sábado, 15 de febrero de 2014

La crisis y la autonomía

Pieter Bruegel . El triunfo de la muerte











Naturalismo de la crisis del modelo y autonomìa

Nadie toma por asalto aquello que llamamos la realidad, y ni siquiera
un artista revolver de estrellas sabe algo de ella, la realidad ya no
es un privilegio es lo que nos sucede al andar solo al andar
Pues los artistas atacan su piedra con símbolos que no entendemos, se
sientan a mirar su piedra y nos hablan de sueños de sueños y sueños.
Estamos todos frente a una piedra tratando de romperla, con la
mirada y no pasa nada, no pasa nadaaaaaaa, estamos solos frente a una
piedra tratando de moverla, noooooo no.

Manuel García
La crisis del neoliberalismo es informada todos los días por los medios de comunicación como si fuera un fenómeno más o menos natural y sin que podamos predecir su desenlace. En efecto, el modelo demuestra todos los días una increíble tozudez para resistir, reinventarse y convertir sus propias crisis en oportunidades para profundizar la desigualdad y seguir destruyendo el medioambiente. La crisis puede significar, entonces, el fin del género humano y de la viabilidad de la vida en el planeta y no el fin del capitalismo o del capitalismo en su versión neoliberal. Rosa Luxemburgo, resumía una situación similar a comienzos del siglo XX en su famosa consigna “socialismo o barbarie”. Sabemos lo que pasó.
La Concertación de Partidos por la Democracia, en cambio, asumió el gobierno en medio del ciclo de mayor expansión de este modelo, momento que coincidía además con la caída del socialismo y los albores de la globalización.
No se trata simplemente de que la Concertación abrazara con gran entusiasmo la obra de Pinochet. Fue el signo de los tiempos, la tendencia imperante a la que ésta se acopló de muy buen grado y que probablemente explica sus “éxitos” y también determinó inexorablemente su bancarrota. Toda su obra privatizadora da cuenta de ello, la firma desenfrenada de acuerdos de libre comercio y aprovechando la bonanza económica, la técnica de los pequeños ajustes, de las regulaciones parciales y las reformas fragmentarias, técnica que por lo demás coincidía con la concepción de la política pública de los neoliberales.
Ciertamente no estamos en presencia del mismo país de Pinochet. Y no solamente porque a  nadie lo acribillen por la espalda o lo hagan desaparecer. Pero ello no significa que la Concertación tuviera un proyecto. Si lo tuvo, consistió en colocarse en la cresta de la ola globalizadora, de la privatización, del libre comercio y repartir las migajas que caían de la mesa de las transnacionales, posponiendo para un futuro indeterminado la tan cacareada equidad, utopía que actuó por dos décadas como un relato justificatorio de la desigualdad y la exclusión en base a la que opera, y lo seguirá haciendo, el modelo.
De esa manera, se fue consolidando una cultura liberal de marcada impronta individualista, que hizo de la diferencia precisamente el principio de la igualdad; por tanto, del consumo, un símbolo de diferenciación y un factor de movilidad social, que modificó el paisaje de nuestras ciudades, llenándolas de mall’s y palmeras, de escuelas privadas subvencionadas por el Estado, que progresivamente fueron reemplazando las escuelas públicas, en barrios y poblaciones; universidades docentes –todas privadas- que son pobladas por la emergente clase media aspiracional; bibliotecas llenas de best-sellers y pocos clásicos; salas de cine que reproducen películas como si se tratara de calcetines y, por cierto, comida rápida que ha hecho de la obesidad mórbida un problema de salud pública, especialmente entre nuestros niños. Una cultura que, según los informes del PNUD, no ha significado, pese a la aparente democratización del consumo por la vía del crédito, más seguridad, más bienestar, más tranquilidad para desarrollarse los seres humanos en la realización de sus proyectos individuales y colectivos.
Por el contrario, junto al consumo desenfrenado –consumo de cualquier cosa, bienes de todo tipo; aparatos, educación y cultura, fármacos, drogas, productos new age y esoterismo, televisión e Internet- crece la insatisfacción y el malestar.  Esa es la cultura liberal de los últimos veinte años, un obeso a punto de morir.
Un obeso que oculta tras su desmedida opulencia, un país que el terremoto mostró en toda su fea desnudez; pobreza, ineficiencia de un Estado desmantelado por la promesa de que la iniciativa privada –la piedra filosofal de los liberales- iba a resolver todos los problemas; corrupción y comportamientos sociales anómicos que todos los fines de semana vemos en los estadios pero de los que tras el terremoto hicieron gala todas las clases sociales entre la sexta y la novena región y hasta en la Región Metropolitana.
Pero al menos podemos escoger a quién nos va a joder, pensará el liberal. Pero incluso eso es ficción. La democracia, al ritmo de la privatización, el consumismo y la competencia como manifestaciones del espíritu individualista liberal, se ha minimizado hasta hacer, en principio, casi intrascendentes los actos eleccionarios. La libertad fue reemplazada por la “posibilidad” que encuentra su representación jurídica y política en el sistema electoral binominal. La libertad para escoger se torna, entones, intrascendente también, pues es solamente una posibilidad, no el resultado de la actividad humana en el terreno de la vida política y social.
