sábado, 15 de febrero de 2014

Neoliberalismo y escuela



Francisco Goya y Lucientes. Asta su abuelo


Expertos, políticas públicas y escuela


Los veintitrés años que nos separan del término de la dictadura militar, estuvieron plagados de paneles de expertos, comisiones e informes para elaborar las políticas que, supuestamente, iban a sacar a nuestro sistema escolar de la profunda crisis en que lo sumieron las reformas implementadas por el régimen de Pinochet desde principios de los años ochenta.

Sin embargo, durante el proceso de transición a la democracia, cuando profesores y profesoras escuchaban a académicos e investigadores, comisiones y paneles de expertos, hablar del sistema educacional y compartir diagnósticos que incluso coincidían con su experiencia, por la incapacidad de esos discursos de penetrar en las aulas, quedaba la sensación de que aun siendo verdadero, fue incompleto o  que no tenía que ver con la realidad de  la escuela.

Por consiguiente, el discurso de los investigadores y académicos  -aun cuando realizaran observaciones, encuestas y aplicaran metodologías que garantizan la objetividad de su análisis, del conocimiento que construyen y del discurso que lo expone-  tiene que ver pero no es exactamente lo mismo. Sólo ocasionalmente lo que podríamos llamar el saber empírico del profesor se toparía con el conocimiento del académico, del investigador, del que es catalogado como  “experto”.

Profesores y profesoras entienden que lo que discuten y acerca de lo que elaboran estos especialistas, es un problema real; tan real que lo que el estudio, la estadística, la tesis, expresa en un sistema de conceptos ordenado, sistemático, y legitimado socialmente como válido, profesores y profesoras lo enfrentan diariamente y no es un objeto de estudio e investigación; ahí están  al menos ocho horas al día, y generalmente, lo llevan a su casa los fines de semana en  pruebas, guías, preparación de clases etc. Y lo más curioso es que cuando esos encuentros eran señalados por los propios docentes, y no por los especialistas, ello era visto como discurso ideológico.

Cuando parlamentarios o autoridades de gobierno –incluso municipales- hablaban de políticas educacionales, de reformas y nuevos programas, generalmente se toparon con una resistencia muy similar a la del discurso técnico para penetrar el sistema escolar. La gran mayoría de las veces, la política no explicaba esa resistencia ni la concibió nunca como una parte del problema, sino como un obstáculo previo que se debía resolver antes de comenzar a abordarlo. Esa podía ser la razón para la introducción de un nuevo programa que apabullaría a la escuela con una nueva responsabilidad. Generalmente al docente. Y eso provocaría a su vez una nueva resistencia, que generalmente fue estigmatizada como conservadurismo, cuando no como flojera y falta de profesionalismo.

Entre la escuela y lo que es socialmente admitido como teoría de la educación, hay solamente una relación de contigüidad. Entre escuela y política educacional un abismo y en la gran mayoría de los casos, una intransigente oposición.

Podríamos concluir, pues, que nuestras escuelas son expresión  de un caso típico de enajenación. La escuela, como institución, es ajena para quienes la habitan y hasta le dan sentido en la realidad; la teoría que se construye en torno  a ella y de la que es su objeto, en el mejor de los casos actúa como alivio o paliativo; la política -la “regulación” que se le aplica- abiertamente como intromisión y carga, no como factor de seguridad y estructura. Finalmente, hasta la relación que establecen sus actores es una relación enajenada: en lugar de colaboración y comunidad de sentido es extrañeza y hasta oposición o antagonismo.

La escuela es, pues, una realidad respecto de la que se construyen deductivamente teorías y explicaciones y sobre la que se superponen  planes, programas e intervenciones como si fuera un puzle o un collage. Varias  disciplinas han enriquecido mucho estas teorías de la educación como asimismo la construcción de políticas educacionales. No se podría negar su aporte. La antropología, la psicología y la sociología, hasta las más lejanas disciplinas como la economía y la administración han enriquecido el debate. Pero siempre hablando desde otro lugar. Es como si la escuela estuviera muda o en el mejor de los casos, como si fuera un muñeco de ventrílocuo que solamente confirma lo que otro dice por ella o de ella. Lo que según el académico ella dice o lo que al planificador o responsable político le parece debiera decir.

