cuatro mil personas. La otra, con un contenido más centrado en los aspectos culturales de la agenda feminista y con una convocatoria similar.

La marcha de la CONFECH el 12 de mayo –a la que llegaron veinticinco mil manifestantes- estuvo precedida por una manifestación contra Hidroaysén y al 21 de mayo, aparte de la convocatoria de la CUT a Valparaíso, en Santiago organizaciones ambientalistas también convocaron lo suyo en la comuna de Lo Prado. La frontera entre unos y otros resultaba ser  muy tenue y la relación bastante porosa. Los mismos que se manifestaban contra la agenda laboral del gobierno, participaban en las marchas contra hidroaysén y viceversa. Los partidos de la concertación deambulaban entre una cosa y la otra y la izquierda que estaba fuera de la concertación representada por el Partido Comunista, pequeñas agrupaciones de militantes escindidos del PS fundamentalmente y colectivos universitarios de diverso tipo, tampoco eran capaces de darle centralidad, una unidad de dirección a este proceso.

Así las cosas la movilización social que era el elemento nuevo de la situación política, pudo ser una golondrina de verano solamente o dar paso a la configuración de un potente movimiento de oposición en Chile. Esa era la disyuntiva a comienzos del 2011.

Crisis de la derecha e inmovilismo del gobierno

A esas alturas de su mandato, antes incluso de la mitad de su período, Sebastián Piñera estaba en su nivel más bajo de aprobación. En principio, nada que debiera asustar mucho a la derecha. Nunca se ha caracterizado por hacer gobiernos de mucho rating. Es más, siempre han gobernado contra la mayoría, y de hecho lo había advertido el propio Piñera en la misma entrevista a Raquel Correa en que anunciaba las siete modernizaciones. Eliminación del 7% de cotización en salud para los jubilados, extensión del posnatal, reconstrucción, reformas a la educación, en todo orden de cosas la derecha ya había mostrado sus cartas.

Un dato relevante de la situación política además que se empezaba a hacer evidente para todo el mundo eran las diferencias que se acentuaban al interior de la Alianza. A lo largo de todo su primer  año y medio de gobierno, Piñera había tenido problemas con la UDI y RN, primero por el nombramiento de sus ministros, por el fondo para la reconstrucción posterremoto; por su actuación en la caída de la intendenta de la VIII región, Jacqueline Van Ryselberghe, conspicua militante de la UDI; por la ley de uniones civiles entre homosexuales.

En esas circunstancias, citó a los presidentes de todos los partidos -de gobierno y de oposición- a La Moneda porque estaba preocupado "de la calidad de la política•". Decía que el país está bien, que habría sido la política la que estaría mal por la incapacidad de los partidos, de gobierno y oposición, de llegar a acuerdos. El punto es que la posibilidad de llegar a acuerdos no tenía que ver solamente con sacar adelante su agenda legislativa, y que ya se estaba empezando a complicar por el comportamiento de la oposición en el senado durante la tramitación del proyecto de extensión del pos natal.

Pero toda esta nueva situación política tiene otro componente importante, que es lo que pasaba al interior de la Concertación, probablemente como resultado de estos llamados del gobierno. Parecía en ese momento que la disputa entre quienes estaban por la democracia de los acuerdos y los sectores más reacios a negociar con la derecha después de su derrota, se empezaba a manifestar con más fuerza.

Por esos días Pablo Zalaquett, el alcalde fascista de Santiago que había ordenado el desalojo de las tomas de liceos que junto a las movilizaciones de los estudiantes universitarios se empezaban a extender como reguero de pólvora, le pidió al gobierno que enviara la ley sobre cambios a la administración municipal de la educación antes de septiembre, plazo comprometido con la oposición, porque de esperar a esa fecha, ya estarían tomados todos los liceos de Chile. Además –postulaba- para que los estudiantes comprueben que están solos, porque tampoco los partidos de la concertación habrían sido contrarios a la privatización, como lo comprobaba, en principio, lo resuelto en el panel de expertos nombrado por Lavín.

Sin embargo, la política de los acuerdos, que en los inicios de su gobierno Piñera había llamado a reeditar, se quedaba cada vez con menos espacio. El 16 de junio de ese año, la CONFECH y el Colegio de Profesores convocan a la que es considerada la marcha más importante desde el retorno a la democracia. Los medios hablaban de setenta mil personas en Santiago. Los organizadores, de cien mil o ciento veinte mil.

Según sus cálculos, en todo Chile marcharon unas trescientas mil personas. Veinte mil en Concepción, diez mil en Valparaíso, seis mil en Iquique, etc. En ese momento, ya había como quinientos liceos tomados, lo mismo las universidades, prácticamente todas en paro y/o toma, incluyendo algunas privadas. Por esos días, además, estalló el escándalo por los fraudes de la multitienda La Polar, con las tarjetas de crédito y las repactaciones unilaterales que inflaban de modo ficticio los balances de la empresa, amenazando una quiebra inadvertida además por las calificadoras de riesgo como PWH que afectaría incluso a accionistas como las AFP’s.

Todo este cuadro dantesco para el gobierno -movilizaciones contra Hidroaysén, protestas contra sus políticas educacionales, escándalo en el reatil, sumado a que su agenda legislativa se le complicó- lo sumen en una profunda crisis.  En esos días, se lo vio sumido en el marasmo, sin capacidad de maniobra, sin iniciativa política, haciendo llamados a la unidad nacional que no los acogía nadie.