Vaciada de contenido y sustancia –la que se encuentra no ya en los sujetos sino en el mercado de las posibilidades- incluso la apariencia va reemplazando la verdadera estética; las palabras, los juegos de palabras, a las ideas y las ideas, los símbolos y las formas a su vez, se van haciendo cada vez más vacías y ajenas a lo real. Internet es su representación más sobresaliente; en el ciberespacio hay lugar para todo y para serlo también, no así en la vida real. Como en una obra de arte kitsch, el esteticismo reemplaza la forma auténtica y la incongruencia al sentido, como no sea el que se da a sí misma.
Fue la cultura de los buenos viejos tiempos de la globalización y el neoliberalismo. Pero la insatisfacción empieza a ser no solamente individual, como indicaba el PNUD hará ya hace unos diez años. Ahora, empieza a dar paso a la protesta social. Las movilizaciones por la educación del año pasado, las protestas contra el alza del gas en Magallanes; el levantamiento de Aysén y ahora, las comunas del norte. La insurrección de los que protestan contra los malos olores y el abuso de las empresas en Pelequén y Freirina, demuestran que la estética no va a reemplazar nunca la vida real y que las ideas, por muy lógicas que sean, no necesariamente tienen que ver con ella, menos aún en la sociedad de la posibilidad –o como le gusta decir a Piñera de las oportunidades-.
Por ello el malestar individual empieza a dar paso a comportamientos cooperativos. Porque la vida real está hecha de miles, millones de comportamientos sociales que se viven en el barrio, la escuela, el consultorio, en el trabajo. El individualismo liberal, de hecho, pasa por alto incluso que esto es así por la misma composición fisiológica de nuestro organismo.
Pero esos comportamientos cooperativos ya no son como los de hace treinta años. El liberalismo destruyó tejidos sociales largamente trenzados en un siglo. Es más, incluso a movimientos sociales, identidades colectivas que eran parte integrante de la democracia y que interactuaban con el Estado –algunas veces en conflicto abierto, otras negociando reformas parciales- que fueron haciendo de su relación algo un poco más complejo que la versión que con una enorme simplicidad, pretende atribuirles la tan mentada autonomía por la cual nada tendrían que ver con los partidos políticos, las instituciones, el Estado o alguno de sus organismos.
Por muy sofisticados razonamientos y por muchos ejemplos históricos que se busquen y hasta se encuentren, no pasa de ser una versión positivista y de un naturalismo que describe mucho pero explica poco. 
El punto es que en la concepción de mundo que se hizo hegemónica en los últimos veinte años, lo real -lo "material"-  y lo ideológico, lo simbólico y lo político, están irremediablemente separados y pertenecen a dos esferas diversas del mundo. De manera que en realidad del mundo no se puede decir nada con sentido, excepto que es como es o en el peor de los casos, que no existe. Es solamente una representación.
A la vuelta de veinte años, resultó que esta representación no se correspondía con lo real y que la gente ya no está conforme con la pura estética y las infinitas posibilidades que el mercado y el crédito –representación economicista de la posibilidad- le ofrece. Y en todo orden de cosas, también en el sistema político, de lo que dan cuenta los intrascendentes niveles de respaldo en las encuestas a las dos coaliciones políticas que co-gobernaron en los últimos veinte años.
Pero ese mismo malestar, que de individual mudó a social en el último año y medio, dispone de unas “actitudes” herederas aún de la cultura individualista del liberalismo. Por ello, aunque los valores del sistema estén en franca bancarrota; habiendo una crisis generalizada del sistema político y un descrédito tan grande de sus instituciones, ello todavía no se traduce en un movimiento de masas con un sentido de transformación estructural y se debate entre el individualismo y la búsqueda de sentidos colectivos y de país.
La demanda por fin al lucro en la educación expresa esta tensión entre la incapacidad individual de acceder a un servicio que de acuerdo al discurso dominante en los noventa, sería la clave para superar la pobreza y conseguir mejores posibilidades de desarrollo personal y social –siempre a partir del esfuerzo individual - y la búsqueda de un sentido que trascienda el mercado y la posibilidad individual para dar paso a unos valores, una moral de lo colectivo, la cooperación  –que es lo que se resume en el concepto de “lo público” –.
Individuo y sociedad no son distintos. El que esto sea así, es un resultado de las políticas liberales. Separación entre lo político y lo social, entre Estado y sociedad civil, no son un orden de cosas natural sino el producto de la acción política. Pero así como no es un resultado más o menos espontáneo de acontecimientos impredecibles, su superación tampoco será obra del desarrollo más o menos natural de las propias fuerzas sociales que por medio de un mecanismo espontáneo e impredecible también, subvertirán el orden neoliberal.



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