sábado, 15 de febrero de 2014

Estandarización y política educativa

                      SIMCE Y POLÍTICA PÚBLICA


Max Horkheimer


"Los así llamados hechos obtenidos mediante métodos cuantitativos  (…) son a menudo fenómenos de superficie que más contribuyen a oscurecer que a develar la realidad de fondo. Un concepto no puede ser aceptado como medida de la verdad si el ideal de la verdad al que sirve presupone en sí mismo procesos sociales que el pensar no puede convalidar como instancias últimas."
Max Horkheimer

La polémica que se desarrolla cada año, con motivo de los resultados del SIMCE, es como todas a las que nos tiene acostumbrados la cultura dominante.  Son como “el parto de los montes”, sólo  dan origen a más planes focalizados y pequeños ajustes a una política que hace años está en franca bancarrota. Aumentar los montos de la subvención; exigir rendición de cuentas; entregar la información adecuada a los usuarios del sistema para que puedan tomar la mejor decisión a la hora de matricular a su pupilo; elevar las exigencias a los docentes –por ejemplo, a través del cumplimiento de metas de aprendizaje de los alumnos, como si esto fuera una maratón-.
Este tipo de medidas ha tenido impactos terribles en el sistema educativo: el reemplazo de la comunidad educativa por una sociedad de consumidores y prestadores, el desquiciamiento de la profesión docente y el deterioro de las condiciones de trabajo de maestros y maestras. Una gran fragmentación del sistema escolar. Pero curiosamente nada de esto se refleja en el debate sobre los resultados del SIMCE.  ¿Qué es lo que afirma entonces el discurso dominante? En primer lugar, el valor de verdad de las pruebas estandarizadas como instrumento de medición de la calidad de la educación. Lo más llamativo, al menos a los profesores nos llama la atención,  es que el número, la calificación se impone como un axioma. El cumplimiento o incumplimiento del estándar, cuán lejos o cuán cerca está  nuestra educación de alcanzarlo, es lo que más resalta en el discurso dominante.
Pero además, la afirmación de su validez absoluta. El estándar es válido siempre y en toda circunstancia y el aprendizaje, en este caso, se mide por la mayor o menor aproximación al número, al estándar. O sea, las evaluaciones o mejor dicho, las calificaciones se transformaron en los últimos veinte años en fines de la educación. Sería bueno preguntar a un profesor de educación física si este criterio evaluativo podría aplicarse sin producir lesiones o lo que es peor, frustración, desidia por la práctica del deporte y hasta aversión y resistencias.
La evaluación estandarizada además -incluso considerando que pudiera ser una expresión cien por ciento fiel del aprendizaje-  ha sido reducida a los contenidos enciclopédicos del curriculum. Toda la prédica sobre su pertinencia, los aprendizajes significativos, con que se ha bombardeado teóricamente a profesores y profesoras, es un paramento ideológico que apenas encubre la presión por el cumplimiento de metas tal como sucede en la empresa. En el mejor de los casos, son meros instrumentos para que el cumplimiento de éstas, sea asimilado con menos resistencias por las comunidades educativas.
Y dentro de los contenidos del curriculum además sólo los de lenguaje, matemáticas, comprensión del medio y últimamente inglés. O sea, la medición cuantitativa o estandarizada, sólo da cuenta de un pequeño fragmento del proceso educativo y de sus resultados. Sin considerar todos los aspectos valóricos, actitudinales y psicomotores que se ponen en acción en ellos. La discusión acerca de los resultados del SIMCE, oculta la afirmación dogmática del valor de verdad de las pruebas estandarizadas, aunque esto sea contradictorio con las teorías de la educación, con lo que se enseña a los futuros docentes en las universidades, con los derechos de los niños y los jóvenes e incluso con el valor de la escuela como ámbito de la sociedad civil.
De una evaluación tan localizada del complejo fenómeno educativo, es difícil que cualquier autoridad –sea del signo político que sea- pueda sacar conclusiones válidas o mínimamente confiables, para la elaboración de políticas aplicables al sistema escolar. Aunque no lo quiera, siempre se quedará corto. Todo lo que pasa al interior de la escuela es parte del curriculum. Pero como no es medible, al menos no desde la concepción que transforma el aprendizaje en un número, no es objeto de política pública. Pero sin siquiera cuestionar la validez de la medición estandarizada, las autoridades políticas se abocan a la elaboración de más propuestas de acción basadas en la estandarización. Esas propuestas por lo general, son las que ponen el acento en la administración educacional entendida como una técnica fragmentaria, de la pequeña unidad (la escuela). Pero la política educacional es una responsabilidad del Estado, incluso aunque más no sea que para dictar su marco regulatorio –y en esto no podrían estar en desacuerdo ni los más entusiastas partidarios del neoliberalismo- y ésta por lo tanto,  no podría ser el resultado de la suma de los pequeños ajustes y planes focalizados. Incluso por una cuestión lógica, porque la suma de todas estas reformas fragmentarias deben estar reunidas en el plan del organismo regulador –aunque no sea un plan sistémico-.  
Los negativos impactos que ha tenido la evaluación estandarizada en nuestro sistema escolar, lo insuficiente de las informaciones que aporta a los responsables de la política pública, por lo tanto su indigencia para producir políticas o para entregar insumos para la elaboración de propuestas que impacten positivamente en nuestro sistema escolar, son silencios flagrantes que se pueden comprobar al leer el debate sobre los resultados del SIMCE. Pero estos silencios ocultan otras cosas o tienen por finalidad ocultarlas. Incluso con todas las imperfecciones e insuficiencia antes señaladas del SIMCE, hay una voluntad intencionada de ocultar que los resultados de esta prueba en el sector municipal de los primeros quintiles de ingreso –esto es, los más pobres-  son superiores a los de las escuelas privadas subvencionadas por el Estado en esos mismos sectores.
Otra supuesta verdad evidente por sí misma de la evaluación estandarizada: que la educación privada es mejor que la educación pública. Este es quizás uno de los dogmas que los resultados de la evaluación estandarizada  a través del endiosamiento del número absoluto, pretende ocultar.
Pero junto con ello, la afirmación de la inferioridad de los jóvenes de sectores populares. Como todo lo que es resultado de las pruebas estandarizadas (también la PSU), es lo que el número expone de una manera muy sibilina. Las explicaciones que proponen la sociología y la antropología no han logrado hasta ahora evitar la estigmatización de estos niños y jóvenes. La prueba estandarizada, por más explicaciones y fundamentos que las ciencias sociales encuentren, solamente expresa un resultado, no contextos ni procesos. De esta manera, aunque no lo quiera, el responsable de la política pública no podría elaborar más propuestas sin negar los fundamentos clasistas del modelo. Entonces, no le queda más remedio que aumentar las medidas de control, en un sistema ya de por sí extraordinariamente controlador.
La polémica sobre los resultados del SIMCE oculta en resumidas cuentas, el carácter clasista  de nuestro sistema educacional, constatación que sirve al responsable de la política pública en el sistema neoliberal, sólo para señalar que la desigualdad que está a la base de este sistema y que se expresa en los resultados del SIMCE, es algo natural y que incluso es la base para la construcción de la política educacional del Estado. Mientras estos silencios del SIMCE sigan siendo la base para su elaboración, nuestra educación nacional va a seguir estrellándose contra la sofocante realidad de su fracaso, que no es otra cosa que el fracaso del neoliberalismo para organizar la vida social sobre una base verdaderamente humana y democrática.

No hay comentarios:

Publicar un comentario