Se empezó a hablar de cambio de gabinete, que es lo único cosa que podría hacer para salir del atolladero.

El mejor escenario posible para la oposición. Pero en ésta el panorama, a esas alturas, todavía no está del todo claro. Camilo Escalona, el ex presidente del PS, en una entrevista al diario La Tercera dijo, por ejemplo, que era un error tratar de meterse en las movilizaciones para conducirlas, mientras al otro día los senadores y diputados socialistas presentan una propuesta de reforma constitucional para prohibir el lucro en educación y para que el Estado pueda administrar y financiar un sistema educacional de su propiedad. Justamente, las cosas que transaron con la derecha el 2007 en la Ley General de Educación.

Los presidentes de los partidos de la Concertación se juntaban todas las semanas, y mientras tomaban algún acuerdo, afuera había diputados, senadores, vicepresidentes y dirigentes de partido declarando que había que ponerle punto final.

A eso hay que agregar que en estos días todos reconocían que en materia de educación no hicieron gran cosa, que mantuvieron la municipalización de la educación escolar y que la LOCE la tuvieron que reformar obligados por la presión de la Revolución Pingüina el 2006. 

Sin embargo, lo que estaba pasando sería importante en la definición de la dirección de la oposición. Al comienzo del gobierno de Piñera, la concertación estaba en la disyuntiva de  dialogar o no dialogar, si llegar a acuerdos o no. El primer año, le había todos aprobado todos los proyectos de ley, entre otras cosas, presionada por la cercanía del terremoto del 27 de febrero del 2010. El año 2011, en cambio, se empieza a poner más difícil.

Su posición frente a la propuesta de  sueldo mínimo del Ministerio del Trabajo, extensión del posnatal,  las declaraciones de la presidenta del PPD frente a la propuesta de desmunicipalización del Colegio de Profesores, dan la impresión de que la política de los acuerdos ya no tiene espacio posible.

La politización del movimiento

Todo el mundo estaba sorprendido con lo que estaba pasando. La situación era muy compleja y por consiguiente, para las organizaciones sociales y los partidos, muy difícil definir las consignas, las plataformas, decidir si hacer una marcha, una concentración, el tamaño del escenario, cuántos volantes imprimir, cómo enfrentar la seguridad de los actos, cómo comportarse frente a los provocadores, etc. Una de las características del movimiento era que se mezclaban demandas muy corporativas, reivindicaciones económicas, con cuestiones muy profundas y que se refieren a los cimientos del modelo.

Esto pasaba, probablemente, producto de la misma naturaleza del sistema, que se basa en la separación más radical del Estado y la sociedad civil. La demanda era, entonces, que el Estado se haga responsable de la provisión de derechos económico sociales que el mercado, por su propia naturaleza, no garantiza y mientras no lo haga, que provea de las ayudas necesarias. De esa manera, no tiene nada de raro que la demanda fuera del arreglo de la llave que gotea porque la universidad, por poner un ejemplo, no tiene recursos suficientes, hasta el reconocimiento de su carácter.

Es lo que expresa la demanda por más aportes basales para la universidad, contra el lucro en la educación superior o de desmunicipalización del sistema escolar hasta gratuidad y fin al copago. El equilibrio era inestable y el comportamiento del movimiento de masas bastante impredecible (eso lo comprueba incluso la masividad de las movilizaciones).

Se expresaba un gran hastío con el modelo en lo que se refiere a su forma de concebir a la educación como “un bien de consumo”, que es lo que planteó Piñera en una intervención extraordinariamente desafortunada e inoportuna para los intereses de sus representados, y que se extiende a la mercantilización de las relaciones sociales en general. El sentimiento opositor y el rechazo del gobierno se expresaba en la calle y también en las encuestas y prácticamente en la misma medida, también con la concertación, que tranzó con la derecha incluso más de lo que ésta esperaba, producto de su estrategia de transición pactada y su política de los consensos.

Probablemente uno de los elementos novedosos de todo esto, es que se expresa a lo largo de todo el 2011 una demanda muy fuerte por participación. Ya nadie iba a tolerar un acuerdo entre la derecha y la concertación como el del 2006 y que fue el resultado de la Revolución Pingüina. 

No se trataba solamente de una coyuntura especial. Era el cuestionamiento de la democracia de los acuerdos y de los resultados de la supuestamente “exitosa” transición a la democracia, lo que se expresaba. Se trataría entonces de un cambio histórico de grandes proporciones y no sólo de una coyuntura especial o de un golpe de suerte de la oposición.

Por primera vez en más de veinte años, se desarrolló un paro de los trabajadores de planta de CODELCO, según informaban los sindicatos con una adhesión del cien por ciento en las divisiones de Chuquicamata, Ventanas, Gabriela Mistral, Radomiro Tomic, etc. Ni siquiera la prensa oficialista desmintió los números e incluso, el ministro de minería, Laurence Golborne, tendría que decir que el gobierno no piensa privatizar el cobre y que está dispuesto a sentarse a conversar con los sindicatos.
Todos los medios recuerdan que la última paralización de los trabajadores del cobre, fue en la dictadura.

Comienza a hablarse, entonces, de la necesidad de reformas políticas, unos con más convicción que otros, unas más profundas que otras; pero a fin de cuentas, todo apunta a que haya un cambio. El que todo el mundo empieza a sugerir, unos en voz alta, otros en murmullos, es el cambio al sistema electoral binominal, el que hasta ese momento había sido una de las principales banderas del Partido Comunista, al que su Presidente Volodia Teitelboim había catalogado años  antes, de cerrojo de la Constitución pinochetista.

Este debate sobre las reformas políticas y en primer lugar, al sistema electoral, desata una dinámica al interior de los partidos, de gobierno y oposición, de debate entre estos y de elaboración de propuestas que traspasan incluso las fronteras de cada coalición.

En esas circunstancias, las críticas ya no son sólo al Gobierno de la derecha; son también al carácter que tuvo la transición; y las dos coaliciones hegemónicas y que la protagonizaron –derecha y concertación- caen en la razón directamente proporcional. El sistema político, tal como se había desarrollado en este período se halla fuertemente cuestionado aun cuando no se vislumbren todavía propuestas alternativas.

Roberto Méndez, presidente de Adimark y que es un observador al milímetro de la situación política, planteaba que habría riesgo de grandes estallidos sociales de no hacerse algo, mientras que Carlos Huneuss, director del Cerc, que el tiempo de la concertación se acabó. ¿Para qué? Para abrirle paso a un acuerdo de nuevo tipo. Ambos analistas, señalaban el agotamiento de la política de los acuerdos y de las alianzas que la sustentaron, uno para señalar el riesgo que esto implicaba para la gobernabilidad y el disciplinamiento de los movimientos sociales y el otro, la necesidad de buscar un acuerdo que restableciera la estabilidad que, el primero, señalaba en peligro.

A su vez, las encuestas señalaban la impopularidad y el desprestigio del Parlamento entre la ciudadanía. Así las cosas, con las dos coaliciones que cogobernaron por veinte años siendo objeto del más profundo desprestigio, una mala evaluación ciudadana de gobierno y oposición; y con un Parlamento sin legitimidad como para resolver acerca de la crisis que estaba en pleno desarrollo, la idea del plebiscito empieza a abrirse paso.

Sonaba en las marchas, lo dicen los dirigentes de muchos partidos, hasta el senador independiente por Magallanes, Carlos Bianchi. Justamente, una demostración de la incapacidad del sistema político de resolver las contradicciones que el capitalismo neoliberal genera.

El discurso autonomista, antipartidos, se instala con fuerza y no sólo entre los jóvenes. Con la crisis profunda de los partidos de la concertación y su incapacidad para resolver una posición y del sistema político para dar cauce y solución a las demandas de los movimientos sociales, ese discurso es pretexto para cualquier cosa.

En efecto, va dejando una estela de apoliticismo en el camino que se expresa en sectarismo, populismo y es caldo de cultivo para los discursos fascistoides de todo tipo. En ese sentido, el anticomunismo se expresa de manera burda, chabacana y en sus versiones más radicalizadas, en agrios ataques hacia los dirigentes de las organizaciones que encabezan este movimiento como la presidenta de la FECH, Camila Vallejos o el presidente del Colegio de Profesores, Jaime Gajardo.

La contraofensiva del gobierno,  viraje a la derecha y desorden en las coaliciones hegemónicas de la transición

La central adelantó el paro que había convocado el primero de mayo para el mes de octubre, para el mes de agosto. Los preparativos, como asambleas, mesas de concertación territorial en las comunas y barrios, las huelgas de trabajadores de la salud municipalizada, portuarios, trabajadores subcontratados del cobre y el permanente estado de crispación de los empleados públicos, sumados al paro de los trabajadores de planta de CODELCO, agudizan el estado de agitación y hacen más amplio su significado.

Esa aparición de los trabajadores y el movimiento sindical, aun cuando son objeto de un cerrado cerco informativo, actúa como un nuevo impulso de la lucha de masas. En el caso del magisterio, el Colegio de Profesores de Chile ejerce como un articulador de la amplia alianza social que se estaba gestando, entre estudiantes, trabajadores, profesores y ambientalistas. Es la alianza que se expresaría en la Mesa Social Por un Nuevo Chile, constituida alrededor de la CUT y en la que están todos estos sectores representados.

En ese momento, el Gobierno, a través de una cadena nacional de radio y televisión en la que aparece el presidente Piñera dando un discurso, flanqueado por un hierático Lavín, hace su primera propuesta, llamada Gran Acuerdo Nacional por la Educación o GANE. Pomposo nombre que no logra detener el movimiento y que no conmueve a muchos excepto a las huestes piñeristas.

En efecto, el movimiento después de los anuncios de Piñera, que en los hechos significa que el gobierno aparentemente empezaba a salir del marasmo, metía cuñas en el movimiento –por ejemplo entre los estudiantes universitarios y el Consejo de Rectores- y generaba posibilidades de que sectores de la oposición llegaran a un acuerdo con él, sigue desarrollándose, expresándose y creciendo. Las marchas son de la misma masividad, las tomas no se bajan y se fortalece la unidad del movimiento social, entre trabajadores, profesores y estudiantes.

Las recriminaciones mutuas entre dirigentes y autoridades de gobierno, se acumulan y suben de tono. En la marcha que se desarrolla poco después de los anuncios de Piñera, el alcalde de Santiago, que actuó en todo este tiempo como vocero de lo más reaccionario de la Alianza, de hecho, hace públicas sus críticas al intendente de la RM y al Ministro del Interior subrogante, Rodrigo Ubilla, por no haberla reprimido en tanto ésta no contaba con autorización.

La pelea al interior del gobierno y la derecha era aplicar más represión o sentarse a negociar porque después de los anuncios de Piñera, las cosas siguieron igual o peor para el Gobierno. Era como un revival de la dictadura en el año 1985, en pleno estado de sitio.

La derecha, además, no iba a considerar siquiera una solución como la de la administración de la Presidenta Bachelet de conformar un consejo con representación de los partidos políticos y las organizaciones sociales y que fue su manera de resolver la crisis que provocó la Revolución Pingüina.

La única posibilidad que les queda entonces, es cooptar a un sector de la oposición, para lograr un acuerdo, que por lo demás, y así como estaban las cosas, no iba a tener ninguna legitimidad. La única diferencia con ocasiones anteriores, es que de llegar a acuerdo con el gobierno, cualquier sector de la oposición que lo hiciera, cruzaba la línea definitivamente. El costo político sería altísimo.

Sin posibilidades de llegar a algún acuerdo con la oposición, el gobierno, recurre nuevamente al cambio de gabinete que no es otra cosa que la expresión de un reordenamiento interno de fuerzas de su coalición. La UDI le volvió a enmendar la plana a Piñera. Incorporaron a dos cuadros históricos del gremialismo y que al igual que en el caso del enroque anterior, eran parlamentarios en ejercicio: Pablo Longueira y Andrés Chadwick en ministerios importantes y de pasada, aunque cayera definitivamente y abortara su  opción presidencial, salvaron a Lavín de una salida deshonrosa poniéndolo a cargo de la cartera de desarrollo social.

Cooptar a dos senadores de la UDI es además una demostración de decisión política, de disposición a soportar críticas  e incluso volver a pagar un costo en popularidad, con tal de sacar adelante el programa, que era lo que clamaban El Mercurio y el Instituto Libertad y Desarrollo todos los días. Este hecho además, reedita a los senadores designados. La constitución de Pinochet establece un mecanismo para reemplazar a los parlamentarios que salgan y ese mecanismo no es realizar elecciones complementarias, claramente un mecanismo profundamente antidemocrático. El cambio de gabinete es expresión de un viraje a la derecha, más a la derecha.

Lo que estaba pasando sólo sería comparable a la lucha contra la dictadura. A fines de este mes, julio del 2011, habría un paro de trabajadores de la salud municipalizada y en el mes de agosto un paro nacional que convoca la CUT. Un elemento interesante y que le pone cierta dosis de novedad a todo lo que estaba pasando, son los paros comunales y regionales, primero en Magallanes y más tarde en Calama. Todo indicaba que efectivamente la una situación era bastante complicada.

Las marchas fueron  violentamente reprimidas; está el caso de la infiltración demostrada con fotos y videos de carabineros en las movilizaciones, las escuchas telefónicas.

Se está expresando, en ese momento y de la manera más elocuente, el carácter del sistema político que nos legó Pinochet. Por esa razón, probablemente, todo el mundo habla de plebiscito vinculante y de reforma al sistema binominal. Pero aparentemente un elemento que le falta a la crisis política que está en pleno desarrollo, además de movilización callejera y lucha de masas, son contradicciones al interior del bloque dominante.

Viéndolo desde una perspectiva dogmática, en ese caso no pasaría de ser una coyuntura favorable para la izquierda que por veinte años denunció el carácter clasista y antidemocrático del sistema educativo y luchado por el aumento del gasto fiscal en educación, la democratización de los organismos que deciden la política educativa o la desmunicipalización del sistema escolar. También para la oposición de centro, representada por los partidos de la Concertación en tanto se generaban mejores condiciones para su retorno al gobierno el 2013 e incluso para el movimiento social, respecto del cumplimiento de algunas de sus reivindicaciones, por ejemplo en lo referido a las reformas al CAE y la asignación de créditos y becas.

Pero por todo lo dicho hasta aquí, la situación era mucho más compleja. Porque aun cuando no hay contradicción o contradicciones importantes, lo que sí hay es dispersión, y mucha. Los partidos de derecha disputando la hegemonía de su alianza, debatiéndose entre la negociación y la represión, y la concertación deambulando entre la política de los acuerdos y la intransigencia.

La oposición rechaza la propuesta de acuerdo nacional de La Moneda

En Chile, las cosas están en este momento como para leer los diarios al minuto. Esta es una verdadera crisis política. El 27 de julio del 2011, el Presidente de la República, Sebastián Piñera Echeñique, había citado nuevamente a los partidos políticos a una reunión en La Moneda en la que los presidentes de la Concertación lo dejaron plantado. Sus declaraciones fueron del tenor "...el eje cambio...ya no se trata de acuerdos entre los partidos políticos, hay que considerar la opinión de las organizaciones sociales..."  conducidas en su gran mayoría por la izquierda y el Partido Comunista principalmente.

El acuerdo nacional que propuso Piñera, no lo acogió nadie, excepto los partidos de su propia coalición. Si su propuesta ya estaba medio muerta a esas alturas, se impone naturalmente un acuerdo con las organizaciones sociales que implica precisamente retroceder en su agenda. En todo orden de cosas estaba pasando eso. Por ejemplo, ese mismo día en la mañana se reunía el presidente de los trabajadores de planta de CODELCO, Raimundo Espinoza, con la dirección de la empresa la que daba garantías de que no se abriría a la bolsa la venta de acciones del yacimiento Gabriela Mistral que era el paso previo a su privatización.

El Ministro de Educación, Felipe Bulnes, como ya se había hecho habitual, después de varios tiras y aflojas con el mismísimo gabinete de la presidencia –según los periodistas de palacio- había aceptado reunirse con las organizaciones sociales que encabezaban las movilizaciones, cuestión a la que se había resistido hasta entonces: Colegio de Profesores, CONFECH, CONES y ACES asistirían junto a asistentes de la educación, padres y apoderados, a las cuatro de la tarde a las oficinas del mineduc el día siguiente.

Cuál va a ser el tema de esa reunión, y que es lo que el ministro Felipe Bulnes quería evitar, si la solución va a ser lo propuesto por Piñera en cadena nacional o la propuesta de un Acuerdo Social por la Educación Pública que era el resultado de meses de movilización callejera, asambleas, debates y reuniones de la Mesa Social que  los agrupaba a todos. No se vería muy estético que un grupo de sindicalistas y dirigentes estudiantiles le digan al gobierno que archive la propuesta que hizo el Presidente de la República en cadena nacional. Tampoco, al menos para ellos, que la oposición por muy confundida que estuviese, no le tirara un salvavidas que es lo que estaba pidiendo a gritos.

El 4 de agosto de ese año, se desarrolló una enorme protesta nacional que comenzó por la mañana con una marcha convocada desde la Plaza Italia por los estudiantes secundarios y que fue transmitida en directo por todos los canales de televisión en un horario destinado exclusivamente a dueñas de casa. La represión fue brutal. La protesta continuó por la tarde con una nueva marcha no autorizada y un caceroleo convocado por el presidente de la FEUC, Giorgio Jackson, y la presidenta de la FECH, Camila Vallejos, en horas de la mañana.

El parecido con las protestas nacionales de los años ochenta era asombroso. Piquetes y mitines a lo largo de toda la Alameda y en los barrios periféricos, barricadas y apagones. El ex presidente Eduardo Frei dio una entrevista a La Nación de Argentina donde sostuvo que el país estaba al borde de la ingobernabilidad, ocasión en que el pintoresco presidente de RN, Carlos Larraín, realizó sus históricas declaraciones en el consejo nacional de su partido "...no nos van a doblar la mano una manga de inútiles subversivos..."

Lo otro que dijo Larraín por esos días "...le  tengo pánico a un plebiscito..." Por supuesto, porque si se consultara la opinión de la gente, se acaba su sistema educacional, su sistema previsional y de salud y hasta la constitución de Pinochet. Agregó como broche de oro, en tono irónico por supuesto, que se le podría consultar a Chávez o a Evo, acerca de los plebiscitos, dejando en evidencia que hay gobiernos democráticos en América Latina, que es posible y junto con eso, el tipo de gobierno que es el de Piñera y su coalición.

La movilización estaba dejando en claro el tipo de institucionalidad política que tenemos, profundamente antidemocrática y por tanto, incapaz de resolver con un sentido de equidad social, con participación ciudadana y de soberanía nacional, los grandes problemas que tiene la gente y las contradicciones que genera el modelo.

Pero todo tiene un límite, todavía más la institucionalidad política pinochetista, que es lo más rígida y excluyente que hay y la sociedad  de mercado que se había constituido en los últimos veinte años.

De seguir profundizándose la crisis e intensificando la presión de la movilización de masas, las cosas se complicarían para la concertación. No podrían evitar poner las cartas sobre la mesa, que es en parte lo que empezaron a hacer. Ricardo Lagos, declaró que estas movilizaciones eran una oportunidad para terminar con el veto de veinte años que ejercía la derecha para cualquier reforma. Otro liberal, Andrés Velasco, en ese momento se declaró disponible para una candidatura presidencial de la Concertación y se empieza a discutir ya la conformación de la lista opositora para enfrentar la elección municipal del año siguiente.

Todo indicaba  que era el epílogo de la estrategia de transición pactada y junto con ella, de una de las coaliciones que le había dado sustento, lo que se expresaría tiempo después en el surgimiento de un variado elenco de competidores para la primaria en que se dirimiría el candidato presidencial de la oposición. Mientras tanto se siguen sumando sectores a la movilización.

Lo que estaba pasando al interior de la Concertación y “el progresismo” era tremendo: la socialdemocracia que en gran parte del mundo adoptó el liberalismo con diferentes nombres y modalidades  –algunos por comodidad, otros por arribismo, otros por convicción- se comporta de manera errática. Da la impresión de que no pueden retroceder un milímetro o no quieren hacerlo de sus profesiones de fe liberales, individualistas, fatalistas.

Lo que pasaba era  como para que se levante algún proyecto de desarrollo más democrático que el neoliberalismo. Tal como en los años treinta con el Frente Popular o en los sesenta con la “Revolución en Libertad” de la DC. Pero eso no sucede. Frente a la postura del plebiscito para solucionar la crisis, su presidente declaraba que  bajo ninguna circunstancia. Lo mismo el senador Andrés Zaldívar, no así su bancada de diputados y uno que otro senador.

En el caso del PS y los radicales también se manifestaban a favor del plebiscito y eso los tiene permanentemente al borde de dividirse, o a lo menos eso parecía. Pero lo que declaran, no se expresa en su actuación política, salvo en el caso de algunos dirigentes sociales.

Y en esas circunstancias, lo que por todo lo dicho hasta acá tenía la apariencia de un empate entre el movimiento popular – organizaciones  y movimientos sociales, el Partido Comunista y pequeños colectivos de izquierda  universitaria, ambientalistas, etc.-  y el gobierno, aparentemente no tiene solución.

Lo que mantiene las cosas en este estado de aparente empate que no tiene solución en los marcos de la institucionalidad política pinochetista, es la indefinición del centro político, representado por la concertación y la falta de política de la socialdemocracia y la centroziquierda.

De esta manera, la única forma de resolver este empate es hacer lo que hacía rato el alcalde fascista de Santiago pide, sacar a los militares a la calle, como lo hizo Onofre Jarpa en 1983. Esa es la derecha democrática después de veinte años de transición. La misma derecha fascistoide que apoyó a Pinochet.

En momentos como éste, que sólo un par de meses antes no parecía más que una coyuntura complicada, los actores políticos dejan de hablar con eufemismos y dicen las cosas tal como las conciben. Se discute lo esencial, la historia reciente y la no tan reciente del país y es tan así  que es imposible en apariencia un acuerdo que deje a todos, aunque sea  parcialmente, satisfechos.

La derecha obviamente que se fue poniendo más intransigente. El tercer paquete de medidas propuesto por el gobierno, ya con Bulnes de Ministro, incluso antes de darlo a conocer a las organizaciones sociales, lo anuncia como proyectos de ley que van a ir entre ese y el mes siguiente al parlamento. Resulta obvio que las medidas no son propuestas para las organizaciones sociales sino un mensaje a la oposición para sentarse a conversar y llegar a algún acuerdo.

La derecha no está dispuesta a retroceder un solo milímetro aparentemente. Todo esto iba a llevar eventualmente a la constitución de un bloque de oposición más consistente que debía plantearse las tareas democratizadoras postergadas por veinte años y que se reclamaban desde las calles: Reforma y democratización de la educación; reforma tributaria y de la institucionalidad política, cambio constitucional, del sistema electoral y hasta una Asamblea Constituyente. En el intertanto, quizás,  el surgimiento de algún tipo de populismo difícil de catalogar o de definir.

La concentración familiar del Parque Ohiggins y el paro nacional del 24 y 25 de agosto

El 14 de agosto de 2011 fue la concentración más masiva de la que se tenga recuerdo en Santiago, a lo menos en los últimos treinta años. Un millón de personas aproximadamente asisten a la convocatoria de la Mesa Social. La gente entraba y entraba al elipse del Parque O'higgins. Una cosa que llamaba la atención de todos estos meses de movilizaciones es la ausencia de banderas del NO. 

La última concentración conmemorativa, el año anterior en Valparaíso, no congregó a más de doscientas personas. Habían pasado más de veinte años desde entonces. Los que protagonizan las movilizaciones actuales, en su gran mayoría, eran muy niños o no nacían todavía.

Da la impresión de que el plebiscito del 88 no pasa hoy en día de ser un evento más de los muchos de nuestra historia reciente, pero sin ningún significado especial. Ahora se están cobrando todas las cuentas. Reforma tributaria de verdad, recuperación de la educación pública, nueva Constitución, reforma al código laboral y a las pensiones. Además, todas las promesas incumplidas del primer programa de la concertación, del que como decía Jorge Arrate, ex ministro de trabajo y educación de los gobiernos concertacionistas y candidato presidencial de la izquierda el 2010, no se cumplió más de un diez por ciento.

No tiene mucha importancia a estas alturas tal vez, excepto por el vacío, la nulidad, en que esa sola circunstancia convierte a la Concertación. Por eso ya es cosa del pasado.

Los más viejos recordarían seguramente a Gabriel Valdés el año 1984 en el mismo Parque O'higgins, llamando a protestar en contra de la dictadura. Precisamente por eso el gobierno aparece tan duro en su postura. El Ministro vocero, Andrés Chadwick, declaró después, que con su última propuesta, el gobierno ya había “tirado toda la carne a la parrilla”. O sea, de aquí no nos vamos a mover. ¿Por qué tan duros, sabiendo que probablemente lo único que podrían provocar con esa actitud era echarle bencina a la hoguera? Incluso, ¿que lo más probable es que de esa manera siguieran bajando su popularidad en las encuestas?

Porque eso los tenía sin cuidado. Más importante que un par de puntos en las encuestas, es defender el negocio. Es una cuestión de clase. Esa es la famosa lucha de clases que para muchos ya no existe desde 1989. Si la derecha y los liberales se oponen a que haya educación pública, escuelas fiscales financiadas por el Estado, bien equipadas y gratuitas en todos los barrios de Chile, es porque el negocio de la educación particular con subvención del Estado, se hace inviable. Ciertamente que recubren y adornan esta posición de clase con retórica liberal, como la libertad para elegir, hasta el emprendimiento privado y cosas por el estilo. Piñera acuña de hecho un nuevo concepto en el arsenal de sandeces liberales "la sociedad docente".

¿Sólo por eso la derecha no se mueve de su posición? Los más reaccionarios, probablemente sí. Hacía rato que la UDI lo venía diciendo, sacar adelante el programa de gobierno y no dejarse amedrentar. Pero llevar las cosas a este extremo, obligaría a los partidos de centro a definirse. En eso consistía la táctica de la derecha en esa coyuntura: ganarse definitivamente a un pedazo que les permita sacar adelante esto en el Parlamento, de manera que aun cuando sea lo más impopular del mundo, pueda reprimir a los trabajadores y los estudiantes y echarle la culpa de eso a la oposición, que en ese caso serían los comunistas, el movimiento social -o lo que quedara de él- y pedazos que puede que queden de los partidos de la Concertación.

Un par de semanas después, se desarrolla la jornada de paro nacional convocada por la CUT, los días 24 y 25 de agosto.  Es impresionante la masividad de las movilizaciones. El primer día de paralización Santiago, antes del mediodía, ya estaba vacío. Hubo marchas en todas las comunas de miles de personas. En el centro de la ciudad, mitines en todas partes, cortes con barricadas en muchas esquinas, carro lanzaaguas y gas lacrimógeno.

Al día siguiente no se daban cifras de la convocatoria, ni el gobierno, ni los medios, ni la CUT. Al mediodía, la marcha convocada por la central, ocupaba las dos calzadas de la alameda desde San Martín, hasta Cummings, sin contar las columnas que avanzaban desde la Estación Mapocho y avenida Matta. Fue impresionante.

Los medios oficialistas y hasta algunos medios de oposición, dicen "...los estudiantes se tomaron la marcha de la CUT..." minimizando de manera burda la fuerza del movimiento sindical  y el descontento de los trabajadores y el que estos, durante las jornadas de paro, demostraron que no están dispuestos a seguir viviendo de la misma manera en que lo han hecho en los últimos treinta años.

El que medios como La Segunda o radio Agricultura lo dijeran es obvio. Pero en el caso de los medios de oposición, justamente una demostración de sus confusiones, de la ausencia de una línea política y dispersión en la dirección de todo este movimiento.

Los empresarios y la intelectualidad derechista en cambio, entienden muy bien lo que está pasando. El cuerpo de economía y negocios de El Mercurio, señala permanentemente la preocupación de los analistas, los corredores de bolsa y los empresarios, por la situación política. Sumado al escándalo de La Polar, la recesión en Europa y Estados Unidos es -como dijo por esos días Pablo Longuerira - como si estuviéramos sentados arriba de una bomba atómica.

Todos se preguntan, y ahora ¿qué?, porque a las demandas de la central no hay respuesta posible de parte del gobierno. Ni siquiera se la habían dado a los estudiantes. Y mientras gobernó la concertación, tampoco la hubo lo que, entre otras cosas, fue lo que les costó perder la Presidencia de la República. Se intensifica nuevamente la represión. De hecho en la noche de la primera jornada de paro, es asesinado por un carabinero el joven Manuel Gutiérrez en la comuna de Macul.

Esa misma noche es atacada la sede nacional del Colegio de Profesores y es allanada la casa de la alcaldesa de Pedro Aguirre Cerda, la militante comunista Claudina Núñez, en condiciones sumamente extrañas.

Si algo se ganó en estos dos días, es en confianza del movimiento social. Ya nadie va a tener el miedo que tenía hasta antes de las jornadas de movilización a salir a protestar. En segundo lugar, que lo que hasta entonces era lo normal, lo obvio, lo único posible, ya no lo es. Ni el sistema previsional que nos dejó Pinochet, ni el sistema electoral, ni los cobros abusivos de las universidades privadas ni de los bancos.

Las contradicciones históricas de la derecha entre liberales y nacionales, se empiezan a poner a la orden del día. En otros momentos de la historia del país, esta contradicción había sido determinante en el desarrollo de los acontecimientos. A mediados de los sesenta después de Alessandri, a fines de los setenta por la querella entre Leigh y los chicago boys, también cuando empezó la transición. El desarrollo de la derecha es casi un movimiento pendular entre esos dos extremos. El riesgo de una recesión, en el corto plazo el estallido social, encendieron las alarmas entre los nacionales. Piñera es como se dice hoy en día un especulador, un arribista.

Eso es lo que él representa y lo que representan los liberales de diverso signo. Los liberales son los que están obstruyendo una solución, no los nacionales. Esta disputa es la que tiene a la derecha medio complicada, imposibilitada de acordar algo.

Lo decíamos líneas más arriba; Piñera pasó todo el primer año de su mandato peleando con la UDI y con los sectores más tradicionalistas de su partido, con los nacionales. A eso hay que agregar, la polémica por la eliminación del impuesto específico a los combustibles. La UDI se ponía cada vez más agresiva. Incluso el recientemente nombrado ministro de economía, que es uno de los fundadores de la UDI y uno de sus hombres más influyentes, lo dice públicamente, polemizando con el ministro de hacienda.

También por una posible reforma tributaria. Es la pesadilla de los neoliberales. Pero hay sectores en la derecha que lo plantean abiertamente. Algo parecido a lo que le pasaba a los anteriores gobiernos, con la diferencia de que en este caso -o sea, en el caso de la polémica al interior de la derecha- no es una discusión doctrinaria o de principios -como la que había entre socialdemócratas y liberales al interior de la concertación-. Es eminentemente política.

En efecto, siempre hubo, a lo largo de todo el 2011, sectores en la derecha que querían enfrentar el estado de agitación y protesta social reprimiendo para aplicar el programa no importando el costo en popularidad que pudiera implicar. 

Epílogo

Sin embargo, una solución fascista como la que proponía el alcalde de Santiago y su colega de providencia, el felizmente defenestrado Cristian Labbé, no tuvo posibilidades. En esas circunstancias, el problema llegó a Palacio y Piñera se reunió con las organizaciones sociales que protagonizaron las jornadas de movilización más importantes de los últimos veinticinco años.

Posteriormente, se realizó la reunión con el ministro de educación los primeros días del mes de septiembre. No se veía nada de fácil. Primero porque como dijo el presidente de la FEUC es el gobierno el que tiene la sartén por el mango en la mesa, el que pone los plazos y los mecanismos, aun cuando los temas los haya puesto el movimiento social.

En segundo lugar, porque con un gobierno tan desprestigiado e impopular, es difícil negociar alguna cosa. Daba la impresión a veces que les daba lo mismo, porque no tienen gran cosa que perder en el corto plazo y sí mucho que defender en el largo. 

Parece, visto en perspectiva, que todo terminó en un empate.

Las organizaciones sociales y la izquierda habían dicho en todas partes que finalmente es el pueblo -la "ciudadanía"- el que debía resolver a través de un plebiscito, porque el Parlamento carecería de legitimidad. Todas las encuestas dicen, en ese momento, que es el poder del Estado más desprestigiado y no es extraño. No representa a nadie gracias al sistema electoral.

No hay más alternativa, en caso de que ese fuera el lugar adonde se resuelvan las discrepancias entre el movimiento social y el gobierno, que la reproducción del modelo que actualmente tenemos o en el mejor de los casos, algunas reformas menores, si es que no una profundización. Lo otro que ponía difíciles las cosas, es que el distanciamiento de los partidos políticos y los movimiento sociales. La concertación a comienzos de los noventa tomó aparentemente la decisión de dejar los movimientos sociales y volcarse a la administración del Estado.

La ausencia de partidos populares y ni siquiera necesariamente populares y de izquierda, simplemente democráticos, y que representen efectivamente al pueblo y hagan de puente entre la sociedad civil y el Estado o la cosa pública, es la segunda razón de que la negociación con el gobierno sea complicada.

Junto con el fin de la transición, entonces, tendría que haber una renovación de la política y los liderazgos en el movimiento social. Esta sola circunstancia hace que el movimiento social, dada la enorme brecha que lo separa de la política -una de las más importantes obras del capitalismo neoliberal en los últimos treinta años- se transforme en un espacio amorfo y pesimista. No es el movimiento popular que lucha por el poder y la transformación. Es un espacio en el que con fraseología rimbombante y retórica pseudorevolucionaria se anidan las posiciones más reformistas.

Por otra parte, el que no haya habido en todo este período una oposición parlamentaria unitaria y consistente profundiza este distanciamiento y actúa al mismo tiempo como cerrojo del sistema para arrinconar a las luchas del movimiento social en los microespacios de la población, la faena, el liceo o la universidad, sin llegar nunca a plantearse seriamente el problema de la transformación, excepto en un futuro indeterminado y casi metafísico.

La crisis de la concertación con la que parten estas líneas se explican en gran parte por esta razón y señalan la conclusión de un ciclo. Pero decretar este final habría sido diferente con otra Constitución, otro Código del Trabajo, sin municipalización de la educación, etc.

Entre los sectores que hegemonizaron la transición, se abrió entonces un debate acerca del régimen político. El tema es que un acuerdo como el del 89 no se puede reeditar. Tiene que ser más democratizador. Por tanto, incluir las demandas del movimiento social, a los movimientos ciudadanos y toda la diversidad excluida por la transición, que fueron los comunistas, los ambientalistas, los trabajadores y los pueblos originarios.

Se trata de juntar toda la fuerza posible para que la derecha no vuelva a gobernar, ojalá nunca. Pero el problema no es sólo ese. Las medidas neoliberales en nuestro país son tan profundas, tan radicales, que las soluciones no son tan simples ni fáciles.

El problema entonces, para todo el espectro democrático y de izquierda es tener la inteligencia suficiente como para sacar adelante un programa de cambios realizables  y que efectivamente transformen lo que hay en otra cosa, y no puros parches. Probablemente, la regulación es parte de la estrategia, pero no la panacea. Lo que está en disputa son concepciones de hombre y de sociedad y el programa tendrá que ser una mezcla de ambos, regulación y fines.

Todo lo que está pasando, a estas alturas, es interesantísimo. La realidad, después de la administración derechista,  está llena de posibilidades, es bastante impredecible. Pero lo que está claro es que la transición se va a acabar con el gobierno de Piñera y que en el mediano plazo va a haber cambios, muchos cambios.


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