La escuela chilena arrastra una grave crisis. Pero la investigación, la teoría, también la “política pública”, no dan cuenta de ella o parecen impotentes para hacerlo. Y pese al discurso de los liberales -más o menos adocenados, más o menos radicalizados- no solamente la escuela municipal. La enajenación es la misma en una escuela privada subvencionada, que en la escuela municipal; en la escuela pagada que en la escuela gratuita. La pérdida de sentido, se da en la escuela urbana y la rural. La expresión deformada de la realidad se expresa en un curriculum academicista y ajeno para los estudiantes, independiente de su situación socioeconómica; el bullyng y las agresiones a los docentes dan cuenta de la experiencia de la comunidad como imposición/sometimiento, éxito/fracaso, como compensación/oposición; la inequidad la sufren tanto pobres como ricos (aunque obviamente de un modo diferente). El problema no es de las escuelas municipales; ni siquiera de las escuelas pobres.

La escuela no puede seguir siendo ese muñeco de ventrílocuo. Mientras permanezca muda, mientras siga siendo la escuela enajenada de hoy, seguirá siendo el  verdadero obstáculo para cualquier intento serio de reforma o al menos, para su despegue. Ninguna reforma educacional exitosa se ha practicado sobre y desde fuera de la escuela. Los procesos que tienen lugar en su interior, debieran ser el corazón de cualquier reforma, no una finalidad que se le ha impuesto, o un objetivo que se dice es el que reclama o que se supone es la que la sociedad espera de ella, como conclusión de comisiones de expertos y técnicos o la aplicación de encuestas y toda clase de instrumentos de medición de la opinión pública.

Se debe relevar la pedagogía como una disciplina que no habla de la escuela, sino desde la escuela. Quién mejor que los profesores sabe de las características de los jóvenes y niños de hoy. No se trata de que otros profesionales como los sociólogos y los antropólogos no tengan nada qué decir al respecto. Pero el lugar desde el que lo hacen es diferente; para unos es el objeto a investigar y que se interviene sólo ocasionalmente para un fin muy específico. Los docentes son parte importante de la vida de esos jóvenes y niños. Los docentes tienen también mucho que decir acerca de lo que se enseña en las escuelas, pero no como especialistas en las disciplinas del curriculum  sino porque su trabajo consiste en transmitirlo y en ese proceso van construyendo sentido, recreando su significado en conjunto con sus estudiantes. En este sentido, la noción del docente como traductor de teorías, como aplicador de planes y políticas, no da cuenta realmente de lo que es el trabajo docente.

En segundo lugar, el Estado debe jugar un papel más decisivo en la regulación del sistema universitario. El informe de la comisión Brunner en 1994 no mencionaba a las universidades ni a la formación inicial  en media línea siquiera. Esta omisión tenía una causa bastante evidente hoy en día, aunque entonces casi nadie la señalara excepto algunos académicos y autoridades universitarias: la existencia de un enorme y lucrativo mercado de la educación superior y especialmente de los programas de pedagogía y formación inicial docente. Los resultados de esa omisión están hoy día a la vista y sus responsables no son, supuestamente, los que diseñaron las políticas o dejaron de hacerlo: Para ellos ¡Son las mismas universidades! Este desafío se debe enfrentar directamente con voluntad política.

En tercer lugar, colocar la evaluación o las evaluaciones del sistema en el lugar que les corresponde. Instrumentos y no fines. Pero además, desconfiar de la evaluación estandarizada como la única válida para el diseño de políticas. Ello, pues la medición ha sido limitada a un aspecto mínimo de lo real y especialmente de lo que se podría considerar resultado de la educación, que es el aprendizaje en ciertos  contenidos del curriculum. Una visión muy pobre de la educación.

Generalmente, todos estos problemas le son endosados al profesor casi como su responsabilidad exclusiva. Y el fracaso de las políticas educacionales o la indigencia de las teorías para explicar la realidad y transformarla, se explican por su falta de compromiso o su incompetencia.

Un próximo gobierno democrático, después del desastre de la administración derechista y los treinta años de neoliberalismo en nuestro sistema educacional, deberá hacerse cargo, sin demora, de esta responsabilidad. Pero no serán los expertos, las comisiones que campearon en los noventa, los que se hagan cargo. Debe ser la sociedad civil, a través de la más amplia participación de sus organizaciones, en un diálogo democrático y permanente con el Estado y las autoridades del futuro gobierno.

Una reforma integral de la educación es necesaria y lo que es más importante, es posible. Pero mientras se siga pensando desde fuera de la escuela, sin la participación de sus protagonistas; mientras la política consista en la delegación de su responsabilidad a los mismos que se supone son el sujeto de esa política y no sus meros aplicadores u objetos de ésta, seguirá siendo presa de los fatales designios de un orden social injusto y antidemocrático y no una herramienta efectiva de desarrollo social.



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