sábado, 15 de febrero de 2014

Resulatdo de la política neoliberal





Francisco Goya. El sueño de la razón produce monstruos


El solo hecho de que se enviara al Parlamento una ley que busca crear un sistema de aseguramiento de la calidad de la educación,  habla del fracaso del mercado para regularla de acuerdo a su propia lógica; de su incapacidad de proveer una educación de calidad para todos y todas (esto es, de dar cumplimiento al Derecho a la Educación). Eso, dejando a un lado sus escandalosas inequidades, que no solamente se arrastran desde la dictadura militar sino que en los últimos veinte años se han profundizado.
La lógica de limitación de los efectos excluyentes  y disociadores del mercado, ha resultado infructuosa por la incapacidad del propio Estado –léase ministerio de educación- de hacerse cargo, dadas las limitaciones que le impone su carácter subsidiario, el que se haya definido y consagrado en la Constitución y las leyes que de ella emanan (primero la LOCE, después la LGE).  También porque en la concepción liberal de la sociedad, ésta es una suerte de orden natural que surge de la iniciativa y de los intercambios de los individuos entre sí, de manera que la regulación estatal siempre choca con la limitación que le impone la acción espontánea de los individuos (libertad de enseñanza de por medio) o tiene resultados indeseados por los organismos reguladores y que escapan a su capacidad normativa.
En efecto, el método de corrección de un desarrollo inorgánico e incoherente del sistema educativo en su propia estructura  –territorial, curricular, etc.- producto de una descentralización chapucera y la progresiva privatización del sistema escolar  y en su relación con el país real y con las necesidades de su población y de su desarrollo, tiene a la educación en el mismo punto de hace veinte años o incluso, en algunos aspectos, francamente peor.
La mayoría de las veces ello es visto no como un error de la política educacional del Estado, sino como una atrofia de lo real que, en los hechos, esta misma política se ha propuesto corregir, con los efectos por todos conocidos de deterioro de la calidad y aumento de la inequidad de la educación. En consecuencia, la iniciativa estatal para regular un aspecto tan sensible para la sociedad y estratégico para el desarrollo del país, como es su educación, resulta una imposición arbitraria.
Es lo que expresó con elocuencia la rebelión de los estudiantes secundarios el 2006. La demanda de  derogación de la LOCE,  en efecto, podía ser comprendida sin mucho esfuerzo por el carácter ilegítimo de esta ley promulgada por la dictadura un día antes de dejar el poder. Pero con la misma radicalidad con que protestaban en contra de la LOCE, se manifestaban los estudiantes secundarios en contra de la Jornada Escolar Completa, contra el elitismo en el sistema de acceso a la universidad y  la administración municipal del sistema escolar. Se manifiesta asimismo en la oposición de la comunidad educativa a la Ley General de Educación. Es también lo que explica la resistencia de los docentes a la aplicación de una evaluación realizada por medio de un sistema que no es visto como parte de su desempeño cotidiano, sino como una carga laboral más, introducida desde afuera y que sobre todo no tiene ningún efecto en su desarrollo profesional.
Lo que al Estado en los marcos del principio de subsidiariedad, incluso al sentido común dominante, le parece correcto y natural, a los sectores directamente involucrados, les resulta intolerable.
Efectivamente, una regulación –sea una ley, un sistema o plan nacional, la fijación de una tarifa incluso- no limita necesariamente la acción del mercado ni significa en sentido estricto una corrección de los efectos negativos que produce en la convivencia social. El Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación, por ejemplo, pretende resolver las atrofias que el mercado genera en el sistema educativo –su bajo rendimiento en las pruebas estandarizadas de medición de la calidad, desigual distribución de sus resultados dependiendo de factores exógenos como un disímil financiamiento, capitales culturales diversos, disposición de recursos e infraestructura, etc. – mediante la clasificación de establecimientos de acuerdo a los resultados de las mismas pruebas que son el indicador usado para medir la baja calidad de la educación (una profecía autocumplida),  rendición de cuentas, perfeccionamiento de la información para los usuarios; creación de agencias acreditadoras. Es decir, a través de más factores exógenos del proceso educativo. A la baja calidad de la educación, se la pretende enfrentar no a través de más y mejor educación sino a través de más competencia, más mercado, lo que a todas luces es insistir en la misma receta fallida.
Aparentemente, la aprobación de la idea de legislar en esta materia y el rechazo de los artículos que crean la agencia de calidad y la superintendencia de educación, expresan esta ambivalencia del proyecto en cuestión. Por una parte, la necesidad de que el Estado regule la provisión de una educación de calidad para todos los chilenos y chilenas y, por otra, la idea de hacerlo por intermedio de más medidas de liberalización del sistema. Hasta la aprobación de la ley SEP y la LGE es una ambivalencia que se resolvió por la vía de la imposición de las lógicas de mercado como un hecho natural, casi biológico. Y quien sostuviera lo contrario, sería considerado con toda seguridad un ideólogo o, peor aún, un ignorante. Por una parte, se podían identificar con claridad los límites del sistema y la exclusión en base a la cual opera. Aparentemente, sin embargo,  la mantención del equilibrio entre estos dos polos de la política de la llamada transición democrática, sufrió un traspié en la Cámara de Diputados. Y también, lentamente  se trizan esos límites. Pero eso está aún por verse.
La orden del día para los sectores hegemónicos de la transición  –cambio de roles de por medio-  es restablecer ese equilibrio o la construcción de un acuerdo de nuevo tipo que dé respuestas a los fracasos de la política educacional vigente y que son el resultado de un consenso excluyente y contradictorio. La convocatoria del Ministro de Educación al Panel de Expertos para una Educación de Calidad, se puede interpretar perfectamente en esa línea: intelectuales del liberalismo concertacionista, representantes de una especie de empresario formado en el nicho de connivencia público/privado, representantes del pensamiento de derecha, excluyendo a la comunidad educativa, a los responsables de la formación docente universitaria y, por cierto, a la izquierda. Es la misma lógica de las comisiones que se formaron bajo los gobiernos de la concertación, con una diferencia: que justamente uno de los factores que explica la inversión en los roles que ocupan los sectores hegemónicos de nuestro sistema político, es explicado por quienes ocupan hoy una posición subalterna, por su incapacidad de remontar esta aparente facticidad del mercado, de regular su funcionamiento, resolver las inequidades que genera su acción ciega; también su distanciamiento de la sociedad civil y el reemplazo del diálogo con las organizaciones sociales por la prédica dogmática de los tecnócratas; por el debilitamiento y la pérdida de autonomía de sus partidos respecto de la acción del gobierno. Por el sectarismo de su actuación.
Esta puede ser una oportunidad para superar el estado de deterioro en que ha puesto a la educación el neoliberalismo, en primer lugar, y luego, el fracaso del experimento de corrección de sus nefastos resultados desde la lógica de una regulación que no toca sus aspectos esenciales y se queda en las posibilidades que el propio modelo brinda. Eso depende en gran medida de la construcción de un nuevo acuerdo, que en principio pasa por la recuperación de la educación pública, el fortalecimiento del Ministerio de Educación y el diálogo con las organizaciones sociales. Pero eso es ya un problema de voluntad política.





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