sábado, 15 de febrero de 2014

El debate de una política cultural

Otto Dix. Jugadores de cartas


El debate de una política cultural de la izquierda

En las postrimerías del primer gobierno derechista desde el retorno a la democracia, la sociedad chilena, aparentemente, se está planteando por fin las tareas que se suponía eran de las que tenía que hacerse cargo la transición y los gobiernos democráticos. Resulta curioso que habiéndose  postergado  por veinte años, se las plantee hoy en día argumentando que eso es posible, precisamente, gracias a que se las pospusiera para un futuro indeterminado que pareciera haber llegado por fin. La  fórmula  más recurrente a este respecto, es la de que una vez superada la pobreza, nuestra sociedad puede plantearse finalmente el problema de la desigualdad. Excepto para el pensamiento católico preconciliar,  la pobreza no es una esencia, una mala esencia o causa deficiente, sino, justamente, la expresión más radical  de la desigualdad, la que como ha planteado la CUT en muchas ocasiones tiene su origen en el trabajo, tal como éste es concebido por el neoliberalismo. Es decir, la pobreza es expresión de unas relaciones sociales y en primer término, de unas relaciones entre el capital y el trabajo, extraordinariamente desequilibradas por la misma naturaleza del modelo, el que lo concibe como el más flexible de los factores de la producción y a la desigualdad como una motivación de la competencia y por consiguiente, del crecimiento económico. 

Precisamente, porque  la pobreza no fue nunca para quienes nos han gobernado desde 1990 un problema de la sociedad, sino un problema individual. Por ello el énfasis en el discurso cultural dominante de la transición, en sus versiones más o menos radicalizadas, en el esfuerzo, en la idea de capital humano, la capacitación para el trabajo, la flexibilidad frente al cambio y la formación para el emprendimiento.

En lugar de mejorar las condiciones de sindicalización, negociación colectiva y huelga, redistribución primaria del ingreso y el ejercicio de derechos sociales económicos y culturales garantizados por el Estado, la lucha contra la desigualdad se basó más bien en la capacitación para que cada individuo, por sus propios medios, saliera de la pobreza. La  identidad, la subjetividad para la cultura dominante de la transición, no se constituiría a partir de la relación social sino a partir de un sustrato individual irreductible sobre el que cada individuo establecería dicha relación. Por ello la estrategia de integración social de la transición –por llamarla de alguna manera- no se basó en la reelaboración de las relaciones sociales sino en la igualdad de oportunidades.  Esa fue la transformación cultural más importante que introdujo el neoliberalismo globalizado en los noventa, convertir al individuo en una especie de átomo de la sociedad y a ésta  en la adición de estos miles, millones de átomos o partículas sociales aprovechando o dejando pasar las oportunidades.

Entonces, mientras -según algunos- se superaba la pobreza, los ricos se hacían mucho más ricos y la brecha de desigualdad social, económica y cultural, se profundizaba de manera escandalosa mientras se generaban mejores condiciones para superar la desigualdad toda vez que, supuestamente, se estaba superando la pobreza.  Es un argumento ex post y por tanto bastante sospechoso de ser pura ideología. Separar la lucha contra la pobreza de la tarea de superación de las desigualdades que genera el neoliberalismo es, precisamente, la operación ideológica gracias a la cual se puede hacer aparecer la transición como un éxito y exculpar al  neoliberalismo y las relaciones sociales basadas en la privatización, la competencia y el consumo de ser las causantes de la desigualdad y también de la pobreza.

Esta concepción cultural, tuvo además un impacto extraordinariamente profundo en todo orden de cosas. Lo tuvo por ejemplo en la concepción de los derechos sociales y culturales de ciudadanos y ciudadanas del país; por tanto la concepción que nuestra sociedad tiene de lo público de modo que, por ejemplo, tanto la educación privada que recibe financiamiento del Estado como la que es de su propiedad son consideradas “públicas” por el solo hecho de dar satisfacción a la necesidades educativas de estos millones de partículas –que son los individuos- aun cuando tengan finalidades completamente diferentes; o de que el sistema de transporte público de la ciudad de Santiago se base en el control monopólico del mercado de cuatro empresas privadas a las que el Estado subsidia en miles de millones de pesos por sus pérdidas todos los años, mientras otorgan un servicio de pésima calidad a trabajadores y trabajadoras, empleados y estudiantes. El sistema previsional que, pese a la reforma de la Presidenta Bachelet, siguió en rigor siendo el mismo, se basa también en este principio cultural: cada individuo responde por sí mismo y el Estado subsidia a la empresa privada y sólo se preocupa de quienes, individualmente, sean incapaces.

