sábado, 15 de febrero de 2014

Rol de los docentes en la política educativa





¿La pedagogía es una ciencia? ¿Es una disciplina que reúne varias ciencias? ¿Es una tecnología que se basa en conocimientos socialmente reconocidos como válidos? ¿Se trata de conocimientos objetivos? O bien ¿es un “arte” que se basa en la intuición y  la experiencia de quienes la practican? No hay una sola respuesta para todas estas preguntas. Lo que sí sabemos es que es una práctica de un grupo definido de profesionales;  legitimado por la sociedad y reconocido por el Estado como competente para realizarla de modo sistemático y en un sistema formal que es la escuela.
Por lo tanto, podemos definirla, momentáneamente, como una práctica  realizada por  un grupo  específico -el magisterio- en una institución encargada de ciertas responsabilidades que tienen que ver con fines explicitados por una política de Estado, entre ellos la convivencia social  y el desarrollo personal de los ciudadanos y ciudadanas de un país. Este grupo social, por lo tanto, no desarrolla su “oficio”, su “profesión” de manera independiente. Su práctica es parte de un sistema de relaciones determinadas histórica y políticamente. Tiene objetivos sociales definidos en cuerpos legales, que se expresan en relaciones, procedimientos, jerarquías, reglamentos, métodos institucionalizados de evaluación y también en normas consuetudinarias.
Lo pedagógico, entendido en este sentido amplio como una práctica legitimada socialmente, reconocida por el Estado y sujeta a una serie de normas y procedimientos, no depende única y exclusivamente de la preparación de un grupo de profesionales o trabajadores. Tampoco sólo de un sistema estático de reglas y técnicas ni de saberes específicos. Tampoco de la experticia individual de quienes la practican.
Por lo demás, el profesor o profesora no es un trabajador que pueda separar fácilmente sus condiciones laborales, de su propia persona –su cuerpo y su intelecto (que es su instrumento de trabajo, su herramienta)– y de la responsabilidad que la sociedad le asigna –la transmisión/producción/resignificación de la cultura-. Sus condiciones de trabajo no son tampoco solamente una manera de garantizar su subsistencia –salario, descanso, previsión-, sino que forman parte de las condiciones de su ejercicio profesional y del desarrollo de las responsabilidades que le han sido asignadas por la sociedad y el Estado.
Por otra parte, tampoco  sus derechos y obligaciones laborales así como profesionales, se pueden separar con facilidad –por razones obvias– de las relaciones que establece en varios niveles: el primero, con la comunidad educativa (que también es parte importante de sus medios -el cuerpo docente, asistentes de la educación, los directivos y alumnos, padres y apoderados-); la que establece con los responsables políticos del sistema escolar a través de departamentos y corporaciones de educación municipal y el Ministerio de Educación; también  con los empresarios  de la educación subvencionada por el Estado; y por medio de éste, la que establece con la sociedad en su conjunto.
La tentación de una profesionalización abstracta que concibe la pedagogía como una responsabilidad única y exclusivamente del docente, sin considerar las políticas educacionales vigentes, sus condiciones de trabajo, incluso las características históricas y políticas en que se desarrolla, puede llevar a equívocos, como ha ocurrido en el último tiempo -en los últimos veinte años para ser más exactos- y a eludir como país la responsabilidad de la educación. Es la razón de que, cuando se trata de impulsar políticas, para el discurso dominante, “somos todos responsables”, pero cuando se trata de evaluar sus fracasos, solamente los y las docentes son los aludidos.
La conclusión de semejantes hipótesis es que se debe mejorar la docencia, generar un marco de políticas específicas para “motivar e impulsar a los docentes a mejorar sus prácticas de enseñanza… entregando un marco explícito, conocido y motivador” que encauce el desarrollo profesional y personal de profesores y profesoras. La elaboración de una carrera profesional docente es, pues, una de las tareas de la política educacional más importantes para el país hoy en día. Es al menos lo que dicen sus responsables pese a que el magisterio la viene reclamando desde el retorno a la democracia. Pero por todo lo dicho, es una tarea muy compleja. Es un problema de política educacional; pero es también una cuestión que afectará necesariamente las condiciones de trabajo de profesores y profesoras. Y finalmente un problema técnico que se refiere a la definición del trabajo docente.
Está siempre latente el riesgo de que la “política pública” consista en hacer descansar su responsabilidad en los mismos que la susodicha política debe “motivar e impulsar”. Sería en ese caso una curiosa política. El marco regulador es solamente un enunciado de expectativas que se espera cumplan los y las docentes. Si el objetivo de la política es motivar a los profesores en ejercicio, podemos suponer desde ya que no será vista por estos como un factor de desarrollo, sino muy probablemente como una carrera de obstáculos. En segundo lugar, siendo así difícilmente algún joven se motive para ser pedagogo siendo que muchas otras carreras brindan mejores posibilidades en el ejercicio liberal de la profesión. Y finalmente, son tantas las expectativas puestas en la carrera docente, las que se asumen con una ingenuidad  pasmosa –como si el talento por sí solo fuera garantía de algo en nuestro sistema educacional- que termine frustrando a jóvenes estudiantes de pedagogía, al magisterio en ejercicio, a los padres, a los alumnos y por cierto a las autoridades educacionales y políticas del país.
La construcción de una carrera profesional es, por el contrario, parte de una cadena de políticas. También de sistemas y subsistemas. Lo que no significa que no sea abordable. No se trata de una reivindicación más  del magisterio ni tampoco de que la política por sí misma vaya a resolver el conjunto de problemas con los que carga nuestra educación nacional, ante los cuales todos los diagnósticos coinciden. La docencia es lo propio del oficio de profesor  o profesora. Es lo que une a miles de trabajadores docentes de la educación tanto municipal como privada. En ella hay puntos de unión entre lo educativo, lo profesional y lo laboral. Puede ser la clave, entonces, para empezar a destrabar un sistema en que la política pública se basa en la separación de la comunidad educativa y el Estado.
Entonces, la definición de la carrera docente, además, es un instrumento de política cultural en tanto que configura una identidad social, la de los maestros y maestras, que producto de treinta años de aplicación del neoliberalismo más dogmático ha sido destruida o a lo menos, reducida a sus aspectos más pedestres. O bien “sentido común sistematizado” o, en el mejor de los casos, mera instrucción. También es una política cultural porque actúa y se desarrolla al interior de la relación entre diferentes generaciones de chilenos y clases sociales; interactúan diferentes actores, como autoridades del Estado, de gobierno, municipales, el gremio docente, sus organizaciones sindicales, las universidades y la intelectualidad preocupada de la educación.
Se trata por consiguiente de una tarea política para todos quienes, desde diferentes posiciones, luchamos contra el neoliberalismo. Pero con la misma preocupación y con la misma urgencia en el momento histórico y político, la ven sus partidarios. La carrera docente puede ser la excusa para, una vez más, mantener el estado de cosas actual o comenzar a desentrañar un sistema que hasta ahora parece inexpugnable.



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