martes, 18 de febrero de 2014

lucha en el campo cultural en este periodo



La Partida.  Max Beckman
La lucha en el campo cultural

“Cuando las amadas palabras cotidianas
pierden su sentido,
y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y la tristeza ha sido un anillo perdido bajo la nieve,
y el recuerdo una falsa esperanza de mendigo,
y falso todo diálogo que no sea
con nuestra desolada imagen…”

Jorge Teillier


Así parte el poema “Otoño secreto”. Como muchos han sostenido, describe poéticamente el desarraigo de un joven de Lautaro llegado a estudiar pedagogía en historia a Santiago en los años cincuenta del siglo pasado.

Ese desarraigo es en el que nos ha sumido también el neoliberalismo. Es como haber sido trasplantados, en el transcurso de una violenta dictadura militar, a otra ciudad, a otras costumbres, en una palabra, otra cultura en la que el universo simbólico y conceptual, del que el lenguaje es una expresión, no da cuenta del mundo; los puros hechos se tornan innombrables y nada se puede decir con sentido de ellos, a no ser que son como son y que contra eso nada se puede hacer.

La orden del día, entonces, es la detención del pensar, la impertinencia de concebir que el actual no es el mejor de los mundos posibles y que otra manera de organizar la vida humana, la convivencia social y de los hombres con la naturaleza, ni es posible ni es necesaria. La proscripción de la diferencia y el debate ha sido el elemento característico de nuestra cultura desde fines de la dictadura hasta el día de hoy. Organizar racionalmente la vida humana,  a partir de una deliberación democrática de la sociedad,  por tanto, se hace improcedente.

Ello es lo que se expresa en el sistema político y la Constitución que  nos rige y que no ha sido modificada sustancialmente desde el término del régimen de Pinochet. Es lo que se expresa también en la aparente naturalidad con la que durante al menos veinte años se hacen aparecer las privatizaciones, el sistema previsional que nos rige, el papel rector del lucro en nuestro sistema educativo y hasta la forma en que la crisis del modelo es presentada por los medios de comunicación masivos.

Eso ha sido el neoliberalismo. El predominio de las fuerzas ciegas del mercado, la imposibilidad de reflexionar y debatir acerca de la mejor forma de vivir los seres humanos y de relacionarse con la naturaleza. La convivencia se ha tornado violenta y la inseguridad y la incertidumbre, la norma. La destrucción de nuestro medioambiente, a niveles que incluso ponen en riesgo vastas zonas de nuestro ecosistema como la Patagonia o los glaciares, y la manipulación de los medios en provecho de los mismos que controlan el mercado y que abominan de la libertad excepto de la propia, por ejemplo los dueños de las AFP’s.

“Los puros hechos”, sin embargo, no son distintos a lo que los seres humanos se hayan  propuesto. “Los puros hechos” son millones de acontecimientos que protagonizan hombres y mujeres, intercambios que se viven en la calle, en el trabajo, en la escuela, en el barrio y el consultorio. Y esos intercambios los protagonizan personas concretas, no abstracciones ni almas puras: hombres, mujeres, jóvenes, viejos; ricos y pobres, trabajadores y empleadores, chilenos, mapuches e inmigrantes.

La irracionalidad del neoliberalismo es, entonces, que no se puede decidir sobre ellos y que se los debe aceptar como si provinieran de un orden “objetivo”, “superior” o “natural” y como si todos fuéramos “iguales” e indeterminados. Ello aunque sean precisamente, una creación de los hombres y que éstos no son individualidades abstractas o almas puras. La famosa diversidad, con la que el liberalismo hizo gárgaras en los noventa, fue una pura cháchara para ocultar su vínculo intrínseco con el autoritarismo. No se trata solamente de que el liberalismo se aliara con el conservadurismo para dar origen a un engendro denominado comúnmente, desde mediados de los setenta, “neoliberalismo”.

El vínculo entre liberalismo y autoritarismo no es circunstancial. Su origen está en su común desvalorización de lo social, de lo público, de lo colectivo y en su fe dogmática en una individualidad abstracta que no se reconoce en el otro sino para  verlo como un riesgo, una amenaza, o en el mejor de los casos, un adversario al cual se debe combatir. En ese punto, entre liberales y conservadores hay una complicidad tal vez involuntaria, tal vez inconsciente, pero que en términos prácticos se ha expresado en todas  las esferas de la vida social.

Afortunadamente, sin embargo, esta concepción está en retroceso y es lo que expresa el desastroso gobierno de la derecha, la protesta social que se tomó las calles desde el 2011 a lo menos; los cuestionamientos al significado del golpe militar y las violaciones a los Derechos Humanos que motivaron las conmemoraciones de los cuarenta años del 11 de Septiembre y el que los jóvenes, que entonces ni siquiera habían nacido, hoy en día quieran saber la verdad.

“Nueva derecha”, “liberales o nacionales”, “pinochetistas furibundos” o defensores de “la parte buena del régimen militar” da lo mismo. Es toda la derecha la que está sumida en una profunda crisis que expresa la bancarrota de las ideas neoliberales y la fractura profunda que cruza el acuerdo entre liberales y conservadores. Se abren entonces, perspectivas, mejores posibilidades, para quienes se proponen realizar cambios profundos en nuestra sociedad. 

El cambio cultural debe ser el objetivo final de la política de un próximo gobierno democrático. Porque la realidad, “los puros hechos”, son el resultado de la acción práctica de hombres y mujeres no sólo en el ámbito de lo ideal y lo simbólico sino también de lo material. Todo lo del mundo humano es resultado de su acción y puede ser tanto para hacerlo más armonioso, orgánico y coherente, conservarlo y protegerlo, como para degradarlo, incluso hasta hacerlo inhabitable para sí mismo.

La cultura es –por decirlo así- el nicho ecológico del hombre y ha sido siempre el núcleo,  la razón y el modo de ser de los procesos históricos y políticos.

La cultura no es, entonces, un plano distinto, independiente y superior al de las relaciones sociales ni al de las relaciones del hombre con el medioambiente. Por esa razón, no es un simple reflejo de éstas ni tampoco un conjunto de ideas, formas, valores éticos y estéticos que nos servirían para apreciar nuestro mundo real, incluidas la naturaleza y su ecosistema.

La cultura no existe con independencia de que los hombres viven juntos y se relacionan y a su vez, de que se relacionan con la naturaleza. Es, más bien, una disputa permanente por la subjetividad, una intensa lucha de clases por el dominio de la conciencia y el sentido común y hasta por la sobrevivencia biológica de la especie humana.












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