Ejemplos de “políticas públicas” como  estas podrían multiplicarse por cientos.

Pero esta concepción cultural que podría parecer natural y obvia para un derechista o un católico, y que se expresa en el principio de subsidiariedad del Estado, se vio facilitada por la acción de gobiernos que contaron entre sus componentes esenciales a la socialdemocracia y a un socialismo radical que se planteó tareas de transformación revolucionaria de la sociedad en los años sesenta y setenta y que intentó introducir esos mismos idearios de transformación radical de la sociedad en el nuevo contexto de infinitas posibilidades que, supuestamente, ofrecían la expansión de la democracia representativa y del mercado global a fines de los ochenta. Libertad, igualdad, fraternidad, democracia, participación.

Partiendo, entonces, de la  creencia de que el individuo es una esencia y que después de él no hay nada, este intento por introducir los mismos idearios de transformación radical de la sociedad de los años setenta, terminó en la profundización de la desigualdad, en una moral de la exclusión; un sentido común individualista y enajenado por la privatización y el consumo, que es todo lo contrario de lo que se planteara. Se trata de un fenómeno cultural complejísimo y probablemente, el obstáculo más importante que un próximo gobierno progresista va a encontrar para la realización de las tareas que la sociedad demanda del Estado y sus autoridades.

Es de hecho, el caldo de cultivo para el surgimiento de los populismos de derecha de la peor especie. La popularidad en este sentido, el buen resultado de una encuesta, cuando no tiene un fundamento político y cultural profundo, puede volcarse en poco tiempo hacia las posiciones más reaccionarias que se pueda imaginar. El sentido profundo de la democracia, su contenido humanista y liberador, producto del neoliberalismo en los últimos treinta años, fue reemplazado por el criterio de la mayoría, la dictadura de las encuestas y el mercadeo. Un futuro gobierno democrático, después del desastre que ha significado para el país el gobierno de derecha, debe hacerse cargo también de resignificar la democracia. Lo que pasa por otorgar al país una nueva Constitución que surja de la voluntad mayoritaria del pueblo.

Pero también pasa por hacerse cargo de la desigualdad desde un punto de vista que asuma la relación social como constitutiva de la identidad de ciudadanos y ciudadanas. Entre ellas, seguramente la más importante, el trabajo. No habrá otra cultura, una sociedad más democrática ni verdadera equidad mientras siga habiendo relaciones tan desequilibradas entre trabajadores y empleadores, distribución tan escandalosamente desigual  de las utilidades de las empresas y proscripción de los derechos de organización y manifestación de los trabajadores en sus lugares de trabajo, como si dejaran de ser ciudadanos en ellos.

En último término, también por la resignificación de lo público relevando el carácter social de bienes y servicios; la propiedad no como una cuestión meramente jurídica y materia de abogados y administradores públicos, sino esencialmente política y que dice relación con el reconocimiento de las asimetrías y desigualdad de una sociedad en que la propiedad privada se ha transformado prácticamente en la piedra filosofal que explica y resuelve todo y el que se la haya elevado a la categoría de paradigma de la libertad, negando las formas de convivencia colectivas, asociativas, en resumidas cuentas formas sociales de convivir con otros en espacios que son propiedad de todos y respecto de los cuales el Estado cumple un papel de garante.

Es finalmente ese el problema de la política cultural. Oponer otros valores, otras costumbres a los  que hegemonizan a nuestra sociedad desde un radicalizado sentido de clase que totaliza nuestras vidas y las integra como si esos valores, esos hábitos –como pagar por todo, endeudarse, desconfiar del vecino, competir con el compañero de trabajo-, fueran naturales y provinieran de nuestra biología.

Es precisamente el aporte de Gladys Marín, denunciar incansablemente la desigualdad que generaba la implementación y perfeccionamiento del modelo neoliberal durante la transición, mientras se voceaba la lucha contra la pobreza como un éxito; señalar permanentemente que este no es el mejor de los mundos, que otro Chile es posible.



No hay comentarios:

Publicar un